Bayamón

Por Eduardo Lalo/Especial para CLARIDAD

Quizá desde hace muchos años Bayamón fue una equivocación de San Juan. El pueblo de extenso territorio, cercano y al oeste de la capital, estaba en el camino de su expansión. Era inevitable que las calles y edificaciones de ambas municipalidades se encontraran formando una continuidad de brea y cemento. El hecho definitivo debió ocurrir en la década del 60 del pasado siglo, y al igual que ocurrió con Carolina y Guaynabo, lo que una vez fueron ciudades modestas y separadas, pasaron a ser extensos sectores del desparramamiento urbano de lo que se ha llamado el Área Metropolitana de San Juan.

Sin embargo, aun si la frontera entre las ciudades no era ya perceptible visualmente, ésta se preservó en las mentes. San Juan era marítima y lineal; Bayamón olía a tierra y había sido construida como un laberinto. Desde hace mucho es común afirmar que es fácil perderse en el dédalo de las urbanizaciones y barrios del inabarcable Bayamón, mientras que, sea cierto o no, casi todos presumimos de conocer a San Juan como la palma de la mano.

Por toda una época, para los que no vivían allí, Bayamón se redujo a un tapón. El vasto pueblo quedaba determinado por una suerte de monumento negativo, que adquiría dimensiones colosales e irritantes en la mañana y al caer la tarde, y que apenas veía decaer su vigor a lo largo del día. Su identidad automotriz era irónica, pues Bayamón languidecía en las imaginaciones como un desplazamiento casi estático por un buen pedazo de la carretera número 2. La ciudad era y sigue siendo esa vía sobrecargada y atroz, desprovista de un solo árbol, condenada al tueste irredento del sol, diseñada para los neumáticos: un homenaje al tubo de escape de un motor de combustión interna, en un universo distópico en el que los peatones han sido exterminados.

En varios y prolongados periodos de mi vida he residido a un paso de Bayamón. Mis rutinas y obligaciones se encontraban en otras zonas del Área Metropolitana, pero Bayamón era tan desmesurado y próximo que siempre me cobijó su sombra. Una noche, en la adolescencia, descubrí que era como cualquier ciudad: tenía una plaza, calles con casas y negocios, iglesia. Su condición suburbial causada por San Juan me había hecho, como a tantos otros, ciego a estas circunstancias.

Desde entonces regresé regularmente al casco urbano. Me interesaba más que el Bayamón plagado de centros comerciales y avenidas donde las aceras habían expulsado a los caminantes y acogido el parqueo de los carros. Conocí bien la vieja plaza y las calles aledañas que los sábados se llenaban de gente venida de pueblos circundantes. Conocí las tiendas ecuménicas y variopintas, que lo mismo vendían una peluca colorada que un crucifijo, una bola de baloncesto que un bongó. Caminé entre los vendedores ambulantes en tardes de sombra escueta y brisa imperceptible. Vi sobre el techo mismo de una casa el mejor anuncio imaginable de un dentista: una boca gigante con encías y dientes perfectamente alineados, capaz de resistir el ardor del sol y la violencia de la lluvia. Compré una botella de tinta Parker, en una farmacia que suplía la inclinación de su clientela a la automedicación alcohólica, con un estante repleto de canecas de Ron Palo Viejo, ubicada estratégicamente entre las aspirinas y la manteca de cacao. Vi recorrer las calles a las jaurías y a los mendigos, vi en las aceras los platos con restos de carne guisada y arroz blanco ofrendados por desconocidos para su manutención. Entré en cada visita a una papelería cercana a la plaza y entre libretas, lápices y panfletos con burdos dibujos de la geografía del mundo, leí los títulos de amarillentas ediciones de Doña Bárbara, La charca y Terrazo. Compré papayas y piñas, guineos y aguacates, una mochila militar, clavos, martillo y serrucho. Bebí batidas de guanábana y comí dulces de coco. Y años más tarde, volví a recorrer esas calles armado con una cámara y tomé fotos de maniquís descabezados, de carros amarrados con cadenas a los postes, de la entrada de un edificio donde un letrero ordenaba: “No orine aquí”.

Bayamón era una lluvia de realidad o, aún mejor, era el erotismo de lo que existía, de lo que éramos. Si alguien quería percatarse de la patente condición latinoamericana de Puerto Rico, sólo tenía que pasar una tarde en esta ciudad, que por décadas incontables ha votado por alcaldes empeñados en la obtención de la estadidad para Puerto Rico. En sus calles, entre su gente, bailaban sin descanso nuestros delirios colectivos y las insustanciales imágenes y palabras, que se han repetido por un siglo chocando contra lo que era y perduraba.

Esta semana regresé a Bayamón. En visitas anteriores ya había visto los inquietantes indicios. Los últimos años han sido complejos y hacía mucho que no le había podido dedicar toda una tarde a su casco urbano. El Cantón Mall y sus dos calles aledañas recordaban los viejos tiempos, pero no tardaría en comprobar que esto era todo lo que quedaba. Crucé al otro lado de la avenida para adentrarme por las calzadas en las que por muchos años había de todo: tiendas que vendían ropa y objetos que el ejército había decomisado, comercios que parecían bazares, locales en los que todavía vendían radios de baterías y discos, talleres en donde neveras, estufas o televisores de hace dos décadas se habían reparado y puesto a la venta. Tomé la más larga de las calles comerciales. Junto a la avenida todavía quedaba una joyería o una casa de empeño. Según se avanzaba, a lo largo de los cientos de metros de la calzada, todos los locales tenían las cortinas metálicas desplegadas. De los pisos superiores de las antiguas tiendas, se sospechaba el rumor de una radio o de una voz. Solamente un local tenía la fachada abierta. Era una antigua tienda militar y allí se hallaba un hombre flaco y mayor. Detrás de él ya no había nada que vender. Una acumulación azarosa y tupida de objetos y cosas, de ropa sucia y un refrigerador sin puerta, de un mohoso estante de ferretería y una pila enorme de periódicos viejos, atestiguaba que la tienda se había transformado en una casa. El antiguo dueño o algún empleado era ahora el ocupante de un local inalquilable.

Al final de la calzada había gente. Una mesa en la acera congregaba a tres o cuatro hombres. Al pasar junto a ellos uno dijo que su “seguro de vida era una mierda”. Tomé la calle siguiente. También había sido parte del hormiguero de antes. Una hilera de casas vacías, con las ventanas y puertas tapiadas burdamente por bloques de cemento, demostraban que una ciudad puede convertirse en un desierto.

Hacia el final de la calle, una casa parecía estar habitada pero era insólita: una especie de tableau vivant del desvarío. Detrás de la reja había una jirafa, más atrás en un círculo también enrejado, miraba un perro grande; en el centro, elevado por una estructura, despegaba una especie de helicóptero en miniatura pilotado por un muñeco. Sobre el aparato ondeaba la bandera dominicana y llevaba su nombre: “Cabra loca”.

He aquí el retrato de las ciudades de Puerto Rico luego de más de una década de depresión económica. Lo que alberga nuestra memoria ya no está. El pasado y el futuro han muerto y solamente perduran las ruinas del presente. En la única casa habitada de la zona, un inmigrante dominicano culminaba su periplo de un desastre a otro y armaba una fantasía en la que escapaba en un helicóptero defendido por una jirafa y un perro. El seguro de vida era una mierda, le escuché decir al hombre. Tenía razón. Décadas de bipartidismo totalitario y delirante han reducido a Bayamón a esto. El helicóptero estaba atornillado a un poste. La jirafa y el perro habían sido moldeados con cemento. Eran lo que más se parecía a nosotros. En esa calle convertida en desierto urbanizado se encontraba la pesadilla de Puerto Rico.

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