Editorial: La alborada del nuevo siglo puertorriqueño

“Guánica ha quedado como si hubiese sido bombardeado”. Con esta frase, una residente de dicho pueblo describió la realidad de lo que se vive hoy en la zona suroeste de Puerto Rico, tras dos semanas desde que una implacable secuencia de temblores sacude los pueblos que transcurren desde Guánica hasta Ponce, que incluyen a Yauco, Guayanilla y Peñuelas.  El desplome de estructuras ha sido masivo. Miles de puertorriqueños y puertorriqueñas han perdido sus hogares y sus empleos, y tampoco abundan los lugares seguros donde refugiarse. El daño ha sido indiscriminado y abarca la zona completa, dejando al descubierto la fragilidad e improvisación de nuestras construcciones y la ausencia del mantenimiento adecuado que requieren las edificaciones para ser seguras. El ánimo general es de aturdimiento y desamparo en una población que todavía no se recupera del impacto y destrucción ocasionados por el huracán María hace dos años. 

Cuatro generaciones de puertorriqueños y puertorriqueñas desconocían lo que es sufrir en carne propia el poder destructor de un terremoto de gran magnitud, o de un huracán de categoría 5. Por un siglo habíamos sorteado los peores pronósticos y  amenazas, hasta que la naturaleza se encargó de recordarnos que estamos en El Caribe- el mismísimo corredor de los huracanes- y que nuestra Isla se asienta sobre fallas geológicas profundas que, de  tiempo en tiempo, se mueven y nos estremecen.  

Cuando en el año 1918, los pueblos de la costa oeste y noroeste sufrieron un gran terremoto de magnitud 7, y un subsiguiente maremoto, Puerto Rico era una isla en condiciones de pobreza extrema, con una población en general poco educada y de escasos recursos, y una metrópoli que acababa de imponernos la ciudadanía estadounidense bajo la Ley Jones como máxima ley de nuestro país. Similares condiciones aún prevalecían diez años después, cuando el huracán San Felipe- de categoría 5- atravesó Puerto Rico en 1928 causando cuantiosos daños y afectando gravemente la economía y la vida de nuestro pueblo. En ese tiempo, la meteorología y la sismología no eran las ciencias que son hoy, ni contaban con los conocimientos, instrumentos y tecnología que les permitiera describir, pronosticar y explicar estos fenómenos a una población asustada y dispersa. Tampoco se contaba con la infraestructura ni las comunicaciones desarrolladas que hay ahora, ni con la cantidad y variedad de organizaciones que brindan ayuda y servicios en desastres, ni con el enjambre de redes sociales que permiten allegar recursos y ampliar los reclamos de la gente. El pueblo puertorriqueño de entonces tuvo que echar mano de sus recursos menguados, y con su propio esfuerzo levantarse y reconstruir. Así se hizo, y las fotos y relatos de la época atestiguan la labor de reconstrucción realizada. El reconstruir sus hogares y restaurar iglesias y otros edificios emblemáticos que habían sido afectados, generó un gran orgullo entre una población que se adentró en el siglo veinte con renovada esperanza. 

Repasar la experiencia del siglo pasado es muy pertinente para obtener lecciones que necesitamos en el presente, cuando aún estamos aturdidos por la realidad de que nuestra tierra sigue temblando, luego de dos semanas consecutivas, y de que no hay certeza científica ni respuestas firmes sobre cuando dejará de temblar. Hurgar en el pasado es muy pertinente también para descubrir las claves que permitieron a nuestra población de entonces sobrevivir y reponerse de tan enormes catástrofes. 

Los temblores del suroeste de principios del año 2020 son los peores ocurridos en Puerto Rico en más de 100 años, pero también ha cambiado mucho el contexto que los rodea. Contamos con muchos más recursos, sobre todo con una población educada, una sociedad desarrollada, instituciones más sólidas, y una comunidad de científicos y expertos de todo tipo disponibles para acompañar a nuestra gente en su proceso de reconstrucción material y anímica. 

Como siempre lo ha hecho, nuestro pueblo se levantará. No podemos aceptar que nadie nos diga que el suroeste de Puerto Rico está a merced de un individuo como Donald Trump, presidente de turno de la metrópoli estadounidense. Eso sería un golpe demasiado bajo a la moral y al espíritu de nuestro pueblo. Si Donald Trump o el Congreso de Estados Unidos quieren ayudar a Puerto Rico en este momento, que lo hagan sin miramientos ni súplicas. Si los miembros de la Junta de Control Fiscal – que operan aquí y ven lo que está pasando- quieren cargar con la responsabilidad por responder a los buitres multimillonarios por encima de la necesidad apremiante de nuestro pueblo, allá ellos y ellas. Como quiera, el pueblo puertorriqueño se recuperará, aunque le tome muchos años. 

Tampoco debemos permitir la falsa narrativa de que los sectores de menos recursos son los culpables de haber perdido los hogares que construyeron con esfuerzo. Los temblores no  solo  han afectado las despectivamente llamadas construcciones informales. Decenas de edificios comerciales, facilidades deportivas y de salud,  carreteras, hoteles y viviendas de nueva construcción- construcción en la que mediaron planos, especificaciones, certificaciones profesionales y permisos- también se han venido abajo. Y lo que es peor, se han venido abajo escuelas, residenciales públicos y edificios gubernamentales de todo tipo, en cuya construcción se supone que se hayan aplicado los estándares de calidad y seguridad más rigurosos, porque albergan a cientos de personas  y costaron millones de dólares del pueblo de Puerto Rico. 

La fase aguda de los temblores habrá de concluir en algún momento cercano porque ese es el orden natural, según han explicado los expertos. Igualmente, concluirán la emergencia y las acciones de socorro inmediato para sus víctimas más necesitadas. A partir de ese momento, comenzará el verdadero nuevo siglo de la vida puertorriqueña; el siglo en el que un pueblo harto de mentiras y humillaciones le ofrezca una lección magistral de lucha, resistencia y voluntad a toda la humanidad

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