Antonio Soprano Rivera

Por Laurie Garriga/ Especial para En Rojo

You know, Tony, it’s a multiple choice thing with you. ‘Cause I can’t tell if you’re old-fashioned, you’re paranoid, or just a fucking asshole.
-Carmela, Temporada 1, Los Sopranos

Los inviernos en New England son largos. El frío de noviembre a abril facilita la proclividad a pasar las noches dentro. Y, como otros mamíferos, aquí tendemos al retiro interior, no necesariamente espiritual, sino doméstico. Desde que me mudé acá hace casi cinco años he notado que, entre las muchas prácticas y percepciones que han cambiado, ver series dramáticas se ha convertido en un ejercicio tan importante y estimulante como la lectura o los viajes. Como apenas veía series antes de mudarme a Boston, desde que vivo aquí he estado poniéndome al día con aquellas obras televisivas transmitidas hace diez años o más. 

Tony nos da pena, nos causa cierta admiración y hasta justificamos sus acciones según los códigos que tiene su profesión. Y se nos olvida que este tipo de personaje complejo, intenso, abusador, irreformable lo tenemos cerca y muchas veces seguimos excusándole su modus vivendi.

Hará un mes que comenzamos a ver Los Sopranos. Transmitida por HBO desde 1999 hasta 2007, el programa relata la vida de Anthony “Tony” Soprano, líder de la mafia italoamericana en New Jersey. La serie comienza con la muerte de la cabeza de la familia, Jackie Aprile Sr., y las desventuras con la sucesión del poder. Los Sopranos gira en torno a la figura de Tony como antihéroe y se concentra en su vida doméstica y laboral turbia disfrazada en su (contratos con el gobierno local, una carnicería, un club de striptease y un sinnúmero de negocios nepóticos e ilegales). La trama es a su vez intercalada por las conversaciones que tiene Tony con su psiquiatra Jennifer Melfi, a quien comienza a visitar, por insistencia de su esposa Carmela, al sufrir desmayos y ataques de pánico. Es, a través de las sesiones, que Soprano alcanza ciertas epifanías sobre sus padecimientos, colegas y operaciones comerciales. Aunque aún no he terminado de ver la serie, a todas luces, pareciera que al protagonista le será imposible renunciar a un desenlace trágico. 

De Los Sopranos se ha escrito mucho y se ha analizado más. He evitado la tremenda curiosidad de leer en internet o de buscar la raíz verídica, si existe, de sus personajes. No quiero que se revele nada a destiempo. A mí me ha llamado la atención que Tony Soprano parece fundar una especie de arquetipo televisivo que más adelante veremos exaltado en programas como Mad Men y Breaking Bad. Pero más me ha interesado cómo Los Sopranos en sus vicios, cursilerías, horribles celebraciones de género y de la familia, momentos de entrañable ternura y protección, retratan muchos de las personas que rodearon mi vida adolescente en Puerto Rico en el momento histórico en que la serie se transmite y se vive, desde finales de los noventa hasta entrada la primera década de los 2000. 

Mi familia nada tiene que ver (que yo sepa) con los negocios ilícitos. Pero una y otra vez mientras veo las primeras temporadas de la serie, se me revelan muchísimos parecidos en materia de comportamientos, anhelos y de gente cercana. Siempre he sido clase obrera y clase obrera al fin, el núcleo estaba compuesto por una madre divorciada, un hermano y una abuela viuda, principalmente. Pocas veces se podía esperar algo, más allá de minucias, del género masculino. En mi casa no había dinero para comprar carros nuevos o poner aire y en aquel momento se asumía la pobreza con vergüenza y como un sino. A la falta de dinero se le llamaba erróneamente “pertenecer clase media” y por orgullo o desinformación no se aceptaban ayudas del gobierno. Muchos años después pude ver que, tanto en mi familia como en otras de la comunidad, asumirse como trabajador era un oprobio. Yo escuchaba a mi madre celebrar las adquisiciones materiales de su familia extendida sin un ápice de envidia, pero tampoco se criticaba el exceso. Esa bonanza noventosa –que para algunos se extiende hasta hoy día– la veía con sus casas de playas, viajes, fincas, botes, carros caros, prendas y fiestas. En fin, el mensaje implícito era que aquello era lo que se debía lograr sin cuestionarse, entre otros asuntos, el consumo desmedido o la levedad. Nosotros, desde las gradas, comenzamos también a discernir en esa familia extendida otros problemas que el dinero no parecía resolver. 

Es por eso que una de las primeras cosas que me capturó de Los Sopranos fue precisamente la celebración material de porquerías y la performatividad del macho proveedor. Tony Soprano ha llegado a ser el jefe de la red de familias entre New Jersey y New York, vive en una casa desbordante (con la estética del Caesar’s Palace de Las Vegas), anda con pacas de billetes y amantes (“goomahs”). Soprano es casi totalmente inmune tanto a las autoridades (con algunas excepciones) como a los límites (sino es que se los aplica él mismo). La idea de hacer, cobrar, exigir tiempo, favores, respeto o dinero se le permite porque ha llegado a la cúspide de su oficio. Tony es muy parecido al modelo del jefe de familia criolla con dinero que no responde a nadie (y que reconozco). Tanto uno como el otro son torpes, cursis y macharranes pero exigen cierta pleitesía y servilismo del resto. A nivel discursivo, se enfrascan en la narrativa de la provisión y de la unidad familiar para justificar sus ambiciones, violencias y sus osadías. Para ellos, el dinero debe evitar que se les pase factura. Al fin y al cabo, cumplen su cometido de “ser buenos proveedores”, según se les instruyó. La exigencia es poca. Replicar el éxito material y el poder de Tony Soprano es lo que anhelan los súbditos del protagonista para cimentar su movilidad social aunque a ninguno de ellos les falta dinero, carros, casa o ropa. Recuerdo que en mi adolescencia escuchaba decir que vivir en Encantada, Montehiedra, Villa Caparra o Paseos, comprarse el bote y los Mercedes era la finalidad, el progreso cuantificable.

El personaje de Tony Soprano nos inquieta por sus matices. Parte del atractivo de la vida de Soprano es la cercanía que tenemos con él, nos es familiar. Su maldición consiste en que ni su posición o dinero le han provisto libertad, salud mental o estabilidad duradera. Tony nos da pena, nos causa cierta admiración y hasta justificamos sus acciones según los códigos que tiene su profesión. Y se nos olvida que este tipo de personaje complejo, intenso, abusador, irreformable lo tenemos cerca y muchas veces seguimos excusándole su modus vivendi.

Con Los Sopranos sigo viendo destellos de esos adultos a los que no se les exigía mucho de vuelta (tristemente, a la mayoría de las figuras masculinas que conocí mientras crecía). Así como los oropeles que veía desplegados a la distancia, en el show mismo los destellos encierran su precipicio. Más vale verlos desde las gradas y despedirse de Tony a lo lejos.

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