Dos libros de Miguel Ángel Náter

Desde que Octavio Paz (1914-1990) lo consignó en El arco y la lira (1956), sabemos que la poesía es un fenómeno de lenguaje de infinitas posibilidades, que puede conducirnos a destinos insospechados. La poesía, hecha de lenguaje, ritmo e imágenes, es “conocimiento, salvación, poder, abandono”; puede decirlo y abarcarlo todo. Si se trata de un poeta auténtico y formado, sabrá conducirnos a sus predios íntimos para comunicarnos su sentir y sus pensamientos, sus zozobras interiores y sus fugaces placeres, como lo hace Miguel Ángel Náter (1968) en Archipiélago de sombras o El libro de lo oscuro y En fuego Orfeo, ambos publicados este mismo año. Lo primero que celebro es que el autor elude los tópicos literarios de moda, en especial los posmodernos, para ser fiel a sí mismo a través de poemas de impronta clásica, por la serena factura de los textos, ajenos a toda pirotecnia, pero constelados de referencias a la mitología y el antiguo mundo de Grecia y Roma, y escritos con mano firme por quien conoce a fondo su oficio así como la historia antigua en sus más mínimos pormenores, y que sabe enhebrar sus propias inquietudes existenciales con las pasiones de aquellas figuras y dioses mitológicos cuya vigencia se mantiene gracias a la universalidad humana de sus grandezas y miserias.
De entrada, me parecen certeros los postulados de Aníbal Salazar Anglada, autor del prólogo de Archipiélago de sombras, cuando habla de los “versos oscuros, libidinosos, carnales, pero no desnudos de ropajes” del autor, su “entramado culturalista que nos retrotrae a lugares antiguos y dioses rotos”, su “libro maldito, imposible”, el hilo conductor es “el deseo carnal, furtivo, secreto, prohibido, irrefrenable”; una obra con la que consigue “lo que solo logra la buena poesía: hacernos perder el tiempo, el sentido”. Leyendo estos dos libros vinieron a mi mente unos cuantos que me parecen antecedentes ilustres. Por mencionar solo algunos: Los placeres prohibidos (1931), de Luis Cernuda (1902-1963); Las noches (1949), del músico y escritor dominicano Manuel Rueda (1921-1999), un cuaderno de sonetos publicado en Santiago de Chile cuando perfeccionaba sus estudios de piano; los Sonetos del amor oscuro (1983) de Federico García Lorca (1898-1936); e incluso algunos poemas pesimistas y autodestructivos de Jaime Gil de Biedma (1929-1990).
La poesía de Náter no está hecha para la curiosidad del lector superficial que persigue novedades líricas. Los suyos son poemas contundentes, apasionados, desgarradores a veces, llenos de referencias táctiles, olfativas y visuales que obligan a pensar y establecer comparaciones, como cuando escribe: “del semen, del relámpago, del tiempo, / de Antínoo de pronto envejecido” (p. 29). Aquí uno no puede menos que retrotraer el pensamiento al favorito del emperador Adriano, consagrado por Marguerite Yourcenar (1903-1987) en su extraordinaria novela.
Llamaron mi atención las referencias a la música, los grandes compositores e intérpretes, un campo de infinitas proyecciones sonoras: “la lenta sinfonía de Mahler” –pienso que se refiere al adagietto de su 5ta. Sinfonía en do sostenido menor, que a su vez me llevó a las inolvidables escenas de Muerte en Venecia de Thomas Mann (1875-1955) y la obra maestra que plasmó con ella Luchino Visconti (1906-1976)–; aunque me quedé perplejo ante ciertas menciones por no encontrarles un hilo conductor aparente, como la de Vladimir Horowitz (1903-1989), cuyas extraordinarias velocidades de interpretación establecieron un antes y un después en la música de los pianistas contemporáneos; y sobre todo las composiciones de Franz Schubert (1798-1831), que tenía el “don” de la melodía; Felix Mendelssohn (1809-1847), cuya música fue un tributo a la alegría; Ludwig van Beethoven (1770-1827), que fue un atormentado genial; Frédéric Chopin (180-1849), no siempre melancólico, a veces más bien impetuoso; y de los pianistas de hoy, Lang Lang (1982), que se ha convertido en una superestrella de excesivos manierismos, y Yundi Li (1982), cuyas interpretaciones de Chopin resultan convincentes.
En fuego Orfeo es, a mi juicio, un libro más hermético que Archipiélago de sombras, donde el cuerpo masculino se enseñorea en todo su esplendor a través de formas, olores, humores. El poeta configura un ámbito poblado de ángeles malignos o perversos con un trasfondo de mar en sombras, como un destino inexorable. De nuevo la mitología griega y el mundo clásico hacen su aparición, trabajados por el autor con parsimonia y delectación.
Se hacen aquí muy ostensibles el desamparo que proviene del deseo inalcanzado o los cuerpos huidizos en las sombras del bar, espacio-refugio para el encuentro erótico en el submundo de la noche. Muy elocuentes resultan las intertextualidades o alusiones a Miguel Ángel (1475-1564) en el verso “David en la pureza de Carrara”, o Caravaggio (1571-1610) y sus pinturas paganas; o el San Sebastián, icono del mundo gay que Yukio Mishima (1925-1970) inmortalizó en Confesiones de una máscara (1949); e incluso el submundo satanizado, la evocación permanente de lo griego con sus efebos deseados, los prohibidos laberintos poblados de jóvenes desnudos que hacen pensar en los imberbes chaperos que Constantino Cavafis (1863-1933) consagró en sus poemas eróticos. En fin, una serie de aquelarres celebrados en un “pantano del deseo” homoerótico, entre “cálidos racimos pasionales” y un interminable desfile de cuerpos núbiles muy codiciados.
Con estos dos libros, Miguel Ángel Náter continúa explorando con entrega y constancia su arsenal poético, al que dio apertura en 1992 con Ceremonial, en la Editorial Isla Negra. Ahora le toca seguir adelante en su incesante búsqueda, cavando hondo para revelarnos sus verdades íntimas, munido de la fuerza transgresora de sus palabras.

Santo Domingo, R. D., 5 de julio de 2019.
El autor es Director Departamento Cultural Banco Central, República Dominicana

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