Desde el suelo

Me gusta acostarme junto a mi perro, pegaditos al suelo, y contemplar los detalles de su otredad. Son hermosas las pequeñas hebras de su pelo, tantas y tan juntas. Bellas sus minúsculas pestañas encanecidas. Conmovedores sus dientitos frontales, evolutivamente irrelevantes.

Allí, con el oído en tierra, muchas veces trato de seguir su mirada. ¿Cómo se ve desde el suelo, desde abajo? Son tantas las pequeñeces que se vuelven, de pronto, visibles, grandiosas. Es cuando mejor entiendo, en la carne, lo del polvo de estrellas que explican las astrofísicas.

Alguna vez leí una apreciación de la perspectiva de las hormigas, quienes son capaces de percibir en cuatro dimensiones. Una hormiga, precisamente por su pequeñez, puede atravesar superficies por sus cuatro lados. Puede caminar por debajo. Vive aun más pegada a la tierra que mi perro y, desde luego, muchísimo más que yo. (Quienes escribían sobre las hormigas no lo hacían desde mi trópico, por lo que olvidaron mencionar los atléticos lagartijos.)

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He dedicado buena parte de mis esfuerzos como investigadora a defender la pequeñez de nuestro archipiélago, junto con la de todos los archipiélagos de esta región centenariamente saqueada, explotada, violentada. He insistido en la necesidad de que pensemos a escala, a nuestra escala. Que volvamos la mirada a nuestro entorno. Que abandonemos el bigger is better del capitalismo expansivo, suburbano, imperialista que atenta contra la supervivencia misma de la vida del planeta.

Hoy, alucino ante tanta defensa del achicamiento. Hasta hace muy poco, lo que había que hacer era agrandarlo todo: los malls, las tiendas, los edificios, los carros, las casas. Resulta que el capital, en su criminal afán por tomarlo todo, decide no solo qué es lo grande y lo pequeño, sino también qué debe considerarse grande y qué pequeño.

Grandes no son las cuentas bancarias, las evasiones contributivas, los números alojados en paraísos fiscales, la impunidad de los responsables de una deuda odiosa, ilegítima, criminal, las innumerables cuerdas terreno de la agro-industria, las listas de cadenas multinacionales comiéndose economías locales, los acosos y las violaciones, las deudas históricas ni las deudas afectivas del 1%. Todo eso es pequeño, pequeñísimo, minúsculo; tanto, que es inexistente.

Grande es, según el 1% que controla casi todo lo que hace posible la vida en común de todo el planeta, $2,000 al mes, una escuela pública, una universidad pública, un trabajo digno en condiciones justas, una red de cooperativas, una cuerda de terreno cultivada sin pesticidas, unos cuerpos aguerridos, un chequecito de mes a mes y va en coche, un retiro digno para envejecer, unos días garantizados para el descanso y otros garantizados para poder enfermarse.

Grande no es la inmoralidad más asquerosa, la prepotencia más impune ni el crimen contra el futuro. Eso es tan pequeño que, para el 1%, no existe.

Y, como el 1% decide qué es lo grande y qué lo pequeño, decide también qué hay que achicar a sangre y fuego. Ahora resulta que downsized is better. El 1% valora lo pequeño sólo en la medida en que engrandece lo que ya, de por sí, es grande: su crimen.

Hace unas semanas, escribí: “si se trata del glamour de cálculos numéricos tras las vitrinas de inmensos edificios y celulares de último modelo, entradas y salidas en SUVs con cristales ahumados y trajes de diseñador muy bien acicalados, la crisis se vuelve la celebridad protagónica del reality tv de ‘los expertos’ al que nos subyuga el capitalismo actual. La crisis es, de hecho, la celebridad total: está en todas partes y en ninguna, lo posee todo y no tiene nada, lo devora todo y no consume nada, lo decide todo y no es responsable de nada. En la misma medida en que sus números consumen todos los cuerpos, todos los cuentos y todos los hogares, la crisis glamorosa no tiene cuerpo, cuento, ni hogar. De ese modo, como ocurre con las celebridades, la crisis manufacturada que se alimenta de nuestros cuerpos, cuentos y hogares, nos resultará, paradójicamente, inaccesible y remota.”

La celebridad total nos ha declarado la guerra. Es una guerra contra las mayorías, contra la posibilidad de mañanas, contra lo poco que nos queda de vida en común. Y, para ganarla, la celebridad total necesita triunfar también en la contienda conceptual. Le urge controlar el significado de todo. Que las grandes mayorías nos memoricemos sus definiciones es, para el 1%, apremiante.

Pero, un país no vive de botellas. Por definición, en cuanto salimos de un examen para el que embotellamos definiciones, las olvidamos. Este país vive de sus cuerpos, de sus afectos, de sus memorias, de sus de abajo. Y desde allí, desde el suelo, sabemos qué es lo grande y qué lo pequeño. Sabemos qué urge achicar: el abismo entre las más minúsculas minorías y las más inmensas mayorías. Que nadie se deje engañar por estos criminales de hecho, de palabra y de pensamiento: no entregaremos la grandeza de la pequeñez de nuestro archipiélago, de todos los cuerpos de abajo, pegados a tierra.

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Cuando miro desde el suelo, siguiendo los ojos de mi perro, comprendo que mi país está, siempre, en otra parte, grande, inmenso, en su pequeñez.

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