El anfitrión

 

No es que no quiera que vengan. Lo que pasa es que la sola idea de ser anfitrión me produce un malestar inexplicable. Cada vez que alguien me anuncia visita, me entra una cosa en el cuerpo que no me deja bregar. El espíritu aventurero, curioso y resolutivo que despliego naturalmente cuando viajo, aquí es suplantado por un sentimiento de pesimismo y tedio que me paraliza. ¿Y adónde los llevo? ¿Qué los puede impresionar? ¿Les gustará la comida? ¿Se aburrirán? ¿Y de qué hablaremos? Porque después de dos o tres días los temas se agotan y la visita empieza a estorbar.

Tendría que tomarme unos días libres. Cómo no voy a llevarlos a la playa, a Gozalandia, a comer domplines del Trigal y helados chinos, a los museos, grandes y pequeños, a las barras de esquina y a las de moda… los edificios despintados, los hoyos de las calles, los cortes de agua, los apagones… De pensarlo, se me frunce. Prefiero ser el visitante que el visitado porque el visitante siempre gana.

Aterrizaban temprano en la mañana, y la aplicación decía que el vuelo que venía de Madrid ya estaba en el gate. Solo faltaba que aparecieran por la puerta y nos saludáramos efusivamente con la torpeza de quienes no se ven desde hace tiempo.

– ¡Miguel! -, escuché entre la muchedumbre multicolor que salía como un tapón humano por la puerta, luego de cuarenta minutos esperando. Ay, dios mío, por ahí viene…

– ¡Hermano! ¡Joder, tanto tiempo! -, y nos abrazamos bien fuerte.

Detrás de él, Julie, igual de sonriente que cuando la conocí por facetime el día que Roberto me dijo que venía, esperando su turno para abrazarme también y darme dos besos a la francesa.

– ¡¿Ça va?!

– ¡Ça va bien! -, le contesté más excitado de lo que hubiese querido, y Roberto me miró con cara de no te emociones tanto, guapo. Qué vergüenza…

Caminamos hacia el estacionamiento hablando de lo típico, que si cómo estuvo el vuelo, cuántas horas de retraso en Newark, que si el imbécil del azafato le dio agua por vino, el bebé llorando y la pobre madre haciendo de todo para calmarlo, que no, Julie, qué pobre ni pobre, pobre el resto que nos tuvimos que tragar al mocoso, por lo menos la pasta estaba buena… hasta que llegamos al carro. Julie observaba y escuchaba. Yo, de vez en cuando, intentaba incluirla en nuestra conversación, pero Roberto la atropellaba con la benevolencia del que cree que tiene una misión salvadora (ella no hablaba muy bien español).

Roberto fue mi mejor amigo desde que llegó al colegio en quinto hasta séptimo grado. En séptimo nos dejamos de hablar porque se hizo novio de Yovaska, la nena que él sabía que me gustaba. Y al año siguiente ya no lo vi más. Su papá había terminado el proyecto que tenía aquí con el Tren Urbano y regresaron a España. Yo lo quería mucho, pero cada vez que yo hacía algo bueno, que ganaba una competencia, que sacaba mejor nota que él o que llevaba algo nuevo, él se ponía raro. Por varios días me dejaba de hacer caso y se iba a jugar con Antonio y Gerardo. A mí me importaba lo justo; ya yo sabía que él era así y no le hacía caso porque, al final, siempre me terminaba buscando como si nada. Como hace una semana cuando llamó, luego de casi diez años sin hablarnos (por nada en particular), para decirme que me vendría a visitar.

El camino a Ponce se me hizo corto. Roberto no paró de hablar. Me contó lo del cáncer de su mamá, de la empresa de camisetas que había montado con un amigo, de la depilación láser que se hizo en el pecho, del portavoz negro del partido de ultraderecha, de la boda de su hermana Claudia, qué gusto verte, hijo de puta, ¡estás igualito pero más gordo!, y de la casita que se quiere construir en un terreno de su papá para irse a vivir con Julie ¿verdad, mi amor? La pobre Julie. Solo miraba por la ventana, abstraída totalmente de lo que hablaba su novio, y yo con ganas de conocerla; de escucharla hablar de su vida con ese acento francés que tanto me gustaba y de dilucidar cómo carajo había terminado con el insoportable de Roberto. En dos ocasiones intenté preguntarle cosas a Julie. Una vez, en mi precario francés de segundo de universidad: ¿d’où viens-tu? De un pueblitó de la Bretagne, près de Brest, qui se llamá Gouesnou… “Le llego hasta Perú, esnú, desnudo, me como todo el pollo, me como tu filete crudo…”, tío, es que cada vez que Julie dice güesnú, no puedo evitar acordarme de esa canción, nos interrumpió Roberto, bien imprudente y riéndose de su chiste. Julie también se rió. Parece que el único que sufre de vergüenza ajena soy yo. Luego quise indagar más sobre lo que hace, su obra artística (era una grabadora sobresaliente según las redes), en qué se inspira, y bla bla bla, pero a Roberto se le ocurrió que teníamos que parar en Santa Isabel a orinar.

Llegamos al apartamento poco antes de mediodía. Bajé las maletas mientras Roberto aprovechaba para besar a Julie, orgulloso del planazo vacacional que el cabrón se había montado a costa mía, aunque en el fondo sé que también me quería ver. Les enseñé la casa por encima -no había mucho qué ver-, los acomodé en su habitación y me fui al baño a destensar la cara, que estaba entumecida de tantas veces que me quedé con la risa congelada.

Roberto y Julie se quedaron dormidos. Les junté la puerta y me fui a la mesa del comedor a corregir unos exámenes que tenía pendientes. Ahí sentado me puse a recordar cuando éramos chiquitos y yo me quedaba en su casa para jugar a la play y ligar a su vecina Yelitza desde la ventana del cuarto de sus papás. Roberto era alto y flaco (pero definido), de pelo negro encaracolado y de cejas gruesas, con una sonrisa Colgate que a cualquier le daban ganas de comérselo. Nunca se lo dije, pero yo siempre entendí por qué Yovaska lo eligió a él y no a mí. Yo también lo hubiese elegido a él, aunque ahora le falte la mitad de su pelo.

Esa tarde noche la pasamos en la terracita de casa poniéndonos al día entre cervezas, queso, pan y salami. Julie se veía contenta y bella. Era una francesa rolliza, no tan alta, de pelo corto castaño y rizo, que conoció a Roberto en la boda de su hermana Claudia. Le encantaba todo sin haber visto nada, y estaba especialmente interesada en manger des alcapurriás y ver las máscaras de carnaval confeccionadas con papel maché. Roberto se veía feliz. Me miraba feliz y eso me gustaba.

La noche acabó y por fin nos fuimos a acostar. Me sentía extenuado. El primer día de la visita siempre es el peor, sobre todo si no la has visto en tanto tiempo: la logística del aeropuerto y la incomodidad del primer momento (no importa que te sientas genuinamente contento de verlos), las conversaciones absurdas sobre el clima y el vuelo, el primer contacto con la novia desconocida, y el reconocimiento, a medida que van pasando las horas, de que los detalles del otro que alguna vez te sacaron el mostro, lejos de haber desaparecido, se intensificaron con el tiempo. Igual que se intensificó esa sensación de inquietud y nervios que me producía estar cerca de Roberto y que creía haber superado.

Me acosté planificando el día siguiente. Como solo estarían conmigo una semana a lo sumo (el resto lo harían por su cuenta), podría programar varias visitas culturales y paseos sin el riesgo de quedarme sin opciones.

Cuando me levanté, Julie ya estaba pululando por ahí. Qué incómodo levantarte en tu casa, ir a la cocina como de costumbre, y encontrar a una desconocida ensuciando los primeros platos y tazas del día. Me gusta ver el fregadero impoluto y la encimera sin migajas y ser yo el primero en preparar el café. En eso salí a papi. Nadie podía leer el periódico antes que él. Julie, que se tomó a pecho lo de “siéntanse como en su casa”, ya se había preparado un café negro y dos tostadas de mermelada de mangó, de la que yo hago.

-Está muy buena, Robertó. C’est vraiment delicieuse…

-Merci bien, Julie-, le contesté y seguí haciendo el café.

Julie y yo nos sentamos en la mesa del comedor y desayunamos juntos. Aunque por la mañana prefiero el silencio, si acaso el radio con las primeras noticias del día, se agradecía una conversación mañanera ligera, sin las interrupciones y sandeces de Roberto, que seguía en el quinto sueño. Julie tenía la cara hinchada y con las marcas de haber dormido enterrada en la almohada. A ella no le importaba en absoluto, como tampoco le importaba que la camiseta x-large se transparentara. A veces, incluso, sentía que me miraba distinto, como si me estudiara o, peor aún, como si me estuviese probando. ¿Tendré un moco? ¿Mal aliento? ¿Pensará que soy un snob porque intento intercalar el español y el francés cuando le hablo? Yo, por mi parte, identificaba en cada uno de sus gestos, de sus palabras, en sus manos, en el roce accidental de su pie con el mío, las razones del amor de Roberto.

-Macho, qué bien he dormido, joderrrrrr-, nos saludó enérgico él y su pene medio erecto.

Aproveché su interacción eróticofestiva con Julie y me fui a cambiar de ropa. Tanta expresión de afecto me empalaga. En una me viré para decirle algo y ya le tenía la mano encima del panti. También vi que su espalda y brazos conservaban las dimensiones armónicas que recordaba.

Los llevé al panteón Baldorioty, un cementerio del diecinueve en donde están enterrados los restos de varios próceres de la patria y algunos muertos más pedestres. Pensé que había sido una buena idea hasta que Roberto preguntó con evidente sorna que dónde estaba la tumba de Jim Morrison. Pues bueno, no está Jim Morrison, pero está la de Antonio Paoli, le dije intentando convencerlo inútilmente del valor de aquel páramo solitario de tumbas llenas de maleza e ideales trasnochados. Y en parte tenía razón. Pero a mí me gusta porque nunca hay nadie, solo el cuidador que hace de guía y te recita como un robot los datos, fechas y tumbas que hay que saber cuando llegas.

Por un momento me puse nervioso. Como anfitrión uno siempre quiere agradar, y, si se puede, impresionar, pero con Roberto esto era imposible. Siempre tiene un comentario mordaz en la punta de la lengua que deja caer como si nada cuando menos te lo esperas, como cuando me dijo al frente de Yovaska que me estaban creciendo las tetas y que tenía que ponerme brasier.

Julie parecía conforme. Por ahí andaba haciéndole fotos a todo, sobre todo a las casas de madera y zinc construidas contra el muro trasero del cementerio. Yo aproveché y me senté en un banquito de cemento medio cojo, bajo la sombra de un árbol que no supe identificar. Roberto también se sentó.

Ninguno decía nada. Yo miraba hacia cualquier parte intentando no parecer incómodo, mientras que Roberto observaba, admirado y enamorado, la curiosidad impetuosa de aquella francesa impudorosa que no le hacía asco a nada. Me encantaba verla sonreír, ir de aquí para allá como una niña preguntona de cinco años. Y me entristecía porque Roberto siempre encontraría una razón para amarla. De repente, una brisa oportuna levantó tierra y me cayó algo en el ojo. Roberto, sin pensarlo, me agarró la cara y me empezó a soplar.

No estaba muy seguro de si me estaba acariciando la oreja derecha o si yo me lo estaba inventando. En ese momento todos mis sentidos colapsaron, el corazón se me puso a mil y el cuerpo se me endureció. Roberto acercó todo lo que pudo su boca a mi ojo para intentar sacar al intruso. Miró vigilando a Julie y volvió su boca nuevamente a mi ojo izquierdo, y sin soltarme la cara me lo besó y me pasó la lengua. Yo solo metí tímidamente las dos manos por los costados de su pantalón corto y dejé que hiciera lo que quisiera.

Julie apareció a los minutos, cuando yo ya me estaba limpiando la saliva caliente de Roberto con la manga de mi camiseta, y nos besó a los dos en la boca.

Salí vivo y alegre de entre los muertos, ansioso por turistear con Roberto y Julie. La Isla era nueva y, por primera vez, no quise que la visita se fuera…

Artículo anteriorLo que nos llega del mar: la hermandad antillana
Artículo siguienteEl alemán de «El Limón»