De la idealización a la banalización literaria del campesinado puertorriqueño

 

 Por Nelson Alvarez Febles1  / Especial para En Rojo

Dos experiencias literarias recientes nos compelen a escribir esta crítica en torno a la simplificación en el imaginario puertorriqueño de nuestra cultura jíbara/campesina. Uso el concepto campesino con toda propiedad, pues nuestra historiografía dominante y la educación homogenizante nos han privado de un campesinado como referente cultural definitorio de una personalidad social propia y puertorriqueña. El jibaro, queridas y queridos lectores, es y fue nuestro campesinado. Lo digo así, contundente, pues pocos somos capaces de identificar algo tan sencillo y obvio, parte esencial de la configuración de una nacionalidad que integra lo rural y lo urbano, a través del tiempo, con todas sus riquezas y contradicciones.

Los comentarios que hacemos surgen de la obra de teatro de Tiempo Muerto, de Manuel Méndez Ballester (1938), recientemente montada en el Centro de Bellas Artes bajo la dirección de Roberto Ramos Perea, así como del cuento El Josco de Abelardo Díaz Alfaro (1947), recientemente tratado en el curso de literatura puertorriqueña del doctor Emilio del Carril (Universidad del Sagrado Corazón). Ambas obras se pueden considerar ejemplos del naturalismo criollista, contextuados en plena crisis de identidad puertorriqueña ante el avance hegemónico de la cultura norteamericana.

Esa laguna en la formación de nuestra personalidad nacional no es casual ni tampoco irrelevante, sino el resultado de una estrategia para bajar a los campesinos de las montañas a mitad del siglo pasado, llevarlos a pueblos y ciudades para, por un lado, convertirlos en mano de obra barata para la nueva industrialización del país, o, por otro lado enviarlos al norte como parte de la estrategia de despoblar a Puerto Rico (junto con la esterilización masiva de mujeres pobres) y facilitar el “milagro económico” de la Operación Manos a la Obra.

Sin embargo, mientras se desvelaba en el año 1976 con pompas y platillos la estatua clasista y machista al jíbaro en el nuevo super expreso de San Juan a Ponce, la cultura campesina sobrevivía fuerte y dinámica en los campos de Puerto Rico, inclusive allí al lado, en las montañas y valles de Cayey y Salinas. Fue necesario relegar nuestros campesinos al folclor navideño de le lo lai y lechón, arroz con gandules y guineítos en escabeche, y equipar lo jíbaro con ignorancia, debilidad e incultura, para crear nuevas clases obreras y urbanizadas como base social y económica del nuevo Estado Libre Asociado.

Es necesario afirmar la brutal explotación del campesinado en la época de las centrales azucareras y las haciendas, por parte de las compañías, colonos y latifundios que mantuvieron situaciones casi semi-feudales hasta bien entrado el siglo 20. La imagen de pobreza extrema que nos llega del campesino jíbaro corresponde al peón agrícola, sujeto de una brutal explotación laboral, por un lado, y del abandono gubernamental, por otro. Sin embargo, simultáneamente en muchas de las tierras de nuestros montes y montañas, especialmente en las zonas piemontanas intermedias entre la caña y el café, a través de la Isla aquellas familias que era dueñas de fincas pequeñas y medianas lograban producir cosechas, animales y otros bienes que les permitían subsistir, a veces en pobreza, pero con autonomía y dignidad. Además, producir alimentos variados y de calidad para la población isleña de dos millones: un 65% del consumo total en el años 1939, frente apenas un 15% en la actualidad.

Las dos obras comentadas están cargadas de estereotipos que subrayan el carácter de ignorantes de nuestros campesinos. Por ejemplo en El Josco: “Y vi al jincho luchar en su mente estrecha, recia y primitiva con una idea demasiado sangrante, demasiado dolorosa para ser realidad.” Mientras en Tiempo Muerto el debate moral ante la opresión sufrida de parte del mayordomo se plantea en términos angustiosos entre la aceptación del yugo o la venganza, sin ningún tipo de matiz discursivo frente a la compleja situación de explotación de clases.

En ambos casos la ambientación campestre y los elementos de la cultura jíbaro/campesina quedan como decorados por donde transitan los personajes y eventos. En parte esa falta de comprensión del mundo campesino debe surgir de la condición de citadinos de los respectivos autores, pertenecientes a las clases criollas europeizadas, así como la falta de una verdadera vivencia del medio rural y la naturaleza. En El Josco los vecinos, “peones y agregados”, forman un coro al estilo griego que alientan al toro criollo para que gane la contienda, sin ningún asomo de la condición social de esas dos categorías de campesinos, que queda eclipsada por la metáfora antagónica y simplificada del toro negro y el blanco. 

Mientras tanto, en Tiempo Muerto nos ha sorprendido la ausencia de una cultura jíbara que pudiera aportar a la sobrevivencia de la familia de Ignacio ante la falta de trabajo. 

El campo en la obra de teatro es un lugar estéril. No existen árboles de pana, ñames silvestres en los montes, malangas, berro, camarones y bruquenas en las quebradas, gundas colgando de los árboles, chinas y toronjas, hojas de naranja y guanábana, entre una gran variedad de alimentos y plantas medicinales que forman parte de las realidades campesinas.  Los escenarios teatrales en este caso ignoran el mundo lleno de biodiversidad, comunidades y complejos conocimientos tradicionales.

También inquieta el exagerado machismo en el contexto de la época: “Mi pobre Josco, se esnucó de rabia. Don Leopo, se lo dije. Ese toro era padrote de nación; no nació pa yugo.” O lo excesivo del papel de Ignacio como jefe de familia encargado de defender el honor, y la sumisión de la esposa e hija, que merece una re-lectura desde el presente.

 Si tomamos ambas obras en su esencia como metáforas de la rabia e impotencia de los y las puertorriqueños ante la explotación de clases y la colonización, el mensaje llega fuerte, claro, necesario y provocador. Sin embargo, nos resulta inaceptable que, en la mayoría de los casos, estos textos se presenten en forma acrítica ante las generaciones jóvenes, en libros escolares y representaciones teatrales, como ejemplo de lo que fue nuestro mundo campesino. La brutal explotación del campesinado puertorriqueño en la primera mitad del siglo 20 se debe presentar en un contexto sociológico que critique y subsane la ignorancia histórica sobre nuestra formación cultural rural. Urge el rescate de la existencia de un mundo dinámico rural jíbaro/campesino en la actualidad, especialmente ante el hecho de que dos terceras partes de las puertorriqueñas y puertorriqueños descendemos de ese pueblo que habitó nuestros campos.

Lo jíbaro no es solo parte de nuestro pasado: los conocimientos sobre la relación/pertenencia con la naturaleza, la agricultura ecológica que produce alimentos y protege los recursos,2 y una enorme riqueza cultural sobreviven entre y con nosotros/as, y deben de estar en el futuro si aspiramos a una sustentabilidad que nos permita sobrevivir como pueblo.

1alvareznelson@hotmail.com

NOTAS

1 El autor es ecólogo social, especializado en agroecología y sustentabilidad, autor y educador.

2 Ver: Nelson Alvarez Febles (2016). Sembramos a tres partes: los surcos de la agroecología y la soberanía alimentaria, Ediciones Callejón. También https://www.80grados.net/lo-jibaro-como-metafora-del-futuro-agroecologico/

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