El cuerpo del poema: Click of a shutter. Testimonio*

Me hablan de este libro, me invitan a hablar de él: Cuerpo del poema. ICP. San Juan. 2017. Una antología de poemas seleccionados por Irizelma Robles y fotografías de Adál Maldonado.

Sobre los poemas, tengo el gusto de conocerlos porque tengo la mala costumbre de leer como si fuese un modo de respirar. Lo es. Entonces el fotógrafo le añade imagen. En la hora de los selfies, Adál nos recuerda el retrato, el “portrait” que comenzó a trabajar en The Evidence of Things not Seen en 1975. Una década después retrató a figuras relevantes de la diáspora en Portraits of the Puerto Rican Experience.

Ese interés en los retratos es descrito por el propio Adál de este modo: “My interest in the portrait lies in the hunt for an illusive essence that lives inside each person and that we tend to hide. And then to hunt him until he or she reveals themselves and capture them forever with the click of a shutter” (Cuerpo del poema. p.15).

El libro que nos reúne hoy (5 de abril de 2018) es un abrazo entre poetas de la ciudad de la diáspora, ese Nueva York que se derrama en otras ciudades, y los de la isla. No puedo ver el libro sin pensar en el cuerpo del poema o el cuerpo de los poetas en medio de la ciudad mirando al horizonte de la cámara o mirados por el lente. Los ojos sorprendidos como peces con el “click of a shutter”.

No puedo dejar de pensar en Puerto Ricans Underwater, una serie profética que comenzó a circular hace dos años (2016) en Facebook e Instagram, que nos parece una alegoría hermosa de la situación monstruosa en la que nos encontramos hoy. O en su proyecto más reciente, Los dormidos en el que este operador de percepción, este inventor de desenfoque y/o escrituras de luz, mientras dormimos: a. planifica el modo de tocar los sentidos para formar una impresión consciente de la realidad física de su entorno a través de imágenes visuales; b. (d)escribe el/la un conjunto de procesos mentales mediante el cual su alter ego (Adál Maldonado) selecciona, organiza e interpreta la información proveniente de estímulos, pensamientos y sentimientos, a partir de su/la/mi/tu experiencia previa, de manera (supra) (i) lógica o (in)significativa; y c. enchufa una corriente filosófica (protoidealista o (ir)realista) a su laptop para editar las fotos que dispara con su(s) cámara(s).

Pero, el “cuerpo del poema/poeta”. Pienso en el cuerpo insomne del poeta mirando como el agua le llega al cuello.

Cuando el insomnio, mal de los filósofos (decía Gaston Bachelard) y los poetas (añadimos), aumenta con los ruidos de la ciudad, el pago de los impuestos en una isla en quiebra sin servicios públicos; cuando, ya tarde en la noche, o temprano en la mañana, los automóviles roncan, y el paso de los camiones me induce a maldecir mi destino ciudadano, encuentro paz viviendo las metáforas del océano como si fuera un filósofo francés, en el ruido del mar como línea de deseo, como le pasaba a Ismael Rivera en su guaguancó pa’ La Perla.

Eso es lo que leo en Cuerpo del poema. No me crean a mí, créanle al poema de la página 19: “Tiene un verso con tu nombre reflejado en el agua”.

O el de la página 21, de Néstor Barreto: “era un hombre ya, llorando en el pecho de una bahía/era un lago de cinco sentidos y cinco no sentidos”.

O el de la página 23, de Sheila Candelario: “Un lago oscuro, vivo, profundo.reflejos de vidrio roto ocultando el fondo.

O el de la página 27, de Mayda Colón: “Qué posibilidad puede cargarse/en la mirada, qué lenguaje líquido/perdido trae al pez desde su fondo de branquias”. Miren los ojos de esos retratos.

Se sabe que la ciudad es un mar ruidoso, un río de gente, se ha dicho muchas veces que “París deja oír, en el centro de la noche, el murmullo incesante de la ola y las mareas”. Lo he escuchado en Santurce. O cuando viví, fuera de foco, en la Babel de Hierro, en la que vagaban poetas como Pedro Pietri, o el Pájaro Loco, Yván Silén, en el lente de Adál.

Entonces convierto esas imágenes del más raro espacio de los lugares comunes en una imagen tan mía como si la inventara yo mismo, según la dulce manía de creer que soy siempre el sujeto de lo que pienso.

Este es mi cuerpo que camina o que se hace rodar en una máquina. Si el rodar de los carros se hace más doloroso, me ingenio (como el de azúcar) para encontrar en él (el rodar) la voz del trueno que me habla y me regaña. El trueno: espero los rinocerontes que aparecen con el fogonazo del relámpago. Y tengo compasión de mí mismo.

Y me ensueño arrullado por los ruidos suficientemente lejos, suficientemente cerca, de la 65 de infantería como en un tiempo fue la 106. Debo suponer que se me nota en el rostro. Adál Maldonado lo habrá notado cuando me sugirió una mirada de tres cuartos, o una mirada de frente, mirando al lente. Todos hemos sido mirados en ese libro, como cuando se dice “se toca con los ojos”, mirada háptica de Adál Maldonado, porque me parece que la manera de percibir de este fotógrafo es más compleja de lo que su tranquilidad de monje zen calla mientras trabaja.  La palabra “háptico” deriva de un vocablo griego que significa tocar, y, en sentido amplio, el estudio de la percepción que se logra “explorando activamente con las manos los objetos, y evaluando las impresiones cutáneas y las sensaciones cinestésicas, además de las del calor y el frío”. (Umberto Galimberti, Diccionario de psicología, México, Siglo XXI, 2002)  Adál Maldonado lo habrá logrado, esas/algunas ilusiones perceptivas, cuando nos sugirió una mirada de tres cuartos, o una mirada de frente, mirando al lente, un salto, un recostarse en el sofá, otro salto.

Un salto que despertara al/la poeta que duerme alerta en las calles de Santurce, Carolina, Ponce…su cuerpo siempre es una errancia. Pero entonces el proyecto de Irizelma Robles y Adál Maldonado, El Cuerpo del Poema, es una hermosa agonía de darle rostro al rostro del/la poeta que no se está quieto, aparentemente quieto. Yo no sé, digo rostro como si ese fuera el cuerpo. Lo que pudiera querer decirse es que la escritura de luz en un espejo y el poema que acompaña a cada espejo es un pedazo de otro espejo. Como en ese poema de Servando Echeandía, en la página 33 que citaré al final porque ahora quiero citar a Borges.

En uno de los relatos más citados de Borges, titulado Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, escribe: “El espejo inquietaba el fondo de un corredor (…) Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso”.

También se podría decir que el espejo es el elemento siniestro que dobla al individuo hasta hacer de él su propia imagen. El espejo no tiene retrato, portrait, pero puede hacer multiplicar el rostro. El espejo tiene algo de olvido, de puerta o vía que permite escapar a la presencia de sí, mediante su doblez. Recuerdo cuando niño que me llevaban a la barbería del barrio y me veía repetido, mi rostro lleno de feliz asombro y vértigo, decenas de veces en el espejo que estaba frente a mí, reflejado en el espejo que estaba tras de mí. Era una rara existencia que se basta a sí misma.

Si se observa detenidamente las fotos de Adál en EL CUERPO DEL POEMA, se verá en cada rostro, aún en aquellas en las que el/la modelo asume posturas juguetonas, una suerte de grieta, este espacio deshabitado en uno mismo, el lenguaje inarticulado y marcado por el instinto de muerte. Es lo que Jacques Lacan denomina la “escisión” del sujeto por el hecho de que habla o se expresa. Esa mirada de Mayda Colón, por dar un ejemplo, expresa el drama de su inserción en el orden simbólico. Así lo veo. El cuerpo, o su rostro, sujetado por el discurso, destruye la relación inmediata de él mismo consigo mismo. El lenguaje ya especula: el sujeto sujetado muestra cómo quiere verse o hacerse ver. Miro los retratos, leo los poemas, veo en cada rostro un aviso o un ojo avizor de una experiencia originaria de placer o de desplacer. Sobrelectura. Quizás (no). El lenguaje, dice Lacan “que es también aquello por lo cual el deseo es posible, a partir de la falta o carencia- se halla vinculado al afloramiento del instinto o pulsión de muerte; el discurso “mediatiza» al sujeto y se presta por tanto particularmente a una rápida tergiversación de la verdad: en efecto, la palabra engendra la muerte de la cosa”. Pero no quiero sonar luctuoso, me refiero a “La pulsión de muerte que como señala Serge Leclaire- es esta fuerza radical que aflora en el instante catastrófico o extático en que la coherencia orgánica del cuerpo aparece como innominada e innominable, síncopa o éxtasis, poniendo de manifiesto su exigencia o solicitación de una palabra para velarla o sostenerla”. Bueno, así se alumbra un poema. No hay, entonces, en la poesía, una historia que contar. Hay un cuerpo que se deja asombrar por sus propias derivas y asociaciones o desapegos y la manera como éstas se agrupan y dispersan.

Carmen Villoro, en un artículo nos dice que “la poesía, a diferencia de otros géneros literarios (la narrativa o el ensayo, por ejemplo) se produce a partir de registros corporales difusos en busca de representación. Es el cuerpo, no la mente, donde comienza el poema”. Lo sabemos, es el olor del pan. Es ese azul que brilla cálido espejeando sobre el mar en Vacía Talega. Es la mano entre tus piernas. El ruido de los carros lejanos entre la oscuridad (bajo la noche) que se acercan o se alejan. El sabor de un tamarindo o el olor del recao en el relajo del mercado. Es el ilán ilán lo que detiene el mundo, the click of a shutter. Un verso. Lo hemos visto, lo hemos escuchado, lo hemos saboreado o escupido, lo hemos tocado, lo olfateamos. Ahí está el verso irradiado buscando donde apalabrarse, en qué cicatriz, en qué pliegue, en qué rastro, en dónde la dermis pasa de esa experiencia enriquecedora a las asociaciones libres (liberadoras) en el que todavía el poema no está escrito pero se va dictando. Se nos reconoce, multiplicándose a la vez que nos difumina.

Encontrarse frente a esa cámara, a punto de ser tocado por una mirada, es un encuentro entre lo que creo de mi cuerpo y lo que creen de mi cuerpo, es ese momento en el que, como dice en un verso Octavio Paz: ”El espejo que soy me deshabita (…) Mi propia obra es un espejo en el que no me reconozco”. Este libro, esta antología de Adál e Irizelma es una colección de espejos para reconocernos, recrearnos, tocarnos con los ojos. Diría como ese poema de Servando Echeandía que ahora se da cita:

Una vez

leí mi nombre

en un libro de poesía.

otra vez

vi mi perfil

en alguna antología.

eran lenguaje

e imagen,

tinta, papel,

tipografía.

y no reconocí

al que vi,

ni entendí

lo que leía.

*Lectura en la librería del ICP el 5 de abril como parte de la presentación del libro Cuerpo del poema. Bibliografía disponible.

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