c. 1989

Cristina Pérez Díaz

Yo no creía en Dios. Mi madre no creía en Dios. Ni mi padre. Sólo mis abuelas, algunas tías y algunas primas creían, y rezaban. Mi abuela materna rezaba mucho. Orar, es como ella le dice porque es evangélica. Yo en cambio todavía no me pregunté por la diferencia entre rezar y orar. Ahora me lo pregunto y voy a dejar la disquisición para después. Ahora lo que digo es que yo nunca he creído en Dios y nunca he hecho ninguna de esas cosas. Excepto cuando era niña. Y sólo en un momento bien delimitado. Antes de dormir le decía aquella oración a mi mamá. Esa era la única vez. Pero a diario. Que no pasara un día. Si había que hacerlo por teléfono se buscaba la manera. Yo buscaba como fuese a mi mamá para poder decirle: “Hasta mañana, bendición, que sueñes con los angelitos y que Dios te acompañe.” Todas las noches. La misma oración.

Se había ahogado desde hace tiempo en mi olvido. Es curioso, ahora me doy cuenta que se dice “mi memoria” pero no “mi olvido”, como si el olvido no nos perteneciera igual. Esa oración que había olvidado no ha dejado de pertenecerme. Debe haber sido el primero de muchos malos poemas que escribiría después. Como poema es feísimo, pero no importa. Esos dos eneasílabos y medio alejandrino son, en realidad, un hechizo, y en eso están mucho mejor logrados que cualquier poema que haya de escribir. Lo inventé en algún momento de mi infancia para despedirme de mi mamá antes de irme a dormir. Con ella me aseguraba de que todo iba a estar bien mientras dormíamos, mi mamá y yo. Garantizaba que el mundo no iba a cambiar radicalmente entre el momento en que me quedara dormida y el momento en que despertara. Bien mirado desde el escepticismo, se trata de unas ocho horas tremendas. A quién se le ocurre que se puede dejar el mundo así nada más a rienda suelta, sin esta mirada vigilante, y que así tan airada se vale estar segura de que todo va a seguir siendo como siempre. A mí esa idea ni se me ocurrió ni me parecía convincente. Yo lo que encontré fue a cambio una estrategia: esa oración ponía un encanto sobre las cosas para que no se fuera a ir todo al carajo.

Siempre la decía rápido y con un poco de vergüenza, yo no creía en Dios ni mi mamá creía en Dios y en nuestra casa no se rezaba ni se oraba ni nada de eso. Nosotras éramos comunistas y ateas, eso nos hacía especiales, eso me gustaba, me enorgullecía aunque no supiera ni media parte del significado. Era como si mis padres participaran de un secreto, como si supieran algo que no mucha gente sabía, y que era bueno y mejor que todo el chorro de burradas que se pasaban diciendo por ahí. Que si Dios, etc. Pero yo de todos modos decía esa oración, yo necesitaba decirla antes de cerrar los ojos y que… Aterrador. Así que la decía, rápido y con algo de vergüenza, la decía como si fuera una travesura. Me salía con la mía. Decía esa oración tan rápido que sólo mi mamá podía entenderla. Cuando mis amigas se quedaban a dormir en casa, yo iba al cuarto de mi mamá y la decía bien bajito y bien rápido y le daba un beso y me regresaba a mi cuarto, un poco abochornada, sí, pero segura. Y quizás como esa oración no tenía más que buenas intenciones y como la había compuesto así de súbito a una edad tan tierna, mi mamá la recibía como una ocurrencia chistosa, la dejaba pasar con ternura. A ella también le daba seguridad. Es posible que mi mamá estuviera también llena de miedos.

Era una especie de ritual entre nosotras. El ritual se acabó en algún momento de mi adolescencia. Habrá marcado el fin de mi niñez. Cuando ya no me atrevía a decir esa oración, porque ya era demasiado consciente de que yo no creía en Dios, cuando ya estaba muy orgullosa de saber que en mi casa, contrario a las casas de todas mis amigas, éramos comunistas y no creíamos en tonterías, ya ahí sí que no era posible cargar con la vergüenza de decir una oración. Por más mágica que fuera. La noche era ya la gran noche oscura que sería en adelante.

Tampoco creíamos en ángeles en mi casa. Pero cuando mi abuelo paterno murió yo tenía cinco años y me inventé que, como no habíamos tenido suficiente tiempo juntos en esta vida, seguramente él permanecería por ahí por el aire haciendo de mi ángel de la guarda. Mi abuelo era una persona muy amable, yo asumía que tendría también la amabilidad de no desaparecer del todo, de recuperar el tiempo que no tendríamos, de estar en mi futuro. Yo hablaba con mi abuelo Juan Carlos con frecuencia, pero creo que las más de las veces era a la hora de dormir. Esa era la hora en que los miedos sostenían su congregación. Bueno, a decir verdad, yo tenía miedos a todas horas. ¿Y cómo no? Para ser honesta, yo sigo siendo esa niña miedosa.

Pero mis miedos de infancia eran bien precisos. Por ejemplo, el miedo a lo que podía pasar mientras me bañaba. Justo cuando recorriera la cortina para salir de la ducha podía haber un luchador de lucha libre esperándome en la puerta del baño. ¿Para matarme? No sé. No sé qué pensaba que me iba a hacer el luchador. No me detenía en los detalles. Lo que fuera que fuera era parapelos. El luchador era feísimo y me haría algo todavía peor. Ah, pero yo tenía a mi mamá. Le pedía a mi madre que se sentara en el inodoro para hacerme compañía mientras me duchaba, y ella allí se sentaba con toda la paciencia. Hablábamos, no recuerdo de qué.

Como mi mamá se tenía que quedar ahí sentada todo el rato, me sentía culpable de hacerla perder el tiempo. Me duchaba rápido. Comencé incluso a contar los segundos. Alcancé cifras récord. No he de haber sido una niña muy limpia. Mi pelo, creo que era mi pelo el que más sufría. Porque encima del miedo estaba el asunto del desperdicio. A mí me habían enseñado que estábamos produciendo mucha basura en este mundo y desperdiciando mucha agua que un día se nos iba a acabar, así que yo usaba bien poquito shampú y poquita agua. Lo hacía todo rapidito. No había que gastar demás, no había que hacer a mi mamá esperar mucho tiempo, y sobre todo había que ser más rápida que el luchador ese que no le fuera a dar tiempo a llegar y…

Si el miedo al luchador era improbable, me guardaba bajo la manga otro miedo mucho más sustancial. Era posible, siempre existía la posibilidad, de que mientras me duchaba, y justo en ese breve lapso en el que yo desaparecía detrás de la cortina de la regadera, sucediera un golpe de estado. Un golpe militar. Yo no sabía lo que era un golpe de estado. Pero le decían también un golpe militar, así que yo me imaginaba que todo se llenaba de militares. Todo. Incluso el baño de nuestro apartamento, en el piso once de una torre de diecisiete pisos, en el pueblo de Trujillo Alto. Lo peor de todo lo horrible que sonaba la idea de todos esos militares por ahí era que me iban a sacar de la ducha desnuda. Con mucha suerte tendría tiempo para agarrar la toalla. Todos mis vecinos me verían así. Yo sabía, yo sabía que podía tener esa mala suerte, que siempre quedaba, al final del día, la posibilidad suelta de que el país fuera tomado por los militares, justo mientras yo me bañaba. Yo sabía ya que la historia tiene un sentido muy oscuro del humor. Y que bañarse todos los días no era tan buena idea.

No sé por qué el hecho de que mi mamá se sentara en el inodoro desvanecía todas las posibilidades funestas. Quizás pensaba que el luchador ni se atrevería a asomarse por nuestro baño porque mi mamá era una mujer temible. Bella. Y temible. Mi mamá tenía el gran poder de paralizar con la mirada. Bastaba con que abriera grandes sus ojos azulísimos: todo quedaba suspendido y azul. Seguro que no había luchador que pudiera contra eso. O quizás pensaba que los militares sacarían también a mi madre de mi casa, pero que mi madre, seguro, seguro, encontraría el tiempo para agarrar la toalla y envolverme en ella y evitaría que todos nuestros vecinos me viesen desnuda. Manipular el tiempo para que yo estuviera a salvo era otro de sus súper poderes. Y si llegara la noche y estuviéramos todavía fuera de nuestra casa, en el estacionamiento del edificio, por ejemplo, rodeadas por soldados con rifles, y si llegara a hacer un poco de frío, mi mamá se aseguraría de que yo tuviese al menos esa toalla. Sentada en el inodoro mientras yo me duchaba, mi mamá me hacía esa promesa silenciosa. La repitió una y otra vez sin preguntarme nada.

Cristina Pérez dirige Puerto Rican Review. Estudiante de literatura clásica.

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