EDITORIAL: PROMESA, la Junta y la pandemia del COVID-19

 

Con la inesperada renuncia hace un par de semanas, del presidente de la Junta de Control Fiscal (JCF), José Carrión III, y de otro de los miembros del organismo, Carlos M. García, comienza a evidenciarse el desmoronamiento del andamiaje que pretendió crear la Ley PROMESA para la resolución de la deuda pública de Puerto Rico y la creación de iniciativas para el desarrollo económico de su colonia.  Si bien Carrión III y García son los primeros, se rumora que no serán los únicos miembros del organismo fiscal en “tirar la toalla” próximamente ante la imposibilidad de hacer avanzar el proceso que les fue mandatado por el Congreso de Estados Unidos. Realmente, la Ley PROMESA nunca fue muy promisoria. Su nombre en español es realmente irónico, ya que la realidad de Puerto Rico siempre chocó con su objetivo principal, que es lograr que se pague la deuda pública con el menor costo posible para las grandes empresas financieras que son nuestros principales acreedores, y sin ningún costo para el Tesoro de Estados Unidos.

Desde el principio, la JCF no tuvo  un buen augurio en Puerto Rico. Desde el anuncio mismo de los nombres de sus integrantes, surgieron las sombras del conflicto de interés que representaba tener sentados en la JCF a dos ex oficiales financieros del gobierno de Puerto Rico en varios de los momentos en que creció la deuda del país. José Ramón González y el renunciante Carlos M. García- ambos ex presidentes del Banco Gubernamental de Fomento de Puerto Rico (BGF) y del Banco Santander, un banco privado que operó en Puerto Rico desde 1976- fueron instrumentales en el papel protagónico que dicha entidad bancaria privada jugó en la estructuración de la deuda de Puerto Rico, lo que le permitió aprovecharse y generar millonarias ganancias. Quedaba claro, entonces, que González y García no debieron integrar nunca la JCF, habiendo sido jueces y parte en muchas de las transacciones financieras que desembocaron en la quiebra de Puerto Rico, según se desprende del informe Piratas del Caribe: cómo el control de Santander sobre el BGF empeoró la catástrofe fiscal para los puertorriqueños, realizado por la organización Hedge Clippers y difundido en diversos medios importantes de Estados Unidos.

Otra decisión que ha tenido un costo grande para la JCF  fue su negativa a realizar la auditoría integral de la deuda de Puerto Rico que  reclamaban importantes y amplios grupos de ciudadanos. El informe de la firma Kobre & Kim del 2018, con el cual la JCF pretendió acallar los reclamos por una verdadera auditoría de la deuda, fue un ejercicio fallido que no identificó ni fijó responsabilidades e incluso pareció excusar las actuaciones de los oficiales del gobierno de Puerto Rico y de las compañías privadas involucrados en las emisiones de bonos que llevaron nuestro país a la quiebra. Recetar austeridad al pueblo sin ni siquiera atreverse a señalar por su nombre a los responsables de la debacle ha sido un insulto inexcusable.

La JCF tampoco demostró visión ni compasión para Puerto Rico.  Compró la receta neoliberal que le vendieron sus asesores de McKinsey & Company,  y demás consultores y abogados, sin tomar en cuenta la realidad desfavorecida del país, ni la resistencia tenaz que encontrarían cuando el pueblo se sintiera atropellado. Han pasado cuatro años y se han malgastado cientos de millones de dólares de nuestro pueblo en litigios, abogados, consultores, planes fantasiosos y salarios fabulosos sin que se hayan producido logros significativos hacia la resolución de los problemas fiscales y económicos de Puerto Rico.

Para completar, una sucesión de eventos catastróficos naturales y políticos han terminado por aplazar indefinidamente la agenda fiscal de PROMESA y la JCF, incluyendo su gran objetivo de reestructurar la deuda. Entre dichos eventos sobresalen la destrucción provocada por los huracanes Irma y María, la incompetencia y la corrupción del gobierno durante este cuatrienio y las protestas populares masivas que culminaron con la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló, el impacto de los terremotos en el sur de Puerto Rico, y durante los últimos meses, la pandemia del COVID-19 que sigue recrudeciéndose y oscureciendo el panorama de la salud de nuestra gente, de los empleos, los negocios y la economía de Puerto Rico.

Nada de esto hubiese podido anticiparlo el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, cuando el jueves, 30 de junio de 2016 estampó su firma en la ley del  Congreso “The Puerto Rico Oversight, Management and Economic Stability Act”, (PROMESA, por sus siglas en español). En ese momento seguramente pensó que reafirmaba el poder sobre Puerto Rico de la Cláusula Territorial del Congreso de Estados Unidos y  dotaba al “territorio” de un mecanismo jurídico que le permitiera reestructurar su deuda pública de más de $72 mil millones, y cuyos principales acreedores eran algunas de las más poderosas entidades financieras de la metrópoli estadounidense.

Así se montó todo este poderoso andamiaje jurídico y legal, ideado e implantado por la metrópoli estadounidense para zapatearse de la deuda pública de su principal colonia, el cual se ve ahora puesto en  jaque por una feroz pandemia global que, en el caso de Puerto Rico, tiene también un profundo trasfondo colonial.

 

 

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