Barco grande, ande o no ande

 

Beatriz Llenín Figueroa/Especial para En Rojo

 

En mi último año de escuela superior, la mayor parte del grupo organizó un viaje “de la clase” a Cancún. No recuerdo bien si la negativa de mis padres a que yo fuera respondió a las premisas que orientaban su estilo de crianza, a que el paquete de la compañía de viajes era muy caro para nuestras finanzas, o a ambas. El caso es que –junto a las familias de otras cuatro amigas– propusieron que nos fuéramos en un crucero “por el Caribe,” de modo que nosotras pudiésemos también tener un viaje como regalo de graduación. Mis amigas y yo fuimos felices con la idea, y hasta hoy agradezco los esfuerzos que supuso para mi familia llevarla a consecución.

A mis 17 años –y en vista de que nada de esto formaba parte del currículo escolar–, apenas sabía algo del capitalismo, la colonización, la esclavización, el hecho que la industria turística fuera una forma de neocolonialismo en el Caribe, la grave huella ecológica de nuestra especie (¡y del negocio de los cruceros!), ni de tantas otras cosas. Pero cuando el crucero de Carnival retornó al puerto de San Juan, supe que nunca más me montaría en un aparato de aquellos.

Había “disfrutado” el viaje, si solo se considera la forma de alegría y placer que empaca el capitalismo salvaje tal como lo hace con cualquier mercancía. En los cruceros se come y se bebe como si la comida y la bebida cayera del cielo o saliera del agua a todas horas. En los cruceros se va de fiesta todas las noches porque siempre hay conciertos y shows–charritos todos los que yo recuerdo, por cierto. En los cruceros se tiene un pajama pari móvil del que te despiertas en camarotes con olorosas toallitas en forma de jirafa o perrito y nunca ves quién las hizo. En los cruceros se está en la piscina lapachando “el gozo” en medio de la inmensidad inabarcable del océano. De los cruceros una se baja todos los días en un set de cine de la “isla tropical” con los “cuerpos tropicales” y las “bebidas tropicales” y las “trenzas tropicales.” Cuando retornas a tu propia “isla tropical,” te das cuenta que también está empacada y que, no importa cuántas fotos y vídeos hayas tomado esa semana “para recordar,” eres incapaz de sostener en la memoria distinción alguna entre una u otra de “las islitas” que supuestamente visitaste. Esta tiendita, ¿dónde fue? Esta playa, ¿cuál era? ¿Qué historia aprendí? ¿Qué economía apoyé? ¿A quién (verdaderamente) conocí?

Si estás en un crucero de los no exclusivos (y, por tanto, de los gigantescos) como la opción barata de hacer turismo y tener vacaciones –era el caso nuestro y sigue siendo el de tantísima gente todos los años–, ni siquiera comes y bebes en “las islitas” porque la comida y bebida están incluidas en el crucero. ¡¿Para qué vas a gastar de más?! El barco hasta te vende los paquetes de paseos en “las islitas,” por lo que un jugoso porciento de ese dinero, ¡también va a la línea de crucero! La cosa es tan obscena que los cruceros viajan con “banderas de conveniencia,” esto es, con la bandera del país que les ofrezca el mejor deal. Ese país puede ser Bahamas, pero sabemos que los dueños verdaderos no están ni cerca de ese archipiélago (o quizá lo estén si son dueños de algún islote o tienen allí su casa número diez mil para vacacionar).

Las corporaciones de cruceros tienen, además, un atroz record laboral. Un reciente reportaje de Mark Matousek en Business Insider informa que la mayor parte de los contratos son de seis u ocho meses para trabajar siete días a la semana por no menos de doce horas diarias. Lo más que puedes ganar trabajando en tales condiciones son $2,000 al mes, pero puede ser tan miserable como $550. Por supuesto, reporta Matousek, los “mercados” de trabajadores para esa explotación son, principalmente, poblaciones en extrema necesidad económica, tales como las del Caribe, las Filipinas y Europa oriental. El periodista añade que solo el 5% de empleados de cruceros es estadounidense y que ese porciento tiende a tener los mejores trabajos, como director de barco o figura de entretenimiento. Por su parte, The Intercept informa que el impuesto por persona que desembarca en los países caribeños que han volcado sus economías al obsceno turismo de lo tropical es, casi invariablemente, menos que lo que le cuesta al país mantener las instalaciones que las compañías de cruceros exigen para detenerse allí. Alleen Brown, la periodista a cargo de ese reportaje, añade que “las islas caribeñas han intentado exigir colectivamente impuestos justos, pero hasta ahora, la industria ha tenido éxito con la estrategia de divide y vencerás, por lo que toda la región está a los pies de las corporaciones.”

En resumidas cuentas, dejamos en los países que “visitamos” en crucero una estela de explotación económica, racial, ideológica y, muchas veces, sexual. Abalanzamos sobre “el paraíso” más y más degradación ambiental que, irónicamente, lo destruye. Además, lo expone, cada vez más dramáticamente, a los efectos colaterales de la crisis climática –como es el caso de los huracanes supercharged– y ecológica –como es el caso del aumento en riesgo de transmisión y contagio de virus por el desplazamiento de especies y la toma de sus hábitats. Reforzamos el cruel imaginario de “sol y playa” a nuestro servicio para “escapar del frío” u “olvidar las penas,” como si allí no viviera gente y con tantas o más penas. Si acaso, quizá aportamos dos o tres chavitos a la economía local por el bultito, la camiseta y el llavero hechos en China con muchos colores, palmitas y atardeceres. Si tenemos un chin más para gastar, tal vez dejamos par de pesitos con la compra de botellas de ron local, pues nos encanta vivir el cuento de “las islitas” de la intoxicación. Si lo forzamos en Vieques y Culebra, ¿cómo no hacerlo en Aruba?

En estas semanas del triple del trabajo porque es a distancia, de encierro, pánico y mucha reflexión, leo con horror las múltiples noticias de cruceros que, como el Costa Luminosa (que es de Carnival), se han convertido en focos móviles de infección y contagio del COVID-19. Se vuelve trágicamente evidente, así, la continuidad entre los barcos de la conquista de la era moderna y los barcos de la conquista de la era contemporánea. Por vía de los primeros, arribaron a nuestro hemisferio, en un prolongado golpe de siglos y, al mismo tiempo, en un garrote instantáneo, enfermedades desconocidas que mataban diariamente miles de personas, el capitalismo mercantil de la más honda y grave “acumulación primitiva” y la esclavización, el genocidio y la misoginia más abyectas y extendidas de la historia de la especie. En los segundos, esa historia está pasteurizada y los descendientes de los primeros –como yo– nos podemos montar. Pero los efectos de la pandemia que vivimos y morimos hoy se manifiestan también, simultáneamente, a largo plazo y de cantazo. Seguimos cargando y difundiendo por tierra, por mar y ahora también por aire, la destrucción. Y seguimos prefiriendo el barco grande, aunque no ande.

 

Referencias

Alleen Brown, 14 de marzo de 2020, “The Cruise Industry Pressured Caribbean Islands to Allow Tourists Onto Their Shores Despite Coronavirus Concerns”

https://theintercept.com/2020/03/14/coronavirus-cruise-ships-caribbean/

Mark Matousek, 3 de abril de 2020, “Working on a Cruise Ship Can Be Brutal –But Two Lawyers Who Represent Cruise Workers Explain Why Even Terrible Cruise-Ship Jobs Can Be Attractive”

https://www.businessinsider.com/why-cruise-ship-workers-take-brutal-jobs-2018-11

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