Cincuenta años en la lucha en tres oficios

JUAN MARI BRAS

Juan Mari Brás, Especial para En Rojo

Los idus de marzo me traen a la memoria sentimientos conflictivos. Un 24 de marzo fue asesinado mi hijo mayor. Pero un 25 de marzo nació mi otro hijo. La vida sobrevivirá a la muerte por los siglos de los siglos.

Aquí, solo, en un cuarto de hotel de Nueva York, a donde me han traído, como tantas otras veces en el pasado, mis afanes políticos, recuerdo que por estos días se han cumplido cincuenta años de actividad independentista continua en mi vida. No ha habido un solo día de esos cincuenta años en que la causa de la independencia patria no haya estado al frente de mi agenda y al tope de todas mis esperanzas y aspiraciones. En un sentido casi literal, ella ha sido la razón de ser de mi existencia.

Al menos empezó a serlo desde aquel día de marzo de 1943, en que a un grupo de condiscípulos míos en la Escuela Superior de Mayagüez, reunidos en la sala de mi casa, se les ocurrió elegirme presidente del Capítulo de Agregados Pro Independencia (CAP) que allí fundamos en esa ocasión. Recuerdo muy bien que cuando mis amigos salieron de casa esa tarde, me paré en el balcón a reflexionar sobre la responsabilidad que había asumido. Me pareció un reto muy por encima de mis capacidades. Yo era un muchacho de 15 años, sumamente tímido. En la escuela siempre me alejaba de toda situación que atrajera la atención hacia mi persona. En el fondo, le tenía mucho miedo a hacer el ridículo frente a los demás alumnos, porque estaba muy inseguro de mí mismo.

Ésa fue la primera deficiencia que me propuse superar. Así, pude unos días más tarde pronunciar el primer discurso de unos cuantos millares que he tenido que hacer a lo largo de mi vida. Cuando Don Rafael Cancel Rodríguez me llamó a la tribuna del Partido Nacionalista el 21 de marzo de 1943, en la Plaza de Colón, yo pensé que no podría llegar caminando unos pasos desde donde estaba hasta el micrófono porque las rodillas me temblaban. Pero me sobrepuse y llegué.  Le pedí a Dios que me diera fuerza. No sé cómo fue aquello. Lo cierto es que subí al atril con  mucha agilidad, enfrenté el micrófono como si fuera un experto y comencé a hilvanar unas ideas en forma muy contundente. La sustancia de lo que dije la había aprendido de mi padre y sus compañeros de ideales patrios, incluyendo al propio Don Rafa. Pero la forma, el estilo, no lo copie de nadie. Lo inventé yo mismo, allí y entonces; y desde ese momento lo he seguido elaborando sobre la misma línea. Unas veces con mayor fluidez y elocuencia que otras, pero siempre —sin falsas modestias— a satisfacción plena de los que me escuchan. Por ahí se fue trocando aquella inseguridad en una confianza total en que cuando hablo es para decir cosas importantes, y que las digo con propiedad y aplomo. Por eso, nunca he hecho caso, al modismo de los últimos años de que se cambie el discurso independentista. Que lo cambien aquéllos que dejaron que el suyo se anquilosara. Yo estoy convencido de que el mío lo he ido variando día por día, en forma casi imperceptible, para acoplarlo sobre la marcha a las circunstancias cambiantes. 

De modo, pues, el primer oficio que tuve de aprender para cumplir obligaciones como dirigente fue el de orador. En descargo del mismo he recorrido repetidamente los 78 municipios de Puerto Rico y decenas de ciudades en Estados Unidos donde residen cantidades considerables de boricuas; he hablado sobre la independencia de Puerto Rico en variados lugares de los cinco continentes de la Tierra; he experimentado y cultivado todas las variantes del mensaje hablado: desde el discurso y la conferencia hasta la cátedra, la locura radial, la polémica y el intercambio de preguntas y respuestas como panelista dominguero en programas de radio y televisión. También he incursionado en la elaboración de cuñas y cortos para mitines de soledad —como les llamábamos en los remotos tiempos de la fundación del PIP— y para los micromítines y caravanas del PSP en los años setenta y ochenta. Lo cierto es que en una u otra forma, he hablado hasta por los codos sobre todos los aspectos y ramificaciones del argumento independentista. Como cuestión de realidad, mis dos libros principales son colecciones de discursos en las Naciones Unidas —el primero— y de conferencias dictadas en el Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, con motivo del bicentenario del nacimiento de Bolívar en el año 1983, el segundo.

El segundo oficio al que me ha empujado mi obligación patriótica es el periodismo. En términos de mi vocación, es el primero porque no hay quehacer que a mi me brinde mayor satisfacción que el de periodista.

Empecé a trabajar en el periodismo bastante temprano en mi vida. Fue cuando fundé, junto a un grupo de compañeros de la CAPI, el radioperiódico “Gritos de la Patria”, que se transmitía por WPRA de Mayagüez de lunes a viernes, de 10 a 10:15 de la noche diariamente, allá para los años 1943 y 44. Pagábamos a la estación $5.00 por cada programa, para un total de $25.00 a la semana. Este dinero nos lo proveían varios anunciantes (cinco en total) a razón de $5.00 semanales cada uno: Don Fano Vida, dueño de la tienda La Gloria; Pepín González, propietario del Ron Superior de Puerto Rico; el almacén R. Cancel y Compañía, propiedad de Don Rafael Cancel Rodríguez y don Pepito Cruzado; la Mueblería Plaza, propiedad de Don José Dolores Plaza y Don Emilio Soler López y el Garaje Cabassa, de Don Regino Cabassa Túa, ilustre patriota e historiador autodidacta de Mayagüez.

Como eran tiempos de guerra, el gobierno de Estados Unidos impuso la censura previa a toda transmisión radial. Había que escribir todo lo que se iba a transmitir con antelación a cada programa. El censor nuestro era Patricio R. Fremaint, conocido por “Spinball”, quien era locutora de los juegos de pelota y que se  hizo famoso por haber colocado el primer “coño” por la radio puertorriqueña cuando un bateador de los indios de Mayagüez se ponchó, con tres hombres en bases y dos “outs”. Él era el empleado de confianza de Don Andrés Cámara en  WPRA. Era un buen hombre, sin muchas luces y con bastante miedo a ofender a los yanquis. Por eso nos quería censurar prácticamente todo el programa. Eso me obligó a pedirle a Don Andrés una instancia apelativa a quien recurrir cuando Spinball y nosotros.

La necesidad de someter el programa por escrito a las cuatro de la tarde me obligó a adquirir varias costumbres, buenas y malas. Tuve que empezar a cortar clases en la escuela para irme a la oficina de CAPI a escribir el programa. Eso me costó no ser el primer honor en mi clase, sino el segundo. Pero también por la vía del programa aprendí a escribir directamente de la mente a la maquinilla, que es una de las destrezas básicas que se requerían para ejercer el periodismo en los años cuarenta. Dicho sea de paso, cuando me fui para la Universidad de Río Piedras, en 1944, el programa radial que había fundado en Mayagüez lo continuaron Rafaelito Cancel Miranda, Irving Flores y Reynaldo Trilla, todos ellos consagrados posteriormente como héroes del nacionalismo.

En mis años en la UPR trabajé en varios periódicos, escritos y radiales. Mi primer trabajo estable y a sueldo fue en el semanario La Torre, que dirigía Pirulo Hernández, un gran periodista que fue mi maestro en el oficio. Bajo su dirección, trabajé como redactor y pude internalizar para siempre los matices diferenciales que deben cumplirse al elaborar una noticia, o una crónica, un reportaje o un artículo de opinión. Más tarde, Pirulo me nombró jefe de redacción del semanario y pude disfrutar de las primeras amanecidas, de martes a miércoles, en los talleres del viejo edificio de El Imparcial, detrás del Teatro Tapia, donde imprimíamos el periódico. Así fue que quedé todo impregnado del sabor y el olor a tinta de rotativa, que para entonces era el signo emblemático del oficio.

Cuando desapareció La Torre, por decreto imperial del rector Jaime Benítez, colaboré en el periódico El Universitario fundado por Noel Colón Martínez. Más luego, junto a José Gil de Lamadrid, Julio César López y José Orlando Grau, entre otros, publicamos Vanguardia, otro semanario, de corta duración. Recuerdo, como nota anecdótica curiosa, que el día que regresó al país Don Pedro Albizu Campos, 15 de diciembre de 1947, mientras yo asistía devotamente al Te Deum en la catedral, se arrodilló a mi lado con gran sigilo el dueño de la imprenta donde imprimíamos el periódico para indicarme a soto voce que no podían sacar la próxima edición de Vanguardia si no le liquidábamos la cuenta atrasada. Le trasmití el mensaje a Efraín Archilla Roig, quien era el administrador de nuestra modesta empresa. Como ese mismo día nos expulsaron de la Universidad a Pepe Gil y a mí, el periódico no volvió a salir más.

Durante el año 1948, compartí mi tiempo entre la huelga universitaria, la campaña del PIP y múltiples trabajos temporeros, incluyendo un radioperiódico en Mayagüez que, bajo el nombre La Nación, trasmitíamos diariamente por la estación WECW, ahora WTIL. En ese radioperiódico se estrenó como locutor Aníbal González Irizarry, quien naturalmente en sus resumés nunca ha incluido ese primer trabajo, con toda probabilidad para evitar el calentón que representa haber laborado bajo la dirección mía y —como si fuera poco— también de Pelegrín García, quien fungía como sub-director del programa. Cuando tanto Pelegrín como yo nos fuimos a estudiar al extranjero, en 1949 González Irizarry se hizo cargo del programa y enseguida le cambió el nombre de La Nación a La Razón. Todavía subsiste, con ese nombre, en otra estación mayagüezana y creo que es el radioperiódico más antiguo de Puerto Rico, que mantiene el formato de los que así se les llamaba en los primeros tiempos de la radio puertorriqueña.

Durante ese año 48, colaboré con El Imparcial y con la revista Puerto Rico Ilustrado que dirigía Juan Luis Márquez. A principios del año, coproducíamos un radioperiódico diario entre Juan Ortiz Jiménez y yo, el cual se titulaba La Mañana por la estación WIBS de Santurce. Y a finales del año, tras las elecciones de noviembre y hasta que terminó el 1948, me hice cargo del radioperiódico El PIP, por WNEL de San Juan, ocasión que me permitió vivir durante dos meses en el viejo San Juan, un lugar del que quedé enamorado para siempre.

Mi último artículo periodístico del año, antes de irme para Estados Unidos a estudiar y trabajar, se publicó en El Imparcial en diciembre de 1948. Se titula La Farsa de la Constitución: el coloniaje por consentimiento. Fue una de las primeras denuncias que se hicieron al proyecto del triunfante Partido Popular de buscar una reforma colonial más a base de que se nos permitiera redactar nuestra propia constitución, pero limitada a lo que el Congreso autorizara por ley imperial, como en efecto ocurrió. Tales fueron mis primeros pasos en el largo peregrinaje del oficio periodístico al que he dedicado tantas horas de trabajo, desvelos y amaneceres a lo largo de este medio siglo de afanes y esperanzas. 

El tercer oficio de mi larga vida, que es el de abogacía, ha sido quizás el más accidentado. Sin embargo, es una especie de seguro de vida al que he acudido siempre cuando he estado al borde de la extrema pobreza, precisamente por dedicarme demasiado a los otros dos oficios.

Hacerme abogado no fue nada fácil. Inicié los estudios de Derecho en tres universidades distintas: en la de Miami (1949), la de George Wáshington, en Wáshington, D.C., en el mismo año de 1949 y The American University, también en el Distrito de Columbia, en 1951. De las primeras dos nos botaron por persecución política como secuela de la que nos había montado el rector Jaime Benítez, de la UPR, en combinación con el FBI. De la tercera me gradué en junio de 1954.

Haciendo una larga historia muy corta, recordemos que a la llegada de Don Pedro Albizu Campos a Puerto Rico, el 15 de diciembre de 1947, los estudiantes universitarios izamos la bandera puertorriqueña —para entonces prácticamente proscrita— en la torre de la UPR, en saludo al maestro. Ese mismo día, Jaime Benítez decretó la expulsión de cinco de nosotros. Jorge Luis Landing y yo decidimos aventurarnos al exilio en enero de 1949 para intentar iniciar estudios de Leyes. Nos matriculamos en la Escuela de Leyes de la Universidad de Miami, en Coral Gables. En ese mismo tiempo esa escuela admitía con la acreditación de tres años de prelegal. Como nosotros llevábamos copias de nuestro récord en la Facultad de Ciencias Sociales de la UPR, donde habíamos cursado tres años completos antes de nuestra expulsión, no tuvimos dificultad en ser admitidos inmediatamente. Comenzamos las clases, pero a la semana de estar asistiendo a éstas se nos llamó al decanato para indicarnos que tenían información de que nosotros habíamos sido expulsados de la Universidad de Puerto Rico, lo cuál admitimos inmediatamente, y por tanto se nos suspendió sumariamente. Un estudiante puertorriqueño —de cuyo nombre prefiero no acordarme— fue el que nos delató ante el decanato de la escuela en Miami.

Esa misma noche, mientras caminábamos Landing y yo por el Boulevard Vizcaíno de Miami, nos alcanzó a ver un boricua de pura cepa, el Reverendo Sergio Alfaro, que en paz descanse, quien al enterarse de nuestro nuevo infortunio se aprestó a auxiliarnos. Con su endoso, al día siguiente fuimos admitidos al Florida Southern College, una institución educativa de la Iglesia Metodista en el centro de la Florida. Esa institución la presidía Doctor Spivy, un liberal norteamericano que era amigo personal del entonces presidente Juan José Arévalo, de Guatemala, quien a la sazón era el dirigente más de izquierda que había en la América Latina. Spivy no sólo nos admitió como estudiantes a ambos —sabiendo que éramos expulsos de la Universidad de Puerto Rico por razones políticas— sino que nos dio trabajo a tiempo parcial para ayudarnos a financiar los estudios. Ya en agosto obtuvimos el bachillerato en Artes. Con ese diploma, pudimos comenzar nuevamente los estudios de Leyes en la Universidad de George Wáshington, en la capital norteamericana, en septiembre del mismo año 1949.

Con aquella experiencia pude aprender que por cada chota que nos hace daño para congraciarse con los poderosos, siempre habrá alguien que nos extienda su mano solidaria para deshacer el entuerto que aquél nos haya infligido.

En la escuela de Leyes de la Universidad George Wáshington, que es la institución universitaria ubicada en el centro de la ciudad capital, a pocas cuadras de la Casa Blanca, llegamos a cursar la mitad de la carrera. En el verano de 1950 tuvimos que regresar a Puerto Rico para cumplir la sentencia de cárcel que nos había impuesto el Tribunal de Río Piedras por el supuesto tumulto dirigido por nosotros el 14 de abril de 1948, al comienzo de lo que se conoce en la historia como la Huelga Universitaria del ’48. Habiéndose apelado la sentencia, nuestros abogados, dirigidos por los doctores Gilberto Concepción de Gracia y Santos P. Amadeo, llevaron el caso ante el Tribunal Supremo. Este foro confirmó al juez sentenciador. Tanto Jorge Luis Landing como yo vinimos desde Wáshington a cumplir la sentencia al igual que lo hicieron Pelegrín García, desde la Habana y José Gil de la Madrid, desde Caracas.

A la cárcel de La Princesa, donde estábamos reclusos nos fue a visitar Don Pedro Albizu Campos. El alcalde, señor Bravo, cedió su oficina para que el maestro se reuniera con nosotros. Albizu nos hizo varias anécdotas de su estadía en esa prisión en 1936 y como colofón a éstas, nos indicó con una gran sonrisa que con toda probabilidad tendría que añadir muchas otras a su colección de anécdotas carcelarias, porque presentía que aún le quedaban unas cuantas temporadas adicionales en “esta misma cárcel.” Así se fue.

Regresamos a Wáshington en septiembre de 1950 a proseguir nuestros estudios de Derecho y apenas había pasado un mes cuando ocurrió el ataque a la Casa Blair por parte de un comando Nacionalista Puertorriqueño integrado por Griselio Torresola y Oscar Collao. El intercambio de tiros ocurrió en la Avenida de Pnnsylvania, frente a la puerta del frente de la Casa Blair, donde habitaban a la sazón el presidente Harry Truman y su familia. Nosotros vivíamos en un apartamento aledaño a la Escuela de Leyes, a sólo cinco o seis cuadras de ese lugar. El FBI no tardó más de dos horas en llegar a arrestarnos a Landing y a mí. Nos llevaron a las oficinas principales de esa agencia y allí nos sometieron a intensos interrogatorios por separado. A Landing lo llevaron a un cuarto y a mí a otro. Obviamente buscaban detectar contradicciones en las contestaciones que diéramos ambos, ya que sospechaban que los dos éramos cómplices de aquel acto. Cuando se convencieron tras largas horas de acoso inquisitorial, que nosotros no teníamos relación alguna con los hechos ocurridos, más allá de la común aspiración de independencia para nuestra patria, nos llevaron a nuestro apartamento, donde nos habían arrestado. Pero se olvidaron de nosotros.

En enero de 1951, cuando hacíamos fila para matricularnos enel cuarto semestre de la carrera, nos informó una funcionaria de la escuela que tenía órdenes de no matricularnos y nos indicó que debíamos reportarnos a la oficina del decano. Allí se nos dijo que habíamos sido suspendidos, por razón de que no aparecieron los exámenes finales de nosotros dos en las clases de Evidencia y de Procedimiento Civil. Eso conllevaba la nota de F en ambas clases, y el reglamento de la escuela disponía que cualquier estudiante que tuviera dos efes en dos clases quedaría expulsado de la escuela. Le argumentamos con gran vehemencia que nosotros sí habíamos tomado esos exámenes y llevamos como testigos nuestros a Jorge Morales Yordán, que en paz descanse, que era el tercer puertorriqueño de nuestra clase; así como Harry Martin, un norteamericano que antes había estudiado en la Universidad de Puerto Rico y desde entonces nos conocíamos. En George Wáshington University junto a nosotros tres, había estudiado par esos exámenes y habíamos discutido los mismos al salir de éstos. De nada valieron nuestras alegaciones y la prueba que las sustentaban. Aquello fue todo una farsa, que nos demostró la profunda hipocresía en que se fundamentaba aquella institución de enseñanza del Derecho. Sabíamos desde entonces que aquellas expulsiones fueron gestionadas por el FBI, que seguía considerándonos “riesgos de seguridad” y parece que no encontraron una forma un poco menos indecorosa de salir de nosotros. Nuestra sospecha sobre el origen de esta patraña quedó confirmada muchos años después, cuando recibí mi expediente del FBI respondiendo a una solicitud que hice bajo la Ley de Libertad de Información de Estados Unidos, aprobada en los años setenta.

Durante todo el año 1951, cursé estudios hacia el doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad Americana de Wáshington, D.C. Con la recomendación de dicha institución de enseñanza posgraduada (Escuela de Ciencias Sociales y Asuntos Públicos), comencé a trabajar como asistente de investigación en la Brookings Institution. Ésta era para entonces una entidad liberal, en la cual se habían refugiado muchos ex-funcionarios del gobierno federal en Wáshington, perseguidos en las primeras etapas del Macarthismo. Mis compañeros de trabajo, pues, fueron gente de izquierda —dentro de los parámetros del espectro político norteamericano. De modo que pude participar, en los tres años en que trabajé para ese instituto, en variadas campañas, tertulias y animadas discusiones sobre el mundo y sus problemas. De aquella experiencia gané la convicción de que entre el pueblo de Estados Unidos  tenemos muy buenos aliados para nuestro reclamo de independencia en Puerto Rico y los de justicia social para toda la humanidad.

Mientras trabajaba en Brookings Institution, recomencé por tercera vez —la carrera de Derecho, en esta ocasión como estudiante nocturno en The Wáshington College of Law de la American University. En esa época esta escuela estaba ubicada frente por frente, en Calle 21, a la George Wáshington University de donde había sido expulsado. Jorge Luis Landing, quien se había ido a trabajar a Nueva York tras la expulsión de GWU, también regresó a Wáshington para reiniciar los estudios en A.U. Pero él estudiaba a tiempo completo, de día, sufragando sus estudios con ahorros que había hecho durante su estadía en Nueva York. Yo, que nunca he tenido un espíritu ahorrativo porque al decir de un pariente “tenía bolsillo de pobre pero gustos de rico”, opté por seguir en mi trabajo y estudiar de noche, lo cuál hizo que terminara en junio de 1954, mientras que Landing terminó en diciembre del 1953.

Me tocó, por tanto, estar en Wáshington cuando la gesta nacionalista de Lolita Lebrón, Rafael Cancel Miranda, Irvin Flores y Andrés Figueroa Cordero, efectuada en el hemiciclo de la Cámara de Representantes del Congreso el día primero de marzo de 1954. Yo me encontraba inocentemente estudiando en la biblioteca del Congreso, a eso de las tres de la tarde, cuando una compatriota y amiga, que a la sazón era funcionaria en esa biblioteca, la Licenciada Genoveva Rodríguez de Carrera, me dio la noticia de que habían vitoreado la Cámara, a pocos pasos de donde estábamos nosotros, y que se rumoraba que era un grupo de nacionalistas puertorriqueños. No pasó mucho tiempo, cuando me proponía tomar el tranvía hacia mi casa, en que dos agentes del FBI me metieron dentro de un vehículo como si fuera un balón, y me volvieron a interrogar extensamente sobre su sospecha de que yo estaba involucrado en el acto realizado por estos compatriotas. Esta vez, la sospecha se acrecentó cuando, al darme los nombres de las personas ya arrestadas, les dije que tanto Rafael Cancel Miranda como Irvin Flores eran amigos y compañeros de lucha míos en la juventud mayagüezana. Desde ese día, volvieron a mantener una vigilancia continua sobre mi persona. Cuando en mayo se ventiló la primera vista del caso, llegaron a nuestra cas Don Rafael Cancel Rodríguez, su esposa y la esposa de Rafaelito, Titin, y de allí nos dirigimos a la corte, donde yo les serví de intérprete ante la gran cantidad de fuerzas policíacas y periodistas que nos asediaban a la entrada nuestra a la sala de sesiones, luego de los consabidos registros. A los acusados sólo pudimos saludarlos desde lejos.

Al terminar la vista, se llevaron a los acusados y yo acompañé a la familia de Rafaelito hasta la estación del tren, donde tomaron uno que lo llevó a Nueva York. Me monté en el tranvía urbano frente a la estación y allí me encontré a los mismos dos agentes del FBI que me habían interrogado el primero de marzo y que me habían seguido los pasos desde entonces. Ya yo estaba tomando los exámenes finales del último semestre y tenía previsto graduarme en junio. Tenía una  esposa, Paquita Pesquera, y unos hijos: Chagui, que en paz descanse, de dos años de edad, y Rosi, de cuatro meses. Tenía por tanto, el propósito de regresar a Puerto Rico para tomar la reválida y empezar a trabajar como abogado de inmediato en mi ciudad natal, de Mayagüez.

Le hablé con mucha franqueza a los dos agentes. Les dije que a ellos les constaba, mejor que a nadie, que yo no estaba involucrado en ninguna actividad conspirativa contra el gobierno de Estados Unidos. Les advertí que si esta vez, volvían a tomar represalias contra mí; como lo hicieron en la Universidad de Miami y en la de George Wáshington, para impedir que me graduara de abogado, podían estar seguros que el resultado neto sería una enorme radicalización de mi perspectiva y, por tanto, de mis acciones patrióticas futuras. Me contestaron con la afirmación categórica de que no intervendrían con la American University para hacerme daño, siempre que yo mantuviera mi decisión de irme de Wáshington tan pronto me graduara. Les indiqué que ésa era mi firme decisión, que les avisaría el número de vuelo, fecha y hora de nuestra salida de ésa ciudad, y les advertía que una vez yo regresara a Puerto Rico no los recibiría (a los agentes del FBI) para nada, ya que los consideraba unos intrusos en mi patria.

Así sucedió. Regresé a la casa de mis padres en el barrio Salud de Mayagüez con una esposa, dos  niños y diez dólares en el bolsillo, después de haber desmantelado nuestro apartamento y vendido los muebles y equipos para pagar los pasajes de regreso.

En agosto siguiente tomamos la reválida, que para entonces consistía de un examen escrito y otro oral. Luego del examen oral, el Secretario del Tribunal Supremo le entregaba a uno un papelito en el que decía si había aprobado o no dicha reválida. Tanto Landing como yo la aprobamos en esa primera oportunidad, pese a que tuvimos muy poco tiempo para estudiar las grandes lagunas que hay para quienes estudiamos Derecho en Estados Unidos, por virtud de la diferencia notable entre los dos sistemas de Derecho. Cuando Don Ignacio Rivera, Secretario del Tribunal Supremo, me entregó el papelito con una amplia sonrisa y un abrazo, sentí una honda satisfacción. Por encima de las arbitrariedades de Jaime Benítez, los guardias que me atropellaron durante la huelga universitaria, los jueces que me sentenciaron, el chota que nos delató en Miami, los FBI que nos persiguieron y acosaron en Wáshington a lo largo de seis años; por fin cumplía la promesa que había hecho a mi padre de que habría de ser abogado, pese a que no era ésta la carrera de mi vocación primaria.

El 23 de septiembre de 1954 juramos ante el Tribunal Supremo de Puerto Rico. Y como era aniversario del  Grito de Lares, el doctor Gilberto Concepción de Gracia, quien nos acompañó, quiso tomarnos un juramento adicional a los cuatro independentistas que acabamos  de entrar a la profesión legal de Puerto Rico. Juramos ante él que dedicaríamos nuestros mayores esfuerzos como abogados a la lucha por la independencia de Puerto Rico. Así lo aceptamos, sin reservas, José Aulet, Sergio Peña Clós, Jorge Luis Landing y yo.

Desde entonces hasta ahora han transcurrido más de cuarenta y seis años. En ese largo espacio de tiempo, he trabajado como abogado de Asistencia Legal, como asesor legislativo de la minoría independista y como abogado en práctica privada en Mayagüez, San Juan y Bayamón, en diferentes períodos. He sido abogado criminalista en muchas ocasiones y la mayor parte del tiempo mi práctica ha sido en lo civil, y particularmente en la representación de reclamantes en el campo laboral y en la defensa de los derechos civiles de las minorías. Nunca he llevado un caso de patrono contra obrero, ni de desahucio para lanzar a nadie de su casa.

La práctica del Derecho la he compartido en la dedicación de mi tiempo con el ejercicio del periodismo (he sido director de CLARIDAD en seis ocasiones) y con la múltiples tareas de la dirección del MPI (1959 al 71) y del Partido Socialista Puertorriqueño (1971 al 1982); así como de Causa Común Independentista de (1989 al presente) y del Congreso Nacional Hostosiano (1993 hasta hoy).

Mi mayor contribución al Derecho Puertorriqueño se ha dado como litigante, y no como abogado. Así, cuando impugnarnos la ley que prohibía la pega de pasquines por su aplicación discriminatoria, yo encabecé al grupo de militantes que fuimos encarcelados. Más tarde el Tribunal Supremo nos dio la razón y se sentó jurisprudencia que todavía está vigente. Lo mismo ocurrió con nuestro desafío a un reglamento electoral que prohibía hablar por altoparlantes el día de las elecciones. Nosotros lo desafíamos, fuimos encarcelados y posteriormente el Supremo declaró inconstitucional el referido reglamento. Senté también un precedente al ser encarcelado, convicto y desaforado en la Corte Federal, en 1979, y el Tribunal Supremo declaró “nada que resolver” cuando el juez Torruellas le indicó mi desaforo de la corte federal con intención de que se me desaforara aquí también. Sentamos jurisprudencia en varios casos importantes en el orden electoral en 1980. Uno fue en el que impugnamos la asignación de fondos gubernamentales para sufragar unas primarias internas del Partido Demócrata de Estados Unidos. En este caso, el juez presidnete del Supremo, José Trías Monge, expuso en su histórica opinión que la Convención Constituyente le reservó al pueblo de Puerto Rico la autoridad para redefinir el status político de Puerto Rico y que por tanto no pueden usarse fondos públicos para adelantar una alternativa de status (la anexión) sin que el pueblo haya escogido esa alternativa como su soberana decisión. También ganamos en el Supremo un caso en el que se declaró inconstitucional la disposición de la Ley Electoral que autorizaba la extensión del fondo electoral únicamente a los partidos principales y no a los partidos inscritos por petición. Nos tuvieron que asignar parte del fondo, a partir de la decisión del Supremo para la campaña de 1980.

Posteriormente a mi salida de la dirección del Partido Socialista, inicié la fase que llamé de “experimento jurídico” con la renuncia a la ciudadanía de Estados Unidos. Jurídicamente, ésta culminó con la decisión del Tribunal Supremo declaró mi derecho a votar en las elecciones de Puerto Rico, a pesar de haber renunciado a la ciudadanía de Estados Unidos. Políticamente, se abrió el debate público en Puerto Rico sobre si Puerto Rico es o no una nación. Ese debate produjo, de inmediato, el movimiento de la Nación en Marcha, bajo cuyo auspicio, encabezado por Don Ricardo Alegría, se llevó a cabo la manifestación de pueblo más grande que hasta ese momento se había efectuado en toda la historia de Puerto Rico, en afirmación de la nación que somos. Desde entonces hasta ahora, ha seguido cobrando fuerza la idea de que somos una nación. Y es sobre esa base que ahora se plantea el reclamo de  nuestros derechos nacionales en todos los ámbitos del poder.

Debo subrayar que estos experimentos jurídicos se pudieron realizar exitosamente gracias a la colaboración fundamental de distinguidos abogados(as) que ofrecieron sus servicios brillantes gratuitamente, como fueron el inolvidable compañero Enrique (Chino) González, la compañera Ludmila Rivera Burgos, y el compañero Juan Santiago Nieves.

Algún día, si el tiempo de la vida me alcanza, habré de dejar escrito todo el desarrollo de esta carrera abogadil, que he ido llevando desde los tribunales hasta la cátedra, a la grupa de mi principal motor de acción para toda la existencia, que es la causa de la independencia patria.

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