El apocalipsis de los zombies: reseña de cuento inédito

Por Ana Pérez Leroux/Especial para En Rojo

 

Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; 

porque el primer cielo y la primera tierra pasaron,

y el mar ya no existía más.  (Apocalipsis 21, Reina-Valera 1960)

 

Todas las historias son travesías. Para domesticar el curso arrollador del tiempo, todopoderoso, creador del cielo y tierra, curador de todo pesar y toda perdida, transponemos el orden temporal a trayectorias en un mapa. El regreso del héroe, los desvíos de Ulises, los que se van de Omelás, el paso fluvial de Tom y Huckleberry, y los cuarenta días andando por el desierto.

En nuestra cuarentena de más de cuarenta días, el tiempo deja de ser una línea recta o circular, un camino claro, y se convierte en un bosque de brumas. Un minuto se convierte en siglo. Siete años son iguales a una visita al dentista. Vienen a la memoria viejos tiempos, esos tiempos de antes del internet. Como dijo Diana Gabaldón en una de sus novelas de fantasías, “si el tiempo es lo mas que se parece a Dios, la memoria, por seguro que es el diablo”. Antiguas heridas nos sorprenden al doblar la esquina de algún recuerdo, y alegrías de infancia se hacen tan frescas como en su momento original. Nos atormentan antiguos errores y nos humillan desprecios ya olvidados. La mente repasa pequeñas y grandes decisiones tomadas, entendiendo ahora que en aquel momento no teníamos la menor idea de las consecuencias monumentales de actos aparentemente inconsecuentes. Nora Dávila, poeta, solía decir que en la vida no eran las cosas grandes las que de verdad afectaban el curso del destino, si no las pequeñas. Los poetas y escritores acuden en este momento, mitigando el tedio, restructurando el mapa desdibujado, construyendo cartografías en las nubes y reparando las estelas en la mar.

Uno de mis autores favoritos es mi hijo. Nunca ha publicado, porque no se imagina que a alguien le gustaría leer lo que escribe. La primera vez que se escapó de su cuna solito, se presentó en mi cuarto con un pañal súper mojado y parado al lado de mi cama,  me contó el cuento de Blancanieves. “Apple. Pum. Kiss”.  Chiquito, íbamos una vez por semana a la biblioteca pública en Northampton, Massachusetts,  y sacábamos siete libros, uno para cada noche.  El los recreaba después a su manera y me los recontaba.  Aprendió a leer solito a los cuatro. En su escuela creían en el desarrollo integral y no en la alfabetización temprana, y cantaban el alfabeto pero no lo enseñaban. Yo le repetía letreros “Stop”, “Dunkin Donuts”, “Pleasant Street”, cuando salíamos de paseo.  Descubrí que sabía leer cuando una tarde se subió a un árbol, y señaló: “Mira, mami, fiukiu.”  En la escuela primaria escribió un primer poema, “Capitán Cringe”, donde el valiente capitán se acerca furtivo al árbol del miedo y sobrepasa horrores y peligros.” En una de las mudanzas perdí el poema, lo que lamento mucho, porque era espectacular.

 

Siguió escribiendo cosas estupendas en la secundaria y en la universidad, a veces compartiendo, a veces no.  El cuento de Mrs. D. y el brote epidémico me lo ofreció de regalo de cumpleaños.  En esa historia, el personaje principal es Mrs. D., una señora mayor que vive sola en su casita de campo. Su hija la llama de la ciudad, para advertirle del brote epidémico que se acerca, que convierte a las víctimas infectadas en horrores carnívoros.  Mrs. D. sale de su casa, pasa por el vecino (que está infectado), va a la oficina del veterinario (también infectado), a la tienda, y se vuelve a su casa (que está invadida por guerrilleros armados escapados del caos de las zonas urbanas). Mrs. D. sobrevive el apocalipsis de los zombies porque en su imaginación pulcra y puntual no hay lugar para el caos: toda anomalía tiene una explicación amable, todo obstáculo se rodea con cortesía, el peligro ni se percibe, y al horror, cuando toca a la puerta para venir de visita, se le abre y se le saluda, pero no se le invita a sentarse ni se le brinda una taza de té. Releyendo el cuento de Mrs. D. veo ahí una guía para el apocalipsis de los zombies:  seguir las rutinas, mantener la cordura, ser amables con los vecinos –pero manteniendo una distancia cortés–, beber limonada, y leer una buena novela.  Las crisis, decía el famoso pediatra neonatólogo Terry Brazelton, son oportunidades para el cambio.  Re-imaginémonos el mapa, redibujemos el camino.  Abramos los ojos al cielo nuevo y a la tierra nueva. Las cosas que no nos parecían posibles hoy son pan de cada día.  El cielo esta más limpio porque los carros están parados. Los gansos salvajes se pasean por la avenida St. Clair en Toronto,  seguidos de gansitos acabados de salir del cascarón, y los peces han vuelto al puerto de Venecia.

 

Un chiste dominicano que circulaba hace unos días dice que, en este apocalipsis, los que toquen música de reguetón en las playas de Bahía de las Águilas son los primeros que tienen permiso para salir de la cuarentena. Los segundos en salir deben ser aquellos que creen en el chupacabras, pero no en el coronavirus.  Los terceros, los que compran lotería, pueden salir un poco después.  Al resto de ustedes se les recomienda, si es posible, que se queden encerraditos en sus casas, porque a todos y a cada uno los necesita el planeta, sanos y salvos.

 

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