Defender la cultura

Especial para En Rojo

Que el calendario dicte escribir en la transición de un año a otro impone el cliché de los recuentos. Como otros, este vale la pena, pues asiste al colectivo a documentar daños y perjuicios, a la vez que evidencia luchas, transformaciones y la renovación de posibilidades. Sin embargo, no puedo ahora encarar esa labor. Me hace falta una energía que no encuentro. En este 2018, para ser franca, he usado la reserva, la repuesta y hasta el vacío. Me propongo, entonces, decir algo pequeño sobre dos inmensos acontecimientos –más bien, procesos recurrentes– que han estado en acalorada discusión durante semanas recientes: las muertes de mujeres y las de gallos.

Ha transcurrido tiempo suficiente para que se asiente la gravilla de lo que he leído y escuchado sobre estos asuntos. El resultado es que el polvorín se me ha instalado en la garganta, y ya que creía poder tomar un respiro tras el año que hemos vivido, estoy, más bien, ahogada. Imagino y presto atención a las objeciones sobre lo que pretendo escribir, comenzando con la evidente: que los feminicidios y las peleas de gallos no son fenómenos equiparables, ni en el rango ideológico, ni en el social, político o ético. Tienen razón. Lo que me empuja a escribir sobre ambos fenómenos no es la sinonimia. Por el contrario, intereso señalar que en las diferencias entre los cuerpos de las mujeres y los de los gallos se aloja una de las claves más contundentes de la violencia patriarcal en Puerto Rico.

El alegato de antigüedad histórica de las peleas de gallos y de la opresión contra las mujeres las convierte en presa fácil del apelativo “cultural.” Del mismo modo que demasiadas personas han vociferado recientemente el carácter culturalde las peleas de gallos, muchos lo hacen y lo han hecho del amplio espectro de las violencias contra las mujeres, desde el silbato en la calle hasta el asesinato. De hecho, la aseveración podría extenderse para incluir como culturales todas las relaciones humanas opresivas, desiguales y violentas, pues estas han sido parte de la cultura de una u otra región, “civilización” o comunidad al menos desde el Neolítico. Si acercamos el asunto a la condición histórica de nuestro archipiélago, notaremos de inmediato que, para los imperios europeos, igual que para el estadounidense, la colonización y la esclavización (esto es, el genocidio) eran (y para muchos, siguen siendo) cuestiones culturales. Se concebían (y se conciben) como ejercicios para defender culturas, propagar culturas y lograr que gentes sin cultura obtengan cultura. Pero, si esa es la cultura, el objetivo de las luchas por la justicia es precisamente cambiarla. Y de manera radical.

He escuchado con mucha perplejidad y con aún más pavor a personalidades que defienden la independencia de Puerto Rico usar la prohibición federal de las peleas de gallos como baluarte de la defensa nacional. Mas, ¿cómo puede un país serlo si arguye –y, peor aún, toma por bueno– que su cultura (entendida, dicho sea de paso, como trofeo estático, encerrado tras los cristales en un chinero de vajillas) es y hace lo contrario de lo que un país, cualquiera, debe aspirar a ser y a hacer? Nombro algunos de los más imprescindibles principios a los que aspiro para mi país: proteger, defender y fomentar la diversidad; mantener y llevar a la acción en todos los renglones de la vida colectiva una conciencia ecológica plena; comprender al animal humano como parte del mismo espectro de la vida de todas las especies; oponerse a la crueldad, la violencia y la muerte como mecanismos de entretenimiento y fuentes de actividad económica; y asegurar la distribución justa, equitativa y sostenible de todos los recursos. Si ese no es –o no es del todo– el país al que aspiran dichas personalidades, su noción de independencia no me convoca.

Tampoco debe escapársenos que las peleas de gallos (como las de toros, perros y cualquier otra especie sometida a la perversa voluntad humana) son integrales a la cultura patriarcal. Habrá quien me diga que hay muchas mujeres galleras. No lo dudo, aunque no me interesa comprobarlo. Ciertamente, no son pocas las mujeres patriarcas. Todas, todos, todes, estamos sujetas al mismo suero cultural. Pero, lo que no puede tener objeción es que las peleas de gallos son fenómenos prioritariamente masculinos y masculinistas, al interior de lo que el patriarcado define y refuerza como tal.

Cierro estas líneas con una reflexión sobre las habichuelas que se llevan a las mesas familiares. Las peleas de gallos son un negocio, sin duda, sumamente lucrativo para unos pocos (como casi todo negocio bajo el capitalismo) y fuente de modestas economías familiares para otros muchos. No obstante, esto último no puede justificar su existencia indefinidamente al futuro, del mismo modo que no podemos hacer dicha operación respecto a ningún otro negocio que esté fundamentado en la muerte. Tampoco puede una fuente de habichuelas negarnos la posibilidad de crear colectivamente otras formas de sustentar la vida. Nuestro compromiso ha de ser con un cambio radical en la cultura y en la constitución misma del país para poder ofrecer economías solidarias que lleven habichuelas a las mesas de todas.

Nos recuerdo –porque incluso a pesar de las decenas de feminicidios en el 2018, lo olvidamos demasiado fácilmente– que el patriarcado es también un comercio mortífero, precisamente porque el único modo de asegurar el dominio de cualquier especie, idea y práctica, es la capacidad de producir muerte que llamamos violencia, ejérzase del modo que se ejerza, desde el nivel simbólico hasta el material. Lo mismo debemos decir sobre el capitalismo. Y sobre el racismo. Y sobre la homofobia. Todas estas formas de violencia son inherentes a la estructura sociopolítica y económica que nos asedia, caracterizada por la exclusión, la precariedad, la miseria, la explotación y la muerte. No son anejos. No son derivaciones. No son planos secundarios. “Son nuestra cultura”. ¿Esa es la que defendemos? Conmigo no cuenten.

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