Adentrada la noche*

 

Por René Duchesne Sotomayor

Adentrada la noche, y encontrándome ya en la cama, mi cabeza ha desarrollado el mal hábito de patrullar las fronteras de su dominio en la búsqueda de entretenimiento. Es en estos momentos que, con tal de distraerse, abre las compuertas, para dejarse poseer por lo desconocido. Sacando provecho de la pérdida de control sobre mi cuerpo, la pesadilla empuña lo que queda de mis ojos, con tal de trazar garabatos durante el corto lapso de tiempo que le rinde la vigilia que antecede a todo sueño. No es raro que, en esos momentos, mis dedos se revuelquen en su tumba, tirando zancadas ocasionalmente, incapaces de responder a las señales de socorro que mis párpados les envían solicitando respaldo. Para añadir insulto a la injuria, la pesadilla me arrincona en la esquina que comparten la conciencia y la memoria, a fuerza de golpes pero sin quitarme el conocimiento. Teniéndome ahí, impotente, empieza a vandalizar lo que sea que esté al alcance de mi vista: trátese del techo, o del interior de mis párpados. Lo hace con el candente exceso de luz que atacuñé en mis retinas a lo largo del día. Para fastidiarme, la mayoría de las veces se caga en todas las imágenes y experiencias que la memoria suele recolectar con esmero durante el día, echando por la borda material apto para la construcción de sueños. 

Una vez culminada esta matanza, procede a invitar seres de su propia invención, propios de una pesadilla, y derivados de algún recoveco de mi cabeza que me he propuesto fulminar el día en que dé con su paradero. Para agravar la ofensa, entumece mis manos, secuestrándolas para obligarlas a asistir en el parto de la asimetría y la deformidad. Tras anular mi buena fe, procede a cortar los brazos, con la ayuda de varios demonios a los cuales cedí espacio durante el día. Habiendo ejecutado al resto de mi cuerpo con una sobredosis de somníferos, hace de mis párpados martillos, pegándome en los ojos hasta sacarles las estrellas. Descarrilándolos del camino que conduce al sueño, los demonios cabalgan hasta el abismo de mi techo, exponiéndome a los patrones de pintura más siniestros. Brochazos y manchas que, con mi miedo, traigo a la vida, dotándolos con caras. De las grietas y filtraciones hacen garras que emplearán en mi tortura. Pero entonces, llega el agotamiento. Una perezosa cortina de niebla que deshace mi agonía, para sumirme en una coma con la cual le abriré paso a un terror más cotidiano: la pesadilla. 

* Esto es apenas una muestra de un libro de próxima publicación: La última testigo. Ventanas abiertas, cerradas, muros ciegos, imágenes borrosas que se apoderan de la vista. René Duchesne Sotomayor nos entrega un libro en el que se nos narra el espacio como un fenómeno que nos pide ser representado. La última testigo es un recorrido de miradas en torno a la inmensidad, el infinito, el espacio de la memoria y la percepción de eso que llamamos real. El autor añade, como complemento a sus quince narraciones, una serie de ilustraciones poderosas. Es un deleite mirar este libro porque es hermoso. Es un placer leerlo porque es literatura sobre lo que nos mira, lo que se agita en nuestro interior y se hace presente de manera sublime.

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