Coronacrónica #2 El trampolín y la lección  

Por Ana Nadal

 

Cuando vi esa caja grandota en el balcón, me sentí como el día de Reyes. Qué bueno, así el nene no se aburre tanto, bendito… mire que en este encierro hay que buscarle distracciones y el ejercicio físico es bien importante, me dijo mami que le dijo el cartero. Claro que sí. Solo que el (mini) trampolín me llegó a mí.

La salud -buena o corrupta- está más de moda que nunca. Mi trayectoria en esos términos está un poco como las gráficas, esperando a que baje la curva. Los últimos dos años, las tiroides se convirtieron en las secuaces de mi gordura y cuando voy a la doctora, ellas siempre tienen la culpa. No yo, tampoco el paquete de oreosque me como en tres días, ni el pastelón de amarillos, ni las maltitas bien frías. Algo tenía que hacer. Por algún lado -de internet- leí que saltar es un ejercicio completo, que estimula el sistema linfático y que los astronautas lo hacen también. Pues, si lo hacen los astronautas, tiene que ser bueno (o, por lo menos, bastante más divertido que ir a un gimnasio o correr).

Lo cierto es que buscar el momento para brincar es también un proyecto, sobre todo cuando tu casa se ha convertido en oficina y en el salón de clases de tu hijo a la vez. Ahora el karmaestá de fiesta. Todos aquellos padres y madres que juraron ser mejores maestros que los maestros, se están jalando los pelos. Si logras mantener sentado a tu hijo quince minutos seguidos, no habrá sido tanto porque eres una maestra nata como por esa aptitud para negociar que adquiriste a son de cantazos. Mami, porfa, un ratito más y te prometo que después lo hago; me siento a estudiar si me das la merienda (querrá decir la quinta merienda); mami, después de jugar un parchís con la abuela (solo cuando le conviene, adora los juegos “de  viejos”); ¿pero para qué tengo que estudiar si todos vamos a pasar de grado? Y ahí es que entra en el tablero el factor miedo, el amigo inseparable de tu habilidad para coaccionar: ¿tú quieres que venga un loco y te diga que te vas a curar si te inyectas cloro? Pues para eso tienes que estudiar, para que sepas que, si alguien te dice que los detergentes curan, te está metiendo las cabras. Pero mami, ¿por qué a esos doctores de la tele los están regañando si ellos son los que saben? ¿por qué las “medicinas” que compraron son tan caras? ¿por qué la gobernadora no se tapa la nariz? ¿por qué está hablando con una muñeca…? ¿Y quién dijo que educar es un mamey? Pues ahora -como recomendó impávida la psicóloga aquella- asuman y tengan paciencia.

Ese día nos tocaban los diptongos. Desde que la escuela del nene se mudó a casa, de la única forma que logro que estudie, es sentándome y empollando con él. Entre que se lo dije -por decir algo- y lo hizo, terminé de desinfectar una compra, preparar una clase, lavar una tanda de ropa, asistir a una reunión virtual, bañarme y comer. Como todas las noches, convencer a mi hijo para que se meta a la ducha es casi tan difícil como creer que Wanda y las pruebas no tienen nada que ver. Cualquier cosa para retrasar lo inevitable. Esta vez fue una canción.

¿Qué estaré haciendo mal? Clamé al cielo mientras lo escuchaba “callaíta”. ¿Por qué tienes esa cara de huevo tibio, mami?, el muy pícaro se interrumpió.

Antes de caer en su provocación y soltarle un speechde madre culposa, se me ocurrió aprovechar la instancia y su inusitado -y perverso- sentido del humor para identificar con él -y sin excepción- todos los diptongos y hiatos de esa “lección”. Después hizo la asignación, se metió a la ducha sin chistar y se durmió. (Un saludo a Benito y a la mamá de Residente.)

¿Y qué pasó con el trampolín? Nada, al otro día cuando desperté, todavía seguía allí, mirándome desde una esquina de la habitación.

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