Adiós, amigo.

Desde hace unos meses sabía que un día, como este, estaría sentado frente a un teclado tratando de escribir esta despedida. Que buscaría palabras que no llegan. Quiero escribir, pero me sale espuma, dice más o menos un verso de Miguel Hernández, a quien siempre acudo en momentos duros. Y ahora entiendo más al poeta. Llevo un rato y sólo aparecen palabras huecas, como de espuma.

Pienso en cosas raras. Por ejemplo, en las manías que todos tenemos. Carlos era especial, pero también las tenía. Una de ellas era que no quería que le organizaran actos de despedida. Quería irse sin ruido y, sobre todo, que no lo estuvieran exhibiendo de un lado para otro como, como pájaro en jaula. Esos pedidos los repitió varias veces, como un mandato de despedida.

Pero no todos los mandatos deben ser cumplidos. Carlos, en su inmensa humildad, nunca percibió a cabalidad lo que él representaba para Puerto Rico. No entendía que su dedicación a la lucha lo había colocado en un lugar especial. Que esa lucha intensa le había conseguido enemigos, pero que por cada uno de esos hay una legión de agradecidos Que muchos de esos últimos quieren, al menos, tener un minuto para decirle adiós, para decirle que lo quieren, que lo respetan y que le agradecen su dedicación a este pueblo, a esta Patria. Quieren que sepa, aun desde la nada de la muerte, que le estamos y le estaremos eternamente agradecidos.

Además, Carlos, tú mejor que nadie sabes que los pueblos crecen por medio del ejemplo. También sabes que todas tus luchas, las más importantes, siguen inconclusas y el ejemplo tuyo ayudará a seguirlas. Por eso debemos proclamarte, que los que no te conocen se enteren de lo que hiciste y, más aún, por qué lo hiciste. Por eso, aunque no lo quieras, porque es necesario para que tu lucha siga, tenemos que despedirte, para que esa despedida sirva como un aldabonazo a la conciencia de algunos.

Esa es la razón más importante para no cumplir del todo con lo que ordenaste. Tú sabes que éramos hermanos, pero que a veces peleábamos y que no siempre estuve de acuerdo contigo. Este es el último diferendo.  Habrá un acto de despedida, aunque no te exhibiremos de un lado para otro. Cumplimos en parte. Estoy seguro que si me pudieras escuchar, a regañadientes, aceptarías algún homenaje póstumo. Eras testarudo, pero no tanto.

Si todas estas razones no fueran suficientes, hay otra que también nos sirve para explicar la necesidad de una despedida. Es la amistad. Si alguien tenía una facilidad extraordinaria para hacer amigos y amigas, ese fue Carlos Gallisá. Ese don era a su vez resultado de unas cualidades siempre muy bien cultivadas: sinceridad, solidaridad y lealtad. Cuando esas virtudes se juntan, atraen como las flores a las abejas. Por eso Carlos siempre tuvo un enjambre a su alrededor.

Carlos fue el único hijo que tuvieron don Juan y doña Monín y tal vez esa condición de hijo único lo impulsó a buscar amigos y amigas que en muchas ocasiones se convirtieron en hermanos y hermanas. La lista es larga y toda esa gente quiere tener la oportunidad de encontrarse y abrazarse porque, al hacerlo, un poco nos tranquilizamos. Juntándonos nos sacamos un poco el dolor que desde hace bastante tiempo nos mortifica. Desde que supimos que estaba enfermo.

Algunos tuvimos la oportunidad de ayudarle a pelear con los monstruos. Muy pocos. Porque Carlos no quería preocupar a todos sus amigos ni a su familia y por eso se apoyó en un grupo muy pequeño para dar la larga batalla que dio contra el cáncer. Desde hacía años se le escuchaba en la radio, como siempre, tranquilo y firme, o se le veía en la calle marchando, pero muy pocos sabían que daba otra lucha callada contra esa maldita enfermedad. La lucha tomó años y la dio sin nunca abandonar la trinchera de la radio ni la de la calle. Cuando ustedes me escuchaban en Fuego Cruzado, en la mayoría de los casos era porque estaba en algún tratamiento. Luego volvía diciendo, como aquel fraile, “decíamos ayer” y por ahí seguía.

Los que te apoyamos en esa lucha y a veces te ayudamos a esconder el mal, supimos siempre que no lo hacías por la tonta vanidad que lleva a algunos a esconder una enfermedad, sino para evitar preocupaciones. Además, no querías que la pesadumbre entorpeciera todo lo que hacías en tantos frentes donde siempre luchaste manteniendo el mejor talante.

Pues, Carlos, todos esos amigos y amigas que te ayudamos a dar las batallas, queremos tener la oportunidad de juntarnos para despedirte. Porque aunque ya no estés con nosotros, ese junte nos sirve para reconfortarnos, para consolarnos, para saber que aunque te hayas ido, estarás con nosotros dando las batallas que faltan.

HASTA LA VICTORIA SIEMPRE.

El lunes 10 de diciembre nos encontraremos a partir del mediodía en la funeraria Ehret.

Artículo anteriorVivir la independencia
Artículo siguienteA Private War: Marie Colvin, corresponsal de guerra