De un puente mohoso sobre una ciudad en ruinas al amor intenso

Por Mari Mari Narváez/ Especial para En Rojo 

I.

El día que Carlitos cumplió los 39 años, hicimos un brindis en su apartamento santurcino y el de Neeltje. Alzamos las copas y me pareció ver a mama a sus 39 años en sus pantaloncitos amarillos, revoloteando, hablando de todo, llamando la atención, quejándose de algo. Me faltaban unos años para llegar a esa edad en que marqué así su recuerdo pero Carlitos ya estaba allí. Ni él ni yo nos parecíamos a todo lo que yo deduje de mami aquel día de mis 6 años cuando, observándola minuciosamente desde la mesa, quise saber cuántos años tenía aquel nervio de la naturaleza que decía ser mi madre. “Treintinueve”, me dijo, y siguió con sus asuntos. Yo –lo recuerdo como si acabara de suceder– pensé que a esa edad entonces una mujer era feliz. Feliz y resuelta; feliz y libre.

Hay una distancia tremenda entre los años de los otros y los propios. Aunque vuelvo a pensarlo y tal vez sí. Tal vez nos parecíamos más de lo que pude reconocer en ese momento. Nosotros, treintones responsables, trabajadores, aspirantes a propietarios, brindábamos, diciendo unas palabras. Tenemos apartamentos que todavía son del banco, pagamos nuestros viajes, coordinamos grupos políticos, culturales, deportivos. Pero no lucíamos resueltos como mami en sus pantaloncitos amarillos. Ella parecía manejar muy bien el mundo, tener al menos una serie de seguros bien ordenados en un archivo, un índice notarial casi perfecto, una serie de demandas en cajones de metal, sus tarjetas de agradecimiento al día. Sí, parecía tener algo que no tenemos nosotros: certezas (que la realidad fuera distinta es otra cosa). Tenía una estabilidad mínima: derechos, una economía que entonces parecía pujante, la independencia de poder recoger y marcharse, cierto presente y futuro. La habían perseguido, le destruyeron muchas cosas pero ya entonces parecía que todo lo malo –la represión, los restos de sus quebrantos– iría quedando atrás para siempre. Las cosas iban a mejorar. Volviendo a mirarla a más de 30 años de distancia, brindando allí por los 39 de Carlitos que en pocos años también serían los míos, en el fondo seguía sintiéndome como apenas una mujercita, una niñita, un frágil animalito aturdido ante la incertidumbre vital.

II.

A los 39 años, mi padre ya había sufrido su primer infarto al corazón. El doctor le dijo a su madre que no llorara, que al muchacho podían quedarle fácil sus buenos 10 ó 12 años (lloró más, por supuesto). El papá de Carlitos jamás se acercó siquiera a los 39 años. Lo mataron a los 26. A mi hermano Chagui lo mataron a los 23. Yo no había nacido. Mi papá tenía 48 años.

III.

Hay quien cree imposible acceder al pasado. Yo pienso en lo difícil que es acceder al presente. La experiencia no existe en sí misma. Está siempre penetrada por alguien, por un otro. Cuando digo presente, me refiero a ese otro que lo posibilita, que lo construye con nosotros. El presente solo es un estado. La imposibilidad de acceder íntegramente a él está instalada en ese otro imposible de penetrar. ¿O acaso existe una forma de saber exactamente lo que pasa allí en el mundo del otro? No. Una persona se erige como una columna ante otra. Y esa otra sólo puede bordearla, nunca penetrarla. Puede traducirla, interpretarla, sentirla incluso. Pero nunca puede comprenderla plenamente. Entonces pienso, ya no en la inaccesibilidad del pasado sino en la del presente. Paradójicamente, podríamos llegar a pensar que la única certeza es el futuro, su mirada desde la antesala, desde su condición líquida, inmaterial, porque no se concreta en el ahora. No ha transcurrido.

IV.

Cuando María, ya yo había cumplido los 39 años. Lo más que me angustiaba era que tuviéramos una emergencia médica, algo que nos obligara a acudir a un hospital sabiendo que no habían condiciones para ello. Sabía que el diesel estaba llegando a las mansiones de Miramar pero no a los hospitales. Eso todavía me angustia. Saber que no nos pasó a nosotros, no murió nadie en mi familia inmediata pero 4,645 sí murieron. Y que nos fallaron, y qué clase de país puede ser ese donde, en una emergencia, el diesel puede llegar a las mansiones pero no a los hospitales. Me sentí culpable por mucho tiempo. Me pregunto si mami sentía algún vestigio de culpabilidad cuando revoloteaba en sus pantaloncitos amarillos. Recuerdo a Hugo. Mami era jefa de familia. Lo pasamos mami, abuela, mi hermana y yo con los vecinos del condominio. Sacamos todo al pasillo, muebles, todo. Y vivimos en comuna varias semanas, no sé si hasta meses, hasta que llegó la luz. Yo no soy jefa de familia aunque mande en mi casa.

Los sentimientos de culpabilidad me daban por pensar que debimos ser relevantes, debimos cambiar el país, convencer a más gente, yo qué sé. Amarrarnos a algún árbol, gritar más alto, más claro, más hartas. Y al mismo tiempo, sé que si no hubiese sido por la gente que se tiró a la calle a salvar lo que podía, el número de nuestros muertos hubiese sido mucho mayor.

Cuando se dijo que nuestros muertos alcanzaban los 4,645 y la gente empezó a llevar zapatos al Capitolio, nos dimos cuenta de que a todos nos supuraba todavía la misma herida.

V.

Hace ya meses, vi una noticia que me conmovió mucho. Un hombre protestaba solo, trepado en un puente de la Baldorioty que el DTOP se prestaba a eliminar.

“Sabemos que el puente no está en condiciones. Lo que pasa es que no nos han dicho cuál es el plan, qué alternativa concreta nos darán”, dijo a NotiCel Moisés Carrasquillo, pastor y protagonista de esta historia. “Somos comunidades humildes, pobres, que no tenemos carros para transportarse. Para este sector no hay guaguas públicas, lo que hace la gente es que cruza el puente, llegan a Llorens Torres o Calle Loíza y ahí cogen guagua para ir a sus trabajos. Son un montón de servicios que están al otro lado”.

Esto fue en noviembre de 2018. La nota no fue muy comentada. Vi un video del encargado del DTOP subiendo el puente. Habló con el señor y se comprometió a darle alguna alternativa a la comunidad. No sé si eso llegó a ocurrir ni sé qué hicieron finalmente con el puente. Pero yo guardé la nota y la leía de tiempo en tiempo. Me estremeció aquel señor, el decoro de su protesta solitaria en medio de un puente mohoso sobre una ciudad en ruinas. Me sentí incluso reivindicada con su acto. Para esa fecha, ya teníamos esto muy espeso en el pecho.

VI.

Entonces llegó este verano como un día llega la lluvia después de una larga sequía. Tengo la euforia atravesada en el estómago. Quiero celebrar con mis amores y con mucha gente también. Pero también quiero sentarme a llorar un rato largo. Ninguna he podido hacer por razones que no vienen al caso. Lo que sí reconozco es esta incertidumbre que hace mucho tiempo se estacionó en la naturaleza de nuestras vidas. Una no sabe qué va a pasar, si ese amor de dos semanas que nos salvó a todos de aquel naufragio, va a comprometerse a largo plazo con nosotros; o si acaso se irá evaporando nuevamente como la lluvia después de la tormenta. Pero algo sé. Algo que no me quitará nadie, ni siquiera la evanescencia. Sé que aquello no fue solo perreo intenso. Fue amor y el amor no desaparece: se transforma.

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