Con Lysol y baile: Anécdotas del coronavirus

 

Por Manuel de J. González/CLARIDAD

En situaciones ordinarias no son comunes las anécdotas porque la rutina las ahoga, pero cuando se desata una crisis lo tradicional desaparece. A la ropa, entonces, se le notan los remiendos y lo que antes resultaba normal, deja de serlo. Es en épocas difíciles que las insuficiencias se tornan letales.

En Estados Unidos, a pesar de sus enormes insuficiencias y los continuos resbalones, antes del coronavirus el presidente Donald Trump se mantenía a flote dentro de la “normalidad” que le dejó Barack Obama. Bajo este último la economía se recuperó con fuerza de la terrible crisis financiera de 2008, y con todo y la conducta errática del elegido en 2016, siguió creciendo. El empuje ganado durante los últimos dos años del Demócrata se había mantenido, y la nueva administración podía proclamar reclamar victoria de cara a un nuevo mandato. En la experiencia electoral estadounidense el comportamiento de la economía es, casi siempre, el factor decisivo. Aunque se sientan enormes insatisfacciones en otros renglones, si los índices de crecimiento se ven bien, es mejor no remenear el árbol.

Entonces apareció el coronavirus. Dentro de sus enormes limitaciones Trump intuyó lo que venía, pero su reacción instintiva agravó el problema. Temeroso de que el escenario de estabilidad económica se trastocara a solo 7 meses de las elecciones, insistió en minimizar el reto. Utilizando el enorme poder que el arreglo constitucional estadounidense le da a la figura del presidente, retrasó la adopción de medidas de protección.

Al efecto que tuvo ese retraso se unieron otros factores, entre los que destaca la gran apertura hacia el mundo de la economía estadounidense, cuyos capitales se reparten por el planeta y sus ciudadanos son el grupo turístico más activo. Así se juntó la tormenta perfecta. No es casualidad que la región más afectada de Estados Unidos sea el noreste, con epicentro en el estado y la ciudad de Nueva York. Es ahí donde ubica el centro financiero que, para operar, necesita de una comunicación constante con el resto del mundo. También es el área donde se concentra una gran parte de la población y donde la interacción urbana es la norma. Fuera del noreste, Estados Unidos es mayormente un país de pueblitos, donde la gente vive en casas individuales y utiliza el automóvil como medio de trasportación. En el noreste es otra cosa.

En estos momentos la economía estadounidense lleva más de un mes de virtual paralización y, aunque ya empieza a reabrir, tardará otros dos o tres meses en acercarse a la realidad anterior al coronavirus. Como todo ha ocurrido sin una planificación previa, adoptando medidas sobre la marcha, la recuperación será más lenta y los efectos más profundos. Cada estado actuó por su cuenta, sin contar con guías elementales del nivel central. La administración de Trump fue aceptando la realidad a regañadientes, siempre a la cola de las acciones de los estados. Y las pocas instituciones del nivel central que actuaron, lo hicieron con iniciativas particulares, sin coordinación. Este es el caso de la Reserva Federal, la única institución que pareció moverse con rapidez, pero que no encontró similar celeridad en otras agencias con impacto importante en la actividad económica, como el Departamento del Tesoro y el IRS.

Ya se habla de una caída de alrededor de 5% de la economía, como en los tiempos de la gran depresión. Hasta este momento Estados Unidos llevaba más de una década de crecimiento continuo. Ya eso se acabó. Los efectos sociales y políticos de esa realidad serán enormes. Como en 1929, millones de personas están desempleadas y las filas de la gente buscando comida han vuelto a aparecer. Ya no son fotos en blanco y negro, como las que en la década del ’30 nos mostraban las villas de miseria que crecieron por todo Estados Unidos. Aquellas villas terminaron siendo bautizadas como “Hooverville”, como una denuncia a las políticas del presidente Herbert Hoover.

Trump es torpe y obviamente no conoce la historia de su país, pero no carece totalmente de intuición. Puede prever las consecuencias que tendrá la pandemia y, como es incapaz de una respuesta sensata ante la realidad que se descompone frente a sus ojos, aumenta su comportamiento errático. Así les pasa a todos los autócratas cuando no pueden controlar la avalancha negativa que se le viene encima. Entonces, como decía al principio, aparecen las anécdotas que se quedarán en la memoria colectiva, como chistes de mal gusto, para siempre. Hasta ahora, la mejor de la cosecha es la del presidente preguntándole a un experto, si no sería bueno que la gente se inyectara algún desinfectante para atacar el virus.

Cuando la familia zarista sintió que las grietas de su reinado se agrandaban, recurrió a las recomendaciones “salvadoras” del monje Rasputín quien, por cierto, no era nada desquiciado como lo presentan. Trump no necesita reclutar “rasputines” para proyectar enajenación.  Él sólo produce las mejores anécdotas en tiempos del coronavirus.

Acá en la colonia, las anécdotas no son tan pintorescas como las de un presidente recomendando ingerir Lysol. Aunque la gobernante de ocasión, Wanda Vázquez, pueda sentirse tan acorralada por la realidad como se siente Trump, no proyecta tanta irracionalidad. Acá las anécdotas son menos locas, pero más infantiles. Antes tuvimos a un Secretario de Salud diciendo que el virus no llegaría porque no tenemos vuelos directos con China, y una epidemióloga afirmando que Italia está cerca de ese país asiático. Ahora se les une una gobernadora preparando conferencias con coreografía ensayada, como las graduandas de escuela superior, tirando besos y riéndose de sus chiquilladas. En esa estamos.

 

 

 

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