Con qué se hace el cine

Alexander Kluge recorre Beirut en guerra. No ha filmado todavía su versión de diez horas de El capital, de Marx, pero ya ha hecho suficientes cosas en la televisión pública alemana para merecer los destinos que nadie más quiere (la televisión alemana prefiere tener lejos a Kluge). Beirut es noticia de ayer entre los corresponsales de guerra. Kluge no sabe qué está buscando, hasta que encuentra, caminando entre las ruinas, el cineclub Eldorado. Funciona en un edificio derruido. Sus dueños han apartado los escombros y levantado una precaria tienda de lona sobre la losa de hormigón, donde han instalado el proyector. Si se corta la electricidad (cosa que sucede seguido), el proyector sigue funcionando a manivela. La pantalla es un patchwork de sábanas cosidas. La gente se sienta en sillas de plástico todas diferentes, rescatadas de bares bombardeados. No hay boletería. El matrimonio va silla por silla, el precio de la entrada es a criterio de los espectadores. Las funciones sólo son diurnas y empiezan cuando se ocupan más de diez sillas (hay una treintena en total pero algunos llegan con su propio asiento). El ruido de los bombardeos se mezcla con el sonido de la película. Kluge pregunta si no temen que les caiga una bomba. Mejor estar en las ruinas, le explican: los edificios derrumbados rara vez son atacados de nuevo. No hay mejor lugar en la ciudad para aquellos que no tienen los medios para irse de Beirut. El matrimonio que regentea el cineclub le dice a Kluge que no es fácil conseguir películas en una ciudad en guerra, así que a veces repiten varios días seguidos la programación. A la audiencia no le importa, son habitués, no preguntan qué película dan, van al cine como si fueran a misa.

Kluge vuelve a Alemania, conoce de casualidad a un viejo oficial del ejército que estuvo en el bunker de Hitler, le pone una cámara delante para entrevistarlo. El viejo oficial dice que fue destinado allí el mismo día en que se supo la muerte de Roosevelt (por la mañana) y el fracaso de la columna Steiner para frenar a los rusos en las afueras de Berlín (al mediodía). Los pasillos de la Cancillería estaban vacíos, todos estaban bajo tierra, en el bunker. Después de señalarle un catre para que dejara sus escasas pertenencias, al oficialito le dieron una entrada para la función de cine que habría esa tarde. ¿Cine? Sí, el propio Führer ha elegido el programa. El oficial va con su papelito en mano a la sala donde se proyectará la película. Es en la superficie, en uno de los enormes recintos de la Cancillería. El techo no existe. Los ventanales están rotos. Hay filas y filas de sillones traídos para la ocasión. En cada uno un número, confeccionado con la misma tipografía que la entrada, por la imprenta oficial del Reich. Un viento helado mueve las únicas luces de la sala, una ristra de lamparitas adosadas a cables clavados precariamente de las paredes. Los generales están con los abrigos puestos, las damas con sus tapados de piel. El proyeccionista espera una señal del comando antiaéreo. Cuando éste le anuncia que las condiciones climáticas han mejorado (con cielo despejado hay menos ataques aéreos), comienza la proyección. El Führer no se ha presentado. El viejo oficial le dice a Kluge que todavía recuerda la película, así como el canto de los pájaros que llegaba de los jardines y las miradas furtivas al cielo y a los relojes de parte de los asistentes a la función.

Kluge le pide que hable de la película pero el viejo oficial le pregunta en cambio si recuerda a Harry Liedtke, la gran estrella masculina de la UFA, el Hollywood alemán de los años ’30. Liedtke estaba en su villa de las afueras de Berlín en aquellos días de abril de 1945, cuando oyó gritos de la casa vecina, se vistió rápido, manoteó una Browning que tenía en un cajón y se aventuró al jardín vecino, donde se encontró a un puñado de soldados rusos que estaban violando a la dueña de casa. Alto o disparo, dijo Liedtke. Los rusos lo miraron morosamente y lo acribillaron a balazos. Cuando se acercaron al cadáver descubrieron que la Browning era un arma de utilería. Si Liedtke hubiera bajado las persianas de su casa, como tantos alemanes de aquellos días, habría sobrevivido, dice el viejo oficial. Pero en ninguna de las películas en que actuó había tenido un papel así: sólo sabía hacer lo que hizo. Lo que me gustaría saber, agrega, es si alguno de aquellos rusos lo reconoció, teniendo en cuenta que las películas de la UFA eran muy populares allá antes de la guerra.

Estaba por hablarme del film que vio en el Reichstag aquella tarde, le dice Kluge. Ah, sí, reacciona el viejo oficial. Era una vieja película muda, con Liedtke y Asta Nielsen, si mal no recuerdo. Una dama mantenida por un hombre mayor que se enamora de un joven trotamundos. El joven mata a su rival y va a prisión. Ella le escribe y lo espera. Pero los años pasan, se queda sin dinero y es una vieja en harapos cuando su amado sale por fin de la cárcel. El recién liberado busca con los ojos a la amada, se decepciona cuando sólo ve delante de los portones de la cárcel a esa vieja, escupe al piso y se aleja. La cámara muestra fugazmente la expresión de la mujer, pero prefiere hacer foco en su mano, que se alza para llamar la atención del amado y enseguida se contrae en un puño blando que aferra el paño del abrigo raído como si se estuviera estrujando el corazón. El viejo oficial no dice que así estaba toda la audiencia de aquella función. Está pensando en otra cosa: que el recién liberado no reconoció a su amada al salir de la cárcel tal como aquellos rusos no reconocieron a la estrella de la UFA en aquel viejo de 67 años que los amenazaba con una pistola de utilería.

Habrá puristas que digan que Liedtke no actuó en ninguna película con Asta Nielsen (que sí protagonizó aquel film mudo, titulado Desplome y estrenado en 1921) y que, si bien puede suponerse que fueron soldados rusos los responsables de la muerte de Liedtke, no hubo ni pistola de utilería ni intento de socorrer a una vecina: su cadáver fue descubierto con la crisma rota por una botella, en la cocina de su villa en las afueras de Berlín (no había otras señales de violencia, ni de saqueo, en la casa). Pero al viejo oficial esos detalles no le interesan. Y a Alexander Kluge tampoco. Marx dijo alguna vez que todo es a la vez subjetivo y objetivo en última instancia. Kluge ha intentado transmitir esa idea toda su vida: en su versión de diez horas de El capital, en sus diecisiete largometrajes, en sus treintipico documentales y más de tres mil horas de programas culturales para la televisión pública alemana. “Pero mi obra principal son mis libros”, dice él. En particular uno, llamado 120 historias del cine, en el que ofrece esta declaración de principios: “Para mí, el cine es inmortal, y más antiguo que el arte de filmar, y creo con firmeza que incluso cuando los proyectores hayan dejado de traquetear, habrá algo que funcione como cine. Porque lo que yo llamo cine es aquello que antes de producirse nadie se lo podría haber imaginado y después no admite repetición”.

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