Compendios de Luto: Bitácora Amarilla

Por Alejandra Rosa/Especial para En Rojo

Agarras un ramillete como si con apretarlo lo suficiente sostuvieras alguna de las memorias que se le vulnerará al tiempo. En el rostro, una mueca suena a dolor. Algunos lutos se asumen desde matices de silencio turbio.

En una esquina quedará su butaca, y dos de sus rosarios colgarán de algún espaldar. Tantas quietudes despiden ausencia. La tarde que entraste a su sala y la encontraste en la mecedora, la noche en la que te mostró la fragilidad de sus manos, arropadas por el tiempo, la mañana en la que, meciéndose, escribió sobre un retazo de papel sus deseos fúnebres, ya no están. Ni estarán. No del mismo modo. No siempre. No y punto.

 

Se enluta el dolor. Recuerdas los mensajes de voz. Lamentas la llamada perdida; la ignorada más. Ella fue la primera que te habló sobre eso de caminar en línea recta, aunque temprano supieras que lo tuyo eran -irremediablemente- las curvas, los zig zags.

 

La extrañas contigo. Te extrañas con ella. Mecedora vacía. Nudo en la garganta. Foto nula. No sabes a dónde mirar.

La lágrima honesta cifra la ausencia. Confías en el sol.

O no. Buscas el fuego. Lo cruzas, de una. Con miedo, pero con ganas. No una sola vez, varias. La purga. Para que te sane – o para lo que sea.

Una mañana llegan dos reinitas a las flores amarillas del balcón, y las miras. Pausas. La luz a algunas siempre les conspira  a favor, capaz y porque saben a qué hora llegar. Contrarrestan la sonoridad de las ausencias porque saben todo sobre las trianas de la presencia. Lo piensas, y la extrañas. A ella, y a su fórmula para creer en el amarillo como en el aire.

Ya no esperas reinitas.

Las dueles.

Y sueltas el ramillete.

O no.

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