Coronacrónica #1 Hacer compra, un asunto serio

Por Ana Nadal Quirós/Especial para En Rojo

El sentido común -quiero pensar- puso en efecto la prohibición de excursiones familiares a Walmart y los viacrucis de góndola a Sams. Ahora el asunto es serio; lo que solía ser una faena o pasatiempo -para muchos mayores como mami- de lo más inofensivo, se ha convertido, de golpe y porrazo, en una actividad de alto riesgo. Entrar al supermercado es casi como cruzar un campo de minas; no sabes cuál será el producto que toques y te haga explotar. Pero hay que comer. Por eso, en estado de emergencia, lo ideal es que vaya una persona por familia a la vez. Si va a haber bajas, mejor que sean pocas.

La tensión se siente desde que apagas el carro. Tienes todo, la cartera, la lista, las bolsas de compra…, te bajaste y cerraste. A mitad de camino tienes que volver; se te olvidó el hand sanitizer. En tiempos de guerra, salir sin un arma es condenarte a muerte. ¿Quién sabe si el guineo que vas a escoger ya está coronado? No pasa nada, que para eso están los guantes. Pregúntale, si no, al señor que estornudó en los suyos y luego cogió un aguacate “para ver si está maduro”. Pero ¿por cuál góndola empiezas? Preferiblemente por la menos concurrida. Si coincides con varias personas -que es lo que seguro pasará- coge aire antes, intenta agarrar lo que buscas y atraviesa la góndola sin respirar, no vaya a ser que una tos imprudente te corone a ti también. Muy importante: el ojo te va a picar más que nunca.

Dentro del supermercado, todos somos sospechosos; la estrategia es intentar avanzar sin que se te note la paranoia. Si quieres evitar cruzarte con alguien, haz como que se te olvidó una cosa y da reversa; en situaciones como esta, la gente está muy vulnerable. El otro día, cuando fui a coger un paquete de apio, un muchacho que estaba en los tomates salió huyendo; cuando quise darme cuenta, ya estaba a dos góndolas de mí. Tuve que darme la vuelta para que no me viera riendo.

Lo hiciste brutal, cogiste la caja de cornflakeque está detrás de la tercera, las latas de habichuela de la fila de atrás e, incluso, el penúltimo paquete de papel de inodoro (¿algún influencerque pueda explicar esta nueva tendencia apocalíptica?). Ya tienes todo lo que buscabas y te sientes triunfadora…hasta que vas a pagar. Todas las cajas están llenas y la distancia física recomendada se cumple con la misma rigurosidad que el ex secretario de Salud informando sobre el virus. Por alguna razón vergonzosa te sentiste más segura poniéndote detrás de la señora de la canasta discreta, que del tipo con chancletas y talones curtidos que entre los nuggetsy los plátanos lleva un arsenal de cervezas para enfriar.

En lo que llega tu turno, aprovechas para novelerear. Y de repente, como un fogonazo divino, tienes una epifanía: las crayolas para el nene, el sacapuntas, un jabón de la cara y una cremita de cacao para las manchas, también te hacen falta. Menos mal que lo tenías a mano; una lástima que no vendan tinte para las canas.

El cajero -pobrecito, parece que lo enviaron al paredón-, te balbucea un “buenos días” que casi ni se escucha y tú respondes igual, supongo que por consideración; pero ¿cuál realmente es la ganancia si igual te tienes que resignar a que manosee los productos para poderlos cobrar? Varias veces has tenido que mirar hacia atrás; un carrito no para de chocarte las nalgas. Su dueña -que se subió la mascarilla para hablar mejor por el celular- no se ha dado cuenta que su comodidad -la de apoyar el pie en el carrito- va en detrimento de tu espacio vital. Pero nada, en estas circunstancias es preferible ese acoso involuntario que sentir en el cuello un aliento caliente.

¿Tarjeta o efectivo? Tarjeta. No tienes opción; sabes que hundirás tu dedo -qué más da que sea con guante o envuelto en un recibo viejo- en el maravilloso e invisible mundo de los microbios. Llegados a este punto, no hay marcha atrás. Los tuyos tienen que comer.

De vuelta a tu carro, te invade un pensamiento, “y, ahora ¿por dónde empiezo? ¿limpio las llaves o me quito los guantes primero?” Esa es la cuestión…

 

 

La autora (Puerto Rico, 1980) cursó un doctorado en literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Salamanca, España, donde residió por más de una década. Allí publicó sus primeros cuentos y nació su hijo Lucas. Durante esos años, incursionó en el periodismo en calidad de colaboradora y correctora en diversos medios como El Mundo y la Revista de la Asociación Española de Informadores Gráficos de Prensa y Televisión (ANIGP-TV).En el 2009 obtuvo el Premio Internacional de Microficción Dramatúrgica Garzón Céspedes (Cuba/ España) por el monólogo “El zapato”. Tiempo después, mientras escribía su tesis, criaba a su hijo y trabajaba corrigiendo otras tesis de estudiantes chinas e italianas, vio la luz su estudio sobre la poesía mística del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, Ernesto Cardenal: la expresión poética de la experiencia mística (Anamá, 2014). Actualmente se desempeña como profesora del Departamento de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico en Ponce, a donde volvió, sin querer, el año que la isla fue azotada por María.

 

 

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