Editorial Ley PROMESA: crónica de un fiasco advertido

 

El pasado 30 de junio se cumplieron cinco años desde que la Ley PROMESA- para la supervisión fiscal de Puerto Rico y la restructuración de su deuda pública- fue aprobada por el Congreso de Estados Unidos y firmada por el entonces Presidente de dicho país, Barack Obama.  Al firmar la ley, Obama intentó quedar bien consigo mismo y con la historia al expresar que, dentro de las realidades de la enorme deuda de Puerto Rico, y los conflictos y diferencias de toda índole entre los políticos Republicanos y Demócratas en Washington, “esta ley fue lo mejor que se pudo conseguir.”

Ciertamente, pudo haber sido peor que Puerto Rico quedara totalmente desprotegido y a merced de los inescrupulosos y voraces buitres de Wall Street, dueños de la deuda. Pero la alternativa de imponernos  este nuevo agravio colonial, atropellado e insensible, con una Junta de Control Fiscal (JCF) nombrada por la metrópolis, con poderes cuasi plenarios sobre las decisiones más importantes de nuestro país, es una afrenta inmerecida e intolerable para nuestro pueblo. Especialmente, cuando las decisiones que se toman en cuartos oscuros por siete personas que no conocen a Puerto Rico, pueden afectar irreversiblemente a una institución  como la Universidad de Puerto Rico (UPR), que ha sido el puntal sobre el cual se ha montado el desarrollo intelectual, académico, científico, social y económico de nuestro país hasta el día de hoy.

Además, las decisiones de la JCF han desprotegido insensiblemente a los sectores más vulnerables y desaventajados del pueblo puertorriqueño, que dependen de la prestación de servicios esenciales del Gobierno y que, por cinco años, han vivido en precariedad e incertidumbre, quizá preguntándose qué han hecho para merecer un trato tan injusto.  A esto hay que añadir las secuelas de la reciente racha consecutiva de desastres- la peor en más de un siglo- dos huracanes de alto poder en 2017, secuencias de terremotos en el Sur de la Isla a fines de 2019 y principios de 2020, y la pandemia del COVID-19 de la que todavía no hemos salido.

Por eso, lejos de un alivio y “de lo mejor que se pudo conseguir”, PROMESA se ha convertido en una camisa de fuerza para nuestro desarrollo sostenible y en un escollo para las posibilidades mismas de que Puerto Rico pueda cumplir con el pago de la deuda a largo plazo, a la vez que se reconstruye. Así lo reconoce el Centro para una Nueva Economía (CNE), que en febrero de este año le comunicó al Gobernador Pedro Pierluisi su objeción al Plan de Ajuste de deuda (POA, por sus siglas en inglés) presentado por la Junta de Control Fiscal (JCF). “Ante la falta de proyecciones económicas y financieras confiables, no es factible que Puerto Rico presente un Plan de Ajuste de buena fe que sea vinculante para el gobierno de la isla por 30 años”. Y concluye: “De hecho, según la propuesta actual, la liquidez (del Gobierno de Puerto Rico) se reduce significativamente para 2026 y para 2030 el saldo de caja inicial es negativo al comienzo de ese año fiscal”.  Cabe señalar que el último estado financiero del Gobierno de Puerto Rico que se ha hecho disponible corresponde al año 2017, cuatro años de atraso en la presentación de información financiera crucial para la toma de decisiones sobre el País.

Pero no es solo el CNE quien opina de esta forma. La Oficina de Contabilidad General del Gobierno de Estados Unidos (GAO, por sus siglas en inglés) coincide, y así lo expresa en su más reciente informe a los Presidentes de los Comités de Recursos Naturales del Senado y la Cámara de  Representantes  en junio de 2021. El informe del GAO recalca que existe incertidumbre sobre la capacidad de Puerto Rico para generar crecimiento económico sostenido. Afirma que este sería uno de los dos factores principales que determinarían el futuro de Puerto Rico junto al resultado del proceso de reestructuración de la deuda. Al igual que el CNE, el GAO concluye que, durante estos cinco años, en Puerto Rico no se han implementado las reformas estructurales ni las iniciativas de desarrollo económico necesarias para apuntalar ese crecimiento sostenido al que se aspira.

Un factor adicional de mucho peso a considerar es que la JCF nos cuesta muchísimo más de lo que aporta. Se estiman en $1,500 millones los costos que pagará Puerto Rico asociados a la reestructuración de la deuda. Los gastos por servicios legales y profesionales  se estiman en $9.3 y $30.2 millones respectivamente para el año fiscal 2021, y en $10.8 millones los gastos de nómina de 92 empleados de la JCF para este año fiscal.

En conclusión,  la Ley PROMESA y su criatura, la JCF, son la crónica de un fiasco largamente advertido. Han fracasado en sus objetivos principales de lograr un proceso ordenado de reestructuración de la deuda y sentar las bases del crecimiento económico futuro del país. Si bien es cierto que la inyección de fondos del gobierno de Estados Unidos para el alivio de la crisis creada por los desastres y la pandemia del COVID-19 dará un impulso a la economía a corto plazo, eso no sustituye la obligación de la Ley PROMESA y la JCF de poner en vigor un plan de revitalización económica para que este “territorio de ultramar”- eufemismo con que el gobierno de Estados Unidos nombra a sus colonias- tenga una economía saludable y sostenible, y no dependa del vaivén de las prestaciones federales.

 

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