Breves de Kalman Barsy

EFICACIA O EXPRESIVIDAD

¿Qué valoramos más? Hasta la manera de ponerles nombres a las calles y avenidas dice algo sobre nosotros en cuanto a esta opción.

Los españoles, por ejemplo, pueblo muy dado a la vehemencia y gestualidad extremas, nombran sus calles como si de homenajes se tratara. Este criterio, que prima sobre toda otra consideración, vuelve locos a carteros y repartidores. Baste un solo ejemplo:

En Badalona, provincia de Barcelona, donde vivo, hay una callejuela estrecha que arranca desde la costa llamándose Sant Jaume. Dos intersecciones y apenas cien metros más allá se ensancha, llamándose ahora, más pomposamente, Sant Francesc D’Assis. Pero poco le dura la bienaventuranza a este nuevo santo. No bien se topa con la primera intersección, pasa a llamarse Carrer del Temple, culminando en el sobrio edificio de la iglesia de Santa María en mística fusión ascendente. Todo esto en un recorrido que no llega ni a un kilómetro.

Por contraste, en la ciudad de Nueva York prevalece el criterio de funcionalidad. La mayoría de las calles de Manhattan son numeradas, con la abreviatura del punto cardinal correspondiente a continuación del número: 113 W. por ejemplo. De este modo uno sabe mejor dónde se encuentra; no hace falta honrar a nadie poniéndole a la calle su nombre.

Los españoles, por ejemplo, pueblo muy dado a la vehemencia y gestualidad extremas, nombran sus calles como si de homenajes se tratara. Este criterio, que prima sobre toda otra consideración, vuelve locos a carteros y repartidores. Baste un solo ejemplo:

Un punto intermedio entre estas dos actitudes lo encontramos en la ciudad de Buenos Aires. Allí las calles llevan nombre propio pero –con algunas excepciones– siguen llamándose igual a lo largo de todo su recorrido. El famoso “ego argentino” tiene también en esto su peculiar expresión. Elegimos no cambiarle el nombre a la Rivadavia hasta la ciudad de Luján, a 77,3 km. de distancia, y nos jactamos de tener la avenida más larga del mundo.

PALABROTAS

Los humanos nos comunicamos mayormente mediante conjuntos de sonidos o garabatos sobre papel que denotan alguna cosa. A estos llamamos “palabras”. Esencialmente, se trata de artefactos inventados para transmitir alguna información. Pero éste no es su uso exclusivo. Las palabras tienen también una “carga emotiva” que se transmite, y en ocasiones interfiere o cancela su función informativa. 

Es el caso, entre otros, de las “palabrotas”. Proferirlas o padecerlas nos sitúa en el ámbito de la pura emoción, en desmedro de su significado semántico. Así, no necesito ser una persona casada para ofenderme si me gritan “¡cabrón/a!”, ni mi santa madre tuvo que haber ejercido la prostitución para que me llamen “hijo/a de puta” en medio de una trifulca. Es evidente que se trata de puros exabruptos, sin vocación informativa alguna.

Resulta gracioso cuando las palabrotas se vacían a tal punto de significado que comunidades enteras de hablantes ya lo han olvidado completamente. Es el caso de “carajo”, por ejemplo. Aún con el diccionario de la RAE en la mano, no lograba convencer a mis amigos en Puerto Rico de que la primera acepción es (cit.) “miembro viril” –y no unas islas de la costa de África ni la cofia del palo mayor en un velero. 

Lo mismo sucede por todos lados y en cualquier idioma. El uso y abuso de “fuck” en inglés ya está tan alejado de la cópula como nuestro “joder”, o el “merde” francés de la representación mental del excremento humano. Todo es cuestión de costumbre, por supuesto –que estos vaciamientos de significado toman su tiempo. Después de muchos años viviendo en España todavía me perturba oír en boca de alguna señora mayor, muy compuesta, la ubicua expresión “a tomar por culo”, dicha con el mayor candor, como si no aludiera al coito anal con violencia.

La fórmula infalible para que las palabrotas recobren su significado original es cambiarlos a un registro culto o traducirlos a otro idioma. Hagan la prueba y verán.

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