Ayer florecieron las magnolias amarillas

Por Ana pérez Leroux/Especial para En Rojo

Ayer florecieron las magnolias amarillas.

La rareza del mundo se ha dado cita en Toronto.

Está el decreto del Segundo Impuesto; 

Los testigos de Jehová se congregan frente a la casa de la vecina.

Dijo alguien que ella se quiso salir de la religión,

 y por eso estaban allí.

El perro de la 119 se escapa, y esta vez,

Tal vez nadie lo devuelva.

En las vías del tren, los coyotes juegan con sus niños, 

amorosos y nocturnos.

Un mendigo me pide plata, sin hablar inglés.

Sin hablar.

Y otro loco triste fue de nuevo ejecutado

Por el crimen de apuntarle a un molino con tijeras.

Toronto, Mayo 2019

Una de mis lecturas favoritas son las calcomanías con moraleja, galletas de fortuna para el conductor aburrido. Me gusto mucho una que vi en Pennsylvania una vez, que creo que sale de un ensayo de Bertrand Russell: Moral majority is neither ‘La mayoría moral ni es mayoría ni es moral”. Y otra, antídoto que me ha ayudado a batallar el instinto a procrastinar: Cuidado, que las fechas en el calendario están mas cerca de lo que se ven. Gracias a esta última, voy ganando y llevo 30 años sin perder el empleo. Otra, que vi en un carro en Condor Avenue, no sabía uno sin te daban ganas de sonreír o de llorar: Make Orwell fiction again. Acabé por reírme, cuando me di cuenta que en que las siglas en español te llevan de MAGA a MOFA. Russell habría sentenciado que los que se auto-declaran genios estables, por lógica, no pueden ser ni una cosa, ni la otra.

Oí decir que en Condor Avenue vivió una vez James Earl Ray, el asesino del reverendo King. No estoy muy segura, porque el internet no lo confirma, y porque es difícil reconciliar la precariedad de antes con el barrio alegre de ahora. Se dice que en aquel entonces tenían residencia aquí matones, prostitutas, vendedores de drogas, y profesores de medio sueldo. Ann, la vecina mas vieja del barrio, perdió a su marido en la esquina frente a mi casa. En esos tiempos había allí una tiendita de variedades, y unos rufianes lo apalearon para quitarle los cigarrillos que había comprado. Quedó vivo por años, pero sin habla ni juicio, y Ann lo atendió con amor hasta el fin de su vida. El barrio de hoy no se parece en nada al de esos episodios funestos: en el antiguo colmado ahora vive un joven buenmozo que pasea con frecuencia a su niña, diseña patinetas y casitas de arboles, y mantiene la casa al estilo holandés, con la antigua vitrina de colmado dejando ver la sala. 

Hoy es primavera en el barrio, y la esquina rebosa de flores, pájaros y perros, y niños sueltos. Pero el mundo no respira este mismo aire fragante. Los indicios escatológicos proliferan, mas extraños aún que los del Vaticinio de Nostradamus. En el ártico los glaciares se reducen y los osos polares merodean hambrientos. Europa se muere de calor, y Ottawa y Montreal tienen los sótanos inundados. En Ontario se multiplica una variante botánica oriunda de China, que esta remplazando los arbustos del nativo algodoncillo. Eso no sería grave, excepto que esta variante falsa confunde a las mariposas monarcas; que siembran en ella sus huevos sin saber que las hojas impostoras no van a nutrir las oruguitas. En Puerto Rico los niños pintan letreros que le dicen a Riqui que se vaya. En Santo Domingo, tratan de reescribir la constitución para restaurar la posibilidad de reelección infinita. Diós, del verbo, que tremendo dejà vu. De Inglaterra se va Theresa y viene Boris. ¿Andará Natasha muy lejos? Venezuela sigue al borde del abismo. El mundo parece ir a toda velocidad en vía contraria.

Desde la ventana del gimnasio, se ve un banco en la calle. Pasa un señor gordo, y se sienta. Retoma el aliento, y sigue. La mamá del niño que esta aprendiendo a caminar parquea el cochecito, se sienta, lo espera. Se van. Un africano alto pasa, se sienta. Fuma con calma su cigarrillo, y se echa andar, lentamente. El banco está ahí. Es normal. Mucha gente que no se conoce lo encuentra útil. Alguien lo puso. Otros lo usan. Los ejercicios que hacemos en el gimnasio me devuelven al cuerpo; siento mi peso en los pies; el espacio alrededor mis brazos; el aire que entra y sale a mis pulmones. El banco, y su pausado pulso, me devuelven el tiempo y el espacio. El aquí, el ahora, y el yo que se escurre en el fluir de la ciudad.

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