El día que mataron a Lenin

 

Por Eduardo Pérez Cirlot

El 1° de enero siempre quedará grabado en mi memoria. Era conductor de la principal planta de buses en Petrogrado. Esa tarde Nikolai Ilich me pidió que lo llevara a Mixaylovski Manezh. Llegamos a las 7 u 8 de la noche. En la tribuna V. I. Lenin le hablaba a los soldados del Ejercito Rojo que partían al frente. 

No recuerdo exactamente sus palabras, pero fue emotivo. Eso a pesar de que, sin jamás considerarme un tipo muy inteligente, tenía mis propias opiniones sobre el dirigente. Nada complicado. Pensaba, y en eso quizás pecaba de ingenuo, que lo peor que le pudiese ocurrir al jefe de un movimiento revolucionario era verse obligado a tomar el poder en un momento en el que el poder todavía no está maduro para la dictadura del proletariado. Es decir, lo que puede hacer es en ocasiones contrario a sus principios y sus propias ideas. Y, entonces, lo que debe hacer es imposible de hacer. Eso es lo que creía entonces. Sin embargo, llegué temprano y escuché la última parte de su discurso. Quizás quince minutos. Veinte como mucho. Fue suficiente. Me sentí orgulloso de ser parte del devenir del mundo. Me dije, demonios, soy el conductor del coche en el que viaja un hombre que cambiará el curso de la historia. 

Cuando terminó su intervención el camarada Nikolai me ordenó llevar a Vladimir Lenin donde él me dijera. Partimos hacia Smolny, en el centro de la ciudad. Ingresamos al puente Anichkov sobre el rio Fontanka, cerca de la Catedral de la Santa Trinidad. A esa hora la catedral había escondido su color azul. Me atreví a preguntar al líder y a sus acompañantes, si habían visto la hermosa catedral. Lenin contestó en la afirmativa y pasó a describir algunas maravillas arquitectónicas.

A mitad del puente se sintió una descarga. Creí distinguir el fogonazo en la primera estatua del hombre desnudo domando un caballo. El vidrio delantero comenzó a resonar delante de mí. Cayeron trozos de vidrio sobre mi rostro. De ahí viene esta pequeña cicatriz en la barbilla. La escondo con la barba. Pensé que era un ataque contra Vladimir Ilich por lo que apreté a fondo el acelerador y giramos en la esquina, por la avenida Nevski. Ya tomando la curva comenzamos a hablar. Todos estábamos vivos. El riesgo había pasado, el corazón comenzaba a tranquilizarse. Fuimos a toda prisa un poco más allá, hasta la calle Smolny cerca del instituto para revisar el automóvil. 

Tenia la carrocería perforada en distintos lugares. Nadie estaba herido excepto un pasajero que no conocía, de aspecto extranjero, al que una bala le había rasguñado una mano. Sangraba un poco. Nada importante. Bromeó sobre el asunto. Muy simpático. Era suizo, me dijo. La hermana de Lenin me explicó que había ayudado al Lenin a viajar desde Suiza a Alemania y luego a la estación Finlandia. Retomamos la ruta. Vladimir Ilich y sus acompañantes me dieron las gracias. Incluyeron palmadas al hombro. Parecían muy tranquilos. Quizás era la adrenalina, ese descubrimiento japonés. 

Dejé a los pasajeros frente al edificio que servía de morada. Partí de regreso al puente. Estacioné en la misma curva. Soldados y agentes habían tomado el espacio. Caminé hasta el punto en el que había escuchado la descarga. Miré al suelo. No sé lo que buscaba. Crucé la calle. La luna llena y la noche sin nubes alumbraban lo suficiente como para que distinguiera un objeto en el suelo. Lo observé de cerca. Lo tomé en mis manos. Una vainilla. Sin duda alguien había disparado un arma desde allí.

¿Quién pudo haber sido el atacante? ¿Habría más de uno? No supe. Un oficial abofeteaba a un muchacho. Luego lo dejó ir. Una mujer, sin mirarme a los ojos, me preguntó si Lenin estaba bien. Le respondí que sí, que estaba perfectamente. Parecía borracha pues caminaba con inseguridad. Se alejó dando pequeños tumbos. La dejaban pasar. Era frágil como una hoja en el viento. Yo traté de encontrar al muchacho que había sido detenido brevemente. Me pareció por su vestimenta y su cabello largo que podría ser un revoltoso.Igual, todos sabemos que la Avenida Nevski siempre ha estado llena de estudiantes, bohemios y poetas. Me acerqué al oficial.

– Oficial, el muchacho, ¿es sospechoso?

Es un vago. Es mi hijo.

¿Vio algo? ¿Estaba cerca?

Vino a curiosear. Lo mandé de regreso a casa de una bofetada. Seguro volverá con sus amigos estudiantes. Solo se dedica a leer y beber, el muy vago. Le he dicho que…

Gracias, camarada.

Comenzaban a aglomerarse decenas de personas. Si alguna otra vainilla estaba en el suelo seguramente la perderíamos. Miré a mi alrededor. Un hombre de apariencia distinguida recogía algo del suelo y metió su mano en el bolsillo. Me acerqué. Cuando iba a preguntarle qué había hallado en el suelo sacó su mano del bolsillo y me entregó unas monedas. Me sorprendió.

-¿Qué hace?

-Oh, pensé que me pediría limosna.

-Claro que no.

-Pues devuélvame las dos monedas.

Lo hice, por supuesto. Se alejó entre lo que ya era una multitud. Quedé allí atontado ¿Parecía yo un pordiosero? ¿Quién era ese hombre vestido como un dandy? En fin, entonces mi trabajo era el de llevar a Lenin a donde él quisiera.

Me pareció verlos a los dos, al que me entregó las monedas y a la mujer que caminaba dando tumbos, en aquella fábrica, pocos años después, cuando por fin lograron herir a Lenin.

Artículo anteriorEl dujo invisible
Artículo siguienteMaternidad o no maternidad, that is the question?