Aquel maletín negro que me robé a media

 

 

Especial para CLARIDAD

Cerca de la mitad de la década del 80 migré de PR a los EEUU. Viví unos meses allá. Residía en Paterson, NJ, en el último nivel de una exigua casa de tres, con mis dos hermanas mayores Mery y Maritza (Rip) ubicada en la Main St. El techo del piso era triangular y en los laterales de su interior había que moverse agachado para evitar chocar la cabeza con la techumbre. Entre otras labores realizadas vinculadas al oficio de la costura, en poco tiempo me gané un puesto como estichador en la primera línea de una factoría de alta producción de coats de cuero liviano, ubicada en la Calle 34, entre la 8va y la 7ma avenidas de Manhhattan. Mis relaciones con la tela, el hilo y la aguja las había iniciado a los 12 años. Antes de ingresar al mundo del periodismo y a la docencia secundaria y universitaria era lo único que sabía hacer y de lo que había vivido, primero en RD y luego en PR.

La factoría abría a las 7:30 am. La guagua que iba a NY desde Paterson hacía parada casi al frente de donde vivíamos. Llegaba a tiempo o unos minutos tarde a la fábrica porque el autobús hacía su parada final al salir del Lincoln Turner, en Grand Central Terminal, de la 8va avenida con la calle 42. La factoría cerraba a las 4:30 pm. A la ida y a la vuelta siempre procuraba sentarme al fondo de la guagua para dormir o leer tranquilo. Siempre he tendido al retraimiento sin ser antisocial o misántropo. Muchas veces al regreso, por lo común después de las 7:00 pm., me quedaba dormido y me bajaba cuando la guagua llegaba a su destino final en Broadway Bus Terminal de Paterson, donde estaba ubicada la pequeña estación de autobuses de ese pueblito ya para entonces en decadencia.

Un viernes de otoño al regreso de NY –ya bastante oscuro– me percaté que habíamos llegado a Paterson porque el chofer me ordenó desde allá al frente que bajara, que era la parada final. Me había quedado dormido una vez más. Cuando me puse de pie e iba a dirigirme hacia la salida que estaba cerca del chofer; en la primera línea de asientos inmediatos a donde me había sentado había un maletín negro muy grueso y elegante en el espacio que daba a la ventana. Se le olvidó a alguien. Lo tomé. Era pesadísimo y estaba muy lustrado. Parecía un maletín costoso. Apenas lo podía sostener en la mano izquierda. Lucía de un ejecutivo.

En segundos mi cerebro tuvo que decidir si entregarlo o quedármelo. El solitario camino hacia el frente me parecía kilométrico. Yo era el último pasajero dentro. La distancia no era suficiente para pensarlo mucho. Me lo robé pensando en un martillo para romperlo. Cuando bajaba del autobús pensé que en cualquier momento escucharía la voz del chofer llamándome. Respiré cuando puse pies en tierra. Di unos pasos y escuché el silbido hidráulico que emiten las puertas de guaguas cuando cierran: exhalé lo que se había quedado en mis pulmones de la respiración de desahogo de hacía segundos.

Antes de dirigirme a la calle que debía tomar para llegar al apartamento de techo triangular donde había que moverse jorobado tenía que cruzar por el frente de la oficina del terminal de bus. En automático entré a la oficinita, me acerqué a la ventanilla de venta de boletos y le entregué el maletín al empleado. Le dije que se le había olvidado a alguien que vino en la guagua que acababa de regresar desde New York. Cuando lo tomó abrió los ojos y me dijo que pesaba mucho. Asentí, dije buenas noches y salí…

Esa noche no le compartí nada a mis hermanas que estaban viendo TV cuando llegué. Antes de dormirme hice algunas especulaciones sobre lo que pudo haber dentro del maletín: dinero, armas de fuego, droga o papeles, entre otras conjeturas. Al otro día, en la noche, se lo conté a un primo segundo con poco freno en la lengua que era como mi hermano mayor y me dijo: “tu sí que eres estúpido, dique robar a medias. Tú no sabe, buen pariguayo, que ese maletín estaba lleno de dinero y te lo mandó Dios para que dejara to’ eta’ maldita vaina. Tu no sabe, ¡coño!, que en Manhattan es que están los banqueros de este país. Uté nació marcao por el pendejismo primo, siempre será un pendejo…” Unas semanas después compré un boleto aéreo y regresé a Puerto Rico. Aquí me he ido quedando y asimilándome como un doble. Aquí nacieron mis dos hijas e hijo y aquí he cultivado grandes amigos y amigas… No es ficción ni intento. Me sucedió.

En las noches de esta semana que he estado examinando notas amarillentas y borrosas de décadas chamuscadas, escritas en papeles cualquiera y en retazos de tela blanca de hacer bolsillos y forrar pretinas, me he topado con mi viejo maletín marca Samsonite que compré en la tienda Woolworth de Plaza Las Américas cuando era maestro en la escuela pública Emilio E. Huyke, en Puerto Nuevo, ya clausurada por la crisis. Por asociación emergió de mi memoria aquel maletín encontrado, robado efímeramente y devuelto sin saber lo que guardaba dentro. Desde el momento en que me lo llevé hasta que lo devolví no pudieron haber transcurrido más de dos minutos. De niño yo había tomado clases de catecismo y no sé si en algún lugar del inconsciente se me había quedado estacionado o flotando el mandamiento “no robarás”. Una vida a los veinte y tantos años ya ha amontonado innumerables archivos e influencias (malas y buenas) inconscientemente. Estoy seguro de que en aquel momento no me vino nada a la mente del precepto cristiano.

Treinta y tantos largos años después sí me han surgido algunos entresijos e interrogantes: ¿Por qué no titubeé en llevarme el maletín y unos pasos más adelante devolverlo? ¿Qué moral y/o ética flotadas en mi cerebro me punzaron a llevármelo y a no entregarlo a ese chofer de un físico intimidante y solo pensar en un martillo para violar su encierro? ¿Qué otra pulsión me empujó a restituirlo en la boletería de la oficina? No lo sé. ¿Fue acaso pariguayismo como dijera mi querido primo deslenguado? ¿Tenía razón al tirarme en la cara que siempre sería un pendejo? Posiblemente. ¿Qué rotaciones habría tomado mi vida si lo que aseguró del dinero era cierto? Tampoco lo sabré nunca.

 

El autor es escritor, periodista y profesor de literatura.

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