Crónica de crónicas: sobre cinco nuevos libros

 

Por Efraín Barradas/ Especial para En Rojo

La crónica, género viejo, aunque no lo parezca, ha vuelto a tener gran auge en nuestros días. Quizás así sea por su ambigüedad y su hibridez. Es que se hace difícil definir este género con exactitud ya que muchas veces es un vago e indefinido punto intermedio entre el cuento y el ensayo, entre la poesía y la antropología, entre la autobiografía y el comentario social, entre la comicidad superficial y la seriedad profunda, entre lo banal y lo sagaz. Esa misma combinación de aparentes opuestos, combinación que resultan en la hibridez y la ambigüedad que en mucho de sus mejores casos se alcanza, hacen a la crónica un género ideal para retratar mundos convulsos e indefinidos. Así ha sido desde siempre. Por ello, el entonces anciano conquistador Bernal Díaz del Castillo, cansado ya de sus luchas y arrinconado en su marginalidad provinciana, la emplea para retratar lo que recordaba del colapso del mundo prehispánico y del nacimiento del Nuevo Mundo, en su caso específicamente recordaba la destrucción del imperio azteca y la creación de la Nueva España. Por ello mismo y desde otras perspectivas José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Nemesio Canales, por ejemplo, la emplearon para retratar el dramático final del siglo XIX y predecir, en el caso de Martí con el plan de acción para el nuevo siglo que nos brinda en “Nuestra América”, un posible futuro. (Canales ya anclado en el XX atisbaba otras soluciones.) Por ello, en nuestros días, también tempestuosos e inciertos, la crónica vuelve a tener grandes cultivadores en toda Hispanoamérica, grandes cultivadores que se enfrentan a grandes problemas: Carlos Monsiváis, Ana Lydia Vega, Pedro Lemebel, entre muchos otros, son ejemplos paradigmáticos.

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No sorprende, pues, que la nueva entrega de la Serie Literatura/Hoy del Instituto de Cultura Puertorriqueña la formen cinco breves pero interesantes libros de crónicas: Entre la bicha y la pared de Rima Brusi, El verano de la carne de león de Tere Dávila, Hacernos el adiós de Yara Liceaga Rojas, Burundanga Express, de Manolo Núñez Negrón y Fuera de la caja de Carlos Weber. Son estos libros breves pero que caben muy bien dentro de los parámetros de la crónica, aunque son distintos entre sí. El de Weber, por ejemplo, es un buen ejemplo de crónica periodística y es el único de este tipo entre estos. El de Liceaga Rojas, en cambio, es el que más se aleja del modelo tradicional del género ya que incorpora abundantes elementos poéticos, lo que les impone mayor brevedad a sus piezas que se construye con hechos menos identificables y menos directamente referentes a lo social y mucho más a lo personal. Los otros tres, aunque de carácter marcadamente individual, caben mejor en la definición de la crónica clásica. El de Dávila y el de Núñez Negrón, para mí los mejores de los cinco, son excelentes ejemplos del género ya que logran combinar el examen de la sociedad con un claro elemento autobiográfico, la narración con el tono ensayístico y el elemento artístico con el reportaje. Esos dos textos también tienen gran cohesión interna ya que, por su parte, Núñez Negrón se vale de la imagen del tren urbano para darle coherencia a todo el libro (cada pieza es una parada del tren) y Dávila, a su vez, se centra en el tema de la comida, lo que también le da una fuerte unidad al suyo.

Entre la bicha y la paredHacernos el adiós
En todos – aunque en unos más que en otros – vemos la acertada combinación del lenguaje culto con el popular. Weber es el más tímido en este aspecto y hasta siente la obligación de explicar lo que para una lectora boricua no hay necesidad de aclarar: “Allí estaba con un vodka con “china” (que es como le decimos en Puerto Rico al zumo de naranja)” (15). Quizás esa timidez léxica y la necesidad que siente de dar una explicación de un término común entre nosotros se deba a que el autor, al escribir su crónica, pensaba en un lector no puertorriqueño, aunque, en general, la crónica de nuestros días tiende a emplear el lenguaje local sin ofrecer explicaciones ni excusas. Por ello abundan en todos estos libros palabras y expresiones en inglés que son frecuentes entre nosotros. Dávila, quien centra su atención en el mundo de la clase media alta y en sus aficiones culinarias, usa constantemente el término “food truck”; y lo tiene que usar porque así llamamos a esos camiones que son casi restaurantes y que salpican nuestro mapa gastronómico. Al leer esos textos suyos pensaba en el maravilloso término del español peninsular para esa misma realidad: “gastroneta”. Creativamente se combina en esa palabra el vehículo (camioneta) con su función (gastronomía). Propongo que adoptemos ese término en vez de “food truck”, no para que seamos fieles vasallos del imperialismo lingüístico de los españoles (¡Lagarto sea! ¡Vade retro!), sino por su ingeniosidad. También me gustaría que adoptáramos el término de origen mexicano para “stripper” – encueratriz, encuerador –, término juguetón que le atribuye a esa profesión muchas veces denigrada un tono dignamente imperial ya que recuerdan a los de emperatriz y de emperador. Pero, volviendo al tema, en estos textos, en mayor o menor grado, se emplean un lenguaje popular boricua y se usan con naturalidad y sin excusas, excepto en el caso que apunto en Weber. Núñez Negrón es el más arriesgado en este aspecto, ya que hasta llega a adoptar voces populares – como lo han hecho Ana Lydia Vega y Luis Rafael Sánchez – para crear con ellas textos donde la voz narrativa tradicional – tercera persona omnisciente – parece desaparecer.

Fuera de la caja
Uno de los rasgos de muchas crónicas – pienso en las magistrales de Pedro Lemebel – es la casi desaparición de esa voz autorial, ausencia que favorece el empleo de otras técnicas narrativas y, por esa vía, de la ambigüedad. Muchos ensayos, contrario a las crónicas, tienden a estar construido por esa voz autoritaria, lo que le imparte al texto un tono de prédica, de sermón o sermoneo. Eso ocurre, por ejemplo, en algunos de Brusi, especialmente en uno titulado “Virus”.
Las crónicas ejemplares evitan ese tono autoritario y hasta dogmático y, al hacerlo, acepta correrse el riesgo de parecer que apoya lo que en verdad ataca. Por ejemplo, en “Tarántulas en el pelo”, una magistral crónica de Lemebel, quien habla en el texto es un peluquero caricaturescamente gay y, por ende, con poca materia gris en la cabeza quien peina a una gran dama pinochetista. Todo parece mera banalidad, pero en el fondo, esta crónica es un fuerte y profundo ataque a la dictadura de Pinochet y, a la vez, es una ingeniosa relectura de Sarmiento y Martí, todo hecho de manera indirecta, jocosa y ambigua. Lemebel se corre el riesgo de que lo malinterpreten, pero es, por ello mismo, más efectivo. Así son las buenas crónicas.

Pero son pocos los casos en estos libros de textos construidos por voces autoritarias; domina, en cambio, la observación directa de nuestra realidad, observación que intenta acercarse a la objetividad casi científica. Brusi, por ejemplo, tiene conciencia de cómo su adiestramiento profesional la lleva a hacer de sus textos muchas veces apuntes etnográficos: “Soy una mirona incorregible. Tal vez por eso me hice antropóloga, para tener una excusa.” (64) Y sus observaciones de nuestra realidad, especialmente la de los intelectuales puertorriqueños en los Estados Unidos, son muy acertadas y valiosas. Dávila es, entre estos cinco escritores, quien más claramente define su particular tipo de crónica. Lo hace juguetonamente en una nota al calce: “…trato de ser fiel a los eventos y no adornar mucho, no vaya a distorsionar la realidad.” (11). En ese sentido Liceaga es la que más se aleja de esa visión tradicional o clásica de la crónica ya que, como he apuntado, en sus textos los elementos poéticos son muchos y más fuerte que en los de los otros autores ya que hasta dominan en algunas de sus piezas, siempre breves por ello mismo; no se podría mantener ese tono altamente poético en un texto muy largo.

Cada uno de estos autores hace, a su manera y desde sus particulares posiciones estéticas e ideológicas, una contribución a la crónica en nuestras letras. La lectura de estos libros – libritos por su brevedad, pero libros en todo el sentido de la palabra por sus logros – es deleitosa. Definitivamente estos contribuyen a darle mayor vitalidad a este problemático e imprescindible género como acercamiento favorecido y privilegiado en nuestras letras contemporáneas.
Para mí estos libros de crónicas fueron, sobre todo, espejos donde observar y examinar mi propia escritura. Por ello les doy las gracias a Brusi, Weber, Liceaga, Dávila y, especialmente, a Núñez Negrón.

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