Componer los pedazos

A Juan Luis Ramos,

por una conversación pendiente.

Hay sobre todo tres formas en las que suceden los fragmentos: 1. Algo se rompe por la acción de alguien, a propósito o por accidente o descuido; 2. un material se vuelve a usar –un texto, digamos, se borra y se escribe otro en su lugar, pero el anterior permanece debajo, difícil de leer, o, puede ser, un papiro se usa para momificar a alguien, envolviendo un cuerpo en plasmas de discursos que así se rompen en definitiva; 3. el tiempo deshace un material o las cosas que pasan en el tiempo lo deshacen –las guerras, más que nada, los desastres naturales también.

Hay una tragedia griega sobre la fragmentación del primer tipo. En las Bacantes de Eurípides, Agave desmiembra a su hijo en pleno frenesí dionisiaco, lo toma por un león, carga su cabeza como un bello premio de cacería. El premio, ante nuestros ojos, no es bello. Es la prueba de una violencia insoportable, de una locura que no quisiéramos nunca tener cerca. Es horrible, la cabeza cercenada del pobre Penteo. No será bella para la madre cuando regrese a la cordura y vuelva a ser madre, pero en la locura es bello. La belleza de un fragmento es proporcional a la distancia que se tenga respecto de su realidad bruta, proporcional a la medida en la que esconde-–o nuestra mirada distante evita– la violencia de la que es producto.

Pensar los fragmentos envuelve una decisión gradual: ¿Dónde se traza el límite entre lo fragmentario y lo completo? ¿No es la realidad, a final de cuentas, siempre un cúmulo de pedazos? Pero la pregunta amenaza la posibilidad del saber, si todo objeto de estudio es siempre una construcción especulativa de fragmentos aislados. Pensar los fragmentos hace más evidente nuestra ansiedad por el todo. Que Safo, por ejemplo, nos haya llegado en un montón de pedacitos nos confronta con dos sentimientos dispares: el placer de leerla, la rabia de no poder tenerla toda.

Hay, por supuesto, libertad. Uno puede elegir no volver a pegar las partes, no pretender que no hubo golpes. Gozar lo que nos queda. O incluso, hablar del golpe mismo: entender la causa de la fragmentación, señalar los culpables. No dejar pasar el coraje que siempre provoca la historia. Quedarse uno mismo un poco atajado.

Buena parte del trabajo de la filología de la antigüedad clásica tiene que ver con la construcción póstuma del sentido de un montón de pedazos –de papiro, cerámica, bronce, mármol– a los que han quedado reducidas las viejas civilizaciones del mediterráneo. Nuestra mirada, protegida del fulgor del rayo que fragmenta, por la distancia de los siglos, ve belleza.

Y repito, Juan Luis, uno de los grandes problemas a la hora de lidiar con fragmentos es que a menudo lo fragmentado no tiene sentido. Las más de las veces el sentido se le otorga en retrospectiva. Esto es algo que comparten la filología y la vida. La dificultad de la tarea, sin embargo, no es comparable entre ambas.

El acercamiento más común a los fragmentos es tratar de ubicarlos en contexto. Un pedazo, digamos, de papiro con letras, no es más que un cúmulo azaroso, con suerte, de palabras. El azar ha determinado los cortes, ha editado el texto de manera, las más de las veces, cruel. El azar ha determinado qué letras nos llegan y cuáles quedan para siempre en la fisura inaccesible, el fondo oscuro del que somos un rápido y sutil relieve, que al final nos repliega. Lagunas ([….]), las llamamos, cuando son un cuerpo de vacío entre otras letras. Las lagunas, como el amor, a menudo crean un hueco justo en los lugares claves. Sumergen para sí un sentido del texto, nos dejan a flote una multiplicación sin fin de interrogantes. ¿A qué “todo” pertenece este cúmulo de letras? ¿Siendo parte de qué “todo” decían, estas letras, algo? ¿Y a qué otro “todo” pertenece, a su vez, ese “todo”? ¿Y ese “todo”, a qué “todo”…

El principio estricto de “todo” o nada no ofrece un modelo sostenible para leer lo fragmentado.

El Partenón, por ejemplo, ha sufrido fragmentaciones varias, sobre todo por guerras, fuegos, terremotos. Una arqueóloga de la antigüedad griega reconstruye las metopas de los frisos del Partenón. Para ello ha desarrollado una metodología: “la lógica de la línea.” Un pedazo de escultura en relieve, a decir verdad un simple pedazo de mármol sobresaliente respecto del fondo, suele no decir inmediatamente lo que es –un pie? un brazo? una cabeza? un pliegue del vestido, algo en un cuerpo animal? Pero sus contornos trazan las líneas– las líneas, en principio, se extienden al infinito –en las que está contenida la forma total de la escultura del pasado. Trazando líneas, siguiendo la lógica de las líneas sobrevivientes, la arqueóloga va descubriendo en su cuaderno de dibujo cómo se veía la escultura, ahora ausente, hace más de dos mil años. El fragmento de mármol permanece allí, en su aparente silencio carente de significado, mientras en la página la escultura reaparece, toda llena de sentidos. Es imposible saber cuán acertada es la reconstrucción, perdidas como están las figuras originales en el polvo. Sin embargo, los dibujos de la arqueóloga trazan contornos alrededor de lo que ya no está, recuperan para nosotros, al menos, el vacío y la luz.

Fuera del campo de la filología y de la arqueología, cuando se habla de fragmentos hay que confrontar las emociones que los acompañan: dolor, rabia, nostalgia, envidia, asombro, angustia, desconsuelo, resentimiento, desilusión, frustración, curiosidad, resignación, ternura. Las manifestaciones físicas de estas emociones son también las de siempre: llanto, risa, silencio, pánico, gritos, huída, inmovilidad, entumecimiento, descontrol en el habla, ganas de bailar, estreñimiento. Con estos instrumentos, a decir verdad rudimentarios, lidian los agentes históricos que viven la fragmentación. Con ellos se reconstruye una casa, se endereza un árbol, se pone de pie un signo de tránsito, se viste el propio cuerpo la mañana después, se habla con otros, se mira el nuevo paisaje.

Componer cuadros con estos sentimientos es también una manera de juntar los pedazos. Amalgamando nuestras pasiones con la geografía, porque en la vida no se puede mentir la continuidad. Una ventaja de la vida frente a la filología es, precisamente, la dificultad de ver belleza frente a la obviedad de la violencia sufrida. Negarse a ver la belleza de la violencia. Resistir la tentación estética e insistir en la patología de la fragmentación. Insistir, incluso, en el disgusto, en el asco. Componer desde la monstruosidad.

La pregunta más difícil de todas es quizás la que se haría Agave: ¿Qué hacer con los miembros sueltos del hijo que “Yo” descuartizó?

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