De un cine en solo y en plural, uncut

 

Ana Marina Rúa

Especial para En Rojo

 

En 1995 estaba en mi tercer año de universidad y hacía estudios de un semestre en una ciudad que calificaba para el “study abroad”. Tuve la suerte de contar con familia en esa ciudad y poder quedarme en el apartamento de mi tía, que en esos meses estaba de visita extendida en Puerto Rico. Mis primas también vivían en ese apartamento, pero la que lo habitó en aquel tiempo fui yo, ya que entre sus propios viajes y trabajo y estadías de extensión variada ellas no siempre coincidían en espacio conmigo, aunque sí en afinidades y en un cariño de siempre que aún perdura. En mi recuerdo está la persistencia de una libertad y de la facilidad de movimiento que nos convenía a las tres. Esa libertad iba acompañada de un sentido de posibilidad típico de casi toda juventud: la distorsión de lo que era el ser, de lo que sería el hacer, de lo que se abría como amplio y variado.

Recuerdo moverme, desplazarme por calles y puentes. Para ese entonces tenía yo la costumbre de empezar conversaciones con quien fuera, de presentármele sin reparos a quien estuviera parado al lado, de forjar relaciones de todo tipo en el contexto que fuera: la fila de la caja de la FNAC, el tabac de la esquina, el balcón del apartamento de un desconocido en medio de una fiesta a la que llegué desconocida. Relaciones que duraron lo que esa libertad abreviada duró, en esos meses. Los días prometían.

Entre estos sitios móviles y este festejar movible se hallaban los cines. Fueron para mí una fortuna.

Vi muchas películas ese semestre, sola y acompañada: estrenos y retrospectivas, cine pretencioso y miserable y maravilloso y recomendado, cine ignorado e ignorante y clásico e iraní. Vi cine olvidado y enfurecido, cine pobre, cine chino. Vi The Shawshank Redemption doblada al francés y El espíritu de la colmena en versión original. En mi recuerdo veo tantas salas de cine enhebradas como cuentas, salas apretujadas en barrios de maravillas humeantes, salas que olían a bondad en esa ciudad tan rasgada, tan amada. Esas salas de cine eran mi casa, por un tiempo al menos. Un atisbo de la posibilidad: cerrado él y cerrada ella casi tan repentinamente como me di cuenta de su existencia.

Una noche, mi prima Elizabeth (que unos años después empezaría justamente a dirigir películas y cuyo cortometraje Manon sur le bitume fue nominado al Oscar, cosa que siempre hallo la oportunidad de mencionarle a quien sea) me preguntó si quería acompañarla a ella y a su amigo Bernard a una función uncut de Salò. Un año antes había estado yo tomándome muy en serio, así como todos los que llevábamos nuestros libritos de S/Z y suéteres negros nos tomábamos en serio, bebiéndome a Lyotard en traguitos cortos y lamentando la extinción de la verdadera obscenidad, y leyendo a Sade así, voraz e incauta, como dios manda. Así que sabía de la conexión deseada de Pasolini con el marqués y de todo el rollo fascista-escatológico. En aquel entonces me jactaba de verme como cínica, aunque temía que en realidad fuera sólo imbécil. Ahora se me han gastado las posturas, y veo mejor: conozco, ya sin tanto temor, mi imbecilidad.

Así que ¡cómo no iba a querer mirar la versión uncut! Me encontré con ellos esa noche, feliz de mi suerte, lista para el placer de mirar en otro cine enhebrado. Entramos a la sala, y nos sentamos cerca, aunque no juntos. ¡Versión uncut! Las escenas desfilaban ahí, frente a una luz que entraba de algún modo a unas pupilas a ratos en pestillo, a veces dilatadas. A mediados del filme Elizabeth se levantó y se me acercó, diciendo que no podía más, que se iba. Que si quería acompañarlos, que se iban a tomarse una copa a cualquier sitio porque no aguantaban más de la violencia y la mierda. Que qué me parecía. Y yo la miré en la sombra y le vi esa cara de angustia –siempre ha sido tan sensible, y considero que ahora lo que hace es justamente cine, y pienso en su mirada, en lo delicada que es, en que uno lo que quiere es no romperla, en esta sensibilidad que tiene que yo no quiero nunca alterar– y me sentí como una salvaje, pero le dije que no, que yo estaba muy bien ahí, que quería seguir mirando. Porque la verdad es que yo nunca podría parar de mirar. Quería beberme cada instante de cada toma en ese celuloide de grano y polvo. Había otra gente que se había levantado ya: la sala se vaciaba lentamente, aires de juicios pobres, cabezas ladeadas en queja sutil. C’est trop, ce truc, c’est tellement trop, creí oír. La sala se iba vaciando.

Pero yo quería estar. Quería ver, tragar. Había una belleza tremenda y a la vez risible, y decepcionante, en los juegos que estos señores tan propiamente fascistas hacían en la pantalla. Algo obvio, llano, en estas partidas de flores y ofrendas de mierda y orgasmos forzados entre bandejas propiamente servidas con tazas de té. Después del golpe, el bathos. Y al instante te volvían a martillear: toda una ideología ahí, en esos cuerpos lampiños, en esos actores que me parecían de papel, en esa historia de carne y gotas. Años después, al leer sobre las peripecias y escollos de la producción de Salò, entendí quizás un poco el todo a la vez de mi reacción contradictoria –el sentir que me daba risa y a la vez me aburría, que me mantenía en alerta terrible, que me evocaba estar en un salón de clase y deber memorizar una lección pesada y llena de datos, que deseaba, sin querer queriendo, ese erotismo imbécil en esas pieles y hojas enrevesadas de un sol toscano. Parecía que aquí Pasolini había convertido a Sade en panfleto, con su ristra de preceptos puestos bajo un sello de productora antes vanguardista, ahora turista extraña de lo étonnant. Y a la vez se podía ver esa mueca de dolor ante su propia historia, ese ver a su Italia en el mierdero mientras trata –trata él y trata su Italia– de reclamar una estética, de formar una belleza no sólo a pesar de sino gracias a ese mierdero. No había manera de que me fuera antes del fin. Y así me quedé, mirando, mirando con párpados destajados y boca entreabierta, enamorada de algo que sabía no lo merecía. Pendiente a cada movida, atenta y ansiosa y hastiada y divertida. Todo a la vez.

Me sentía y me sentaba ahí, en ese espacio cerrado y público, en esa caja de luz y sonido que aísla y aúna los ojos de los que la ocupan.

Escuchando un jadeo cerca.

Sabiendo que los pocos que quedábamos no aspirábamos a nada bueno. Pero sintiendo una solidaridad en el cansancio, en el ansia de mirar.

No supe si era yo o si venía de otro ese aire desigual, dos ruidos en ahogo, el mover de telas. Una tos cortés.

Cuando acabó me fui, como todos, y caminé en una humedad oscura hasta la estación de metro y por fin llegué al apartamento, donde esa noche Elizabeth sí se quedaba, y ninguna le dijo nada a la otra. Al otro día tampoco nadie dijo nada, ni al otro. Pero siempre pensé que me gustaría poder saber que alguien en el mundo sintió igual que yo al ver Salò, la versión uncut. Que alguien sintió el placer de ver, en imagen, el asco y la risa y la vergüenza y el recogimiento. Ese onanismo de verse a uno mismo viendo. En un cine sólo: solo, sola, múltiple. Ahí también había esa posibilidad, ahora cerrada: la libertad de lo posible, el momento extendido en que aún veía promesa.

 

 

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