Editorial: Las trampas de la “igualdad”

 

Los acontecimientos de los últimos días han colocado al gobierno de Ricardo Rosselló y el Partido Nuevo Progresista (PNP) en una encerrona.  Dos años y medio después de ganar por una débil mayoría la gobernación por dicho partido, Rosselló parece aplastado por el peso de su paso errático por el escabroso y minado terreno de la política de Puerto Rico y Estados Unidos. Desde la Casa Blanca de Donald Trump, ya se trazó la raya en la arena. Un demoledor memorando, distribuido la semana pasada, establece la posición de su gobierno sobre los fondos de emergencia aprobados por su administración para Puerto Rico tras el paso del huracán María. El documento contiene, además, una bitácora amplia y muy negativa de las ejecutorias del  presente y pasados gobiernos de la isla en el manejo de los fondos federales desembolsados, y de los asignados en emergencias anteriores.

 Quizá alguien pueda impugnar la certeza de alguna de la información vertida en el documento. Lo grave es el precedente de haberlo publicado. Que desde la propia Casa Blanca se emita un juicio tan duro sobre los gobiernos de la Isla, con repetidas acusaciones de ineptitud y corrupción, deja mucho que decir y podría acarrear consecuencias inmediatas. Por ejemplo,  podría detener totalmente el desembolso de fondos, mientras el gobierno de Trump busca la manera de conformar una nueva y más robusta estructura de fiscalización y rendición de cuentas.  

Los errores cometidos son muchos y repetidos. La ruta de los gobiernos coloniales en Puerto Rico- tanto del PNP como del Partido Popular Democrático (PPD)- ha sido escabrosa y marcada por los signos de una inevitable decadencia y corrupción en la gestión pública.  El gobierno de Ricardo Rosselló se ha hundido más por haber pretendido ignorar las nuevas reglas del juego político en Estados Unidos tras la llegada al poder del nuevo jefe del Partido Republicano.

Ricardo Rosselló y el PNP confiaron que en Washington las cosas seguirían “business as usual”. Fallaron en entender el giro vertiginoso y radical que Donald Trump y su gobierno han traído al escenario político de Estados Unidos. Es un vuelco de 360 grados, que rescata y devuelve el “excepcionalismo estadounidense” al centro del debate político. Dicho concepto había sido guardado por décadas en un armario por los adalides de la globalización. “América para los americanos” es el nuevo mantra del credo trumpiano.  En esa ecuación,  Puerto Rico no cabe. Para Trump y su gente, Estados Unidos tiene bordes que solo ellos pueden definir. Nosotros somos otra cosa,  con todo y ciudadanía estadounidense por más de un siglo. Geográficamente separados; con un idioma, identidad y cultura distintos, somos disonantes para la integración. El “melting pot” no ha cuajado en Puerto Rico, y ellos lo saben.  Por eso nos llamó cándidamente “that country” uno de los ayudantes de Trump, en entrevista televisada y ampliamente difundida.  En el mundo de las divisiones profundas que Trump ha exacerbado en el seno de dicha sociedad,  la separación entre “ellos y nosotros” es un muro tan grande como el que se propone construir en la frontera de su país con México.  

 Puerto Rico nunca va a ser tratado igual que Texas, o Florida, o Louisiana. Para ellos no somos iguales. Insistir en la retórica de la igualdad y la paridad, impulsada por los gobiernos coloniales de Puerto Rico y los políticos Demócratas que odian a Trump, sólo logrará seguir abonando a la imagen negativa de un puertorriqueño al que le gusta que lo carguen. “Freeloaders” nos llaman en el idioma de ellos.

Tampoco son bien vistos los intentos para promover la estadidad. Sea la mal llamada Comisión de la Igualdad, que fracasó estrepitosamente en su objetivo, o los muchos intentos por impulsar legislación anexionista, también fracasados en el Congreso, se han estrellado ante la actitud prevaleciente en Washington. El eslogan de Trump, “Make America Great Again”, no incluye a Puerto Rico y punto. Así de claro está para todos en el gobierno federal. 

Tampoco ayudan el escándalo suscitado por la investigación federal a la ex secretaria de Educación Julia Keleher, y la revelación del dudoso contrato entre el Departamento de Educación y el bufete donde trabaja un hermano del Gobernador. Estos nuevos señalamientos servirán para darle credibilidad a las denuncias de la Casa Blanca sobre la corrupción en el gobierno de Puerto Rico. 

Se le acaba el tiempo al gobierno voluntarioso, inexperto e improvisado de Ricardo Rosselló y el PNP. Se viene abajo como castillo de arena. Si es que llegan, los fondos del gobierno de Estados Unidos llegarán cuando Trump lo decida. Lo que sí seguirá llegando son los golpes desde Washington, sólidos y contundentes. Golpes que marcan territorio y demuestran quién manda. Después de todo, Puerto Rico no ha sido nunca “santo de la devoción” de ningún presidente ni administración de gobierno alguna, Republicana o Demócrata. Algunas habrán sido menos hirientes y abrasivas. Todas nos han utilizado para su beneficio, según le ha convenido a los intereses de Estados Unidos en cada momento.

 Cuando ganó las elecciones, Rosselló sabía que tendría que lidiar con una deuda pública de $72 mil millones y creciendo. Sabía que la impuesta nueva ley colonial PROMESA  y el nombramiento de una Junta de Control Fiscal, investida de poder por el Congreso y el Presidente de Estados Unidos, no lo dejaría gobernar a su gusto y antojo. Su grave error ha sido creerse que puede burlar las reglas del juego colonial. Creerse el cuento de “la igualdad” y pretender imponerlo. Todavía no entiende que apostar a la dependencia como estrategia central de desarrollo económico solo garantiza el fracaso. El desarrollo de un país se construye con trabajo. La mendicidad no levanta a nadie, y mucho menos a un pueblo. 

 

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