Conejo y Cazador (episodio)

Aunque habiten guaridas y nidos, aunque salgan de cubiles y cuevas, las criaturas de este bosque no lo son, ni de sí ni de él. Las criaturas de este bosque duermen con un ojo abierto en las imposibles anémonas de agua dulce. Mudan la piel que nunca cubrió caparazón. Aparecen sin anuncio ni cómputo: una nutria cuelga de la hoja ancha de una palma, un perezoso se deja llevar por la corriente pedregosa de la quebrada. A veces, de hecho, la anguila vuela y el alce suda.

Conejo supo esto desde el principio. No lo entiende, pero lo sabe: lo anticipa ahí donde palpa su entorno, justo debajo del pelaje. Este bosque alberga lo que no cabe en él.
Pero hoy se entera de otra cosa, cosa lanzada en el aire mudo que la rodea, cosa que aterriza suave sobre su lomo gris. Y es que algunas de estas criaturas que solo conoce de lejos se están acercando hoy, una tras la otra, desde la mañana, y Ella no halla motivo alguno para ello. Se acercan de modos que no convienen para ninguna criatura, sea presa, depredador, o mero testigo de pequeñas debacles.
Hoy la miran.

Ha pasado tiempo, un tiempo de mesura múltiple y dudosa, desde que Ella empezó a andar de la mano de Cazador. Ha pasado tiempo desde que la orden y su cumplimiento se aunaron. En todo este tiempo Conejo podía desplazarse por el bosque sin preocupación, podía recorrer entre piedra y claros a sus anchas, royendo cáscara y bañada en sol con el verbo ocasional de Cazador como su único haber.

En este tiempo su carne mutó: el flanco elongado, un surco curvo de vientre en flor, la línea serpentina de cadera creciente. En este tiempo bebió de una sola fuente, en el cuarto de muros lisos. Y así lo han notado todas las otras criaturas de este bosque, y así la miran ahora, con suma curiosidad. Ella lo sabe, no lo entiende, y no le importa entender.
Esta curiosidad deviene en algún ansiar, como la muda de las pieles imposibles. Y por eso, naturalmente, la fauna se mueve.

Una mangosta fue la primera en acercarse con hambre obvia, y Ella sintió el reverbero obtuso y torpe de un deseo que apenas se lloraba caníbal. Y es que la mangosta, en su ansiar, la miraba de reojo, avergonzada de su propósito. No procedía devorar a su hermana silvestre, pero no podía evitar la petición: su mirada era más bien ruego. A los pocos momentos su portadora aceptó el límite de su condición, y se alejó sin más ni más.
Al rato se le acercó un mandril. Con ademán despreocupado ambuló hacia Conejo, consideró dos de sus opciones e ignoró la tercera, y decidió que la lascivia primate de una sola mirada bastaba para sostenerlo el resto del día.

Por la tarde Conejo sintió la presencia de otro animal, diminuto y suspicaz: una pulga que saltaba hacia el cuerpo ya palpitante –su cuerpo, el que latía en espera del llamado de su amado– y se alojaba certero en el centro de su pelaje. Esta pulga no franqueó cortesías. De plano la llamó, en voz tierna y aguda, pidiéndole entrada. Conejo se echó a reír. Sin entender cómo, pues nunca ha tenido el don del habla, le respondió. Quédate ahí si quieres, pulga. Quédate, y mira todo lo que quieras, pero entiende que no serás sino testigo de la orden ajena. Tu mirada, como la de cada criatura de este bosque, se clavará en la tela que nunca podrás rasgar, que nunca te cubrirá. Conejo sabe todo esto hoy, no lo entiende, y no le importa entender. Deseada, su deseo está en otra parte.

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