El fin del anexionismo puertorriqueño: Lo que el viento (de María) se llevó

Especial para CLARIDAD

En 1941, cuando mi mamá fue al estreno de la película Lo que el viento se llevó en el cine Calimano de Guayama, cometió la torpeza de quitarse los zapatos en la oscuridad para estar más cómoda. Ya casi al final de la cinta, en la escena en que Rhett Butler le entrega el pañuelo a la lacrimosa Scarlett O’Hara, mi madre tanteó con sus pies el piso del teatro. No tardó en darse cuenta de que le habían robado los zapatos. Mi tía Lola, que era la cajera del cine, le reprochó el descuido, pero ni con las luces encendidas pudieron encontrarlos. Así, mi mamá tuvo que irse, bajo la lluvia y descalza, para Carioca, un barrio de gente pobre y negra en las orillas de Guayama. Pero, la imagen varonil de Clark Gable, anunciando su partida de Tara mientras refrenaba la insinceridad de Scarlett, fue algo que la conmovió para siempre. A ella y a todo Puerto Rico.

Años después, mi mamá seguiría contando la experiencia de esa noche, una y otra vez, pero dejando fuera el asunto de los zapatos. Efectivamente, la cinta Lo que el viento se llevó, influenció, como pocas cosas, la visión que la gente de Guayama y de Puerto Rico tuvieron de Estados Unidos por décadas y décadas. No sé por qué, pero en cuanto vi la devastación causada por el huracán María, volví a ver la película. Con ella se inmortalizaron los personajes de la petulante Scarlett y el oportunista Rhett. Voy a dejar de lado el tono racista de la historia, que romantiza el sur esclavista y, al final del día, condena la abolición de la esclavitud. También voy a dejar de lado el hecho, de que, en mi opinión, es una película medio insufrible. La escena conclusiva, marcada por el desencuentro final entre Scarlett y Rhett, es la única toma que se salva. Ante el desplome total del sur, Scarlett le ruega a Rhett que no la abandone. Con lágrimas en los ojos, doblegado su espíritu engreído por el peso brutal de la derrota militar de las fuerzas confederadas, ella le confiesa un amor falso al buscón de Rhett. Este, con la frialdad con que siempre había aceptado los hechos –trágicos o no– para adelantar su agenda personal, pronuncia la frase que justifica la estatuilla del Oscar: Frankly, my dear, I do not give a damn.

En lo que es casi una réplica de la escena final de Lo que el viento se llevó, el 3 de octubre de 2017 el zorro de Trump le dio tremendo plantón al gobernador anexionista de Puerto Rico. De muy poco sirvieron los ruegos, las lágrimas y adulaciones del mandatario colonial. Al igual que Rhett, el presidente de Estados Unidos es un narcisista consumado. Eso se le notaba en la cara todo el tiempo, durante su estadía en Puerto Rico. Ante esa escena de rebajamiento, no pude evitar pensar en el diálogo final de «Lo que el viento se llevó».

—“Solo sé que te quiero, Rhett”, dijo Scarlett en tono de ruego.

—“Esa es tu desdicha”, le dijo Rhett, y le extendió un pañuelo.

Cambie usted los personajes, y ahí está el gobernador de Puerto Rico frente Trump. “Te felicito, Rosselló. En un verdadero desastre habría muerto más gente”. Y como no tenía un pañuelo para darle, el presidente de Estados Unidos le extendió un rollo de papel sanitario.

Tras la escena final del melodrama entre Scarlett y Rhett, sin embargo, había algo más significativo que la relación enfermiza entre ellos. Era el momento en que, a ambos, desde perspectivas personales distintas, les tocaba decir adiós a todo un modo de vida, si se quiere a toda una civilización, que había sido trastocada por las tropas del norte. La esclavitud había llegado a su fin en Estados Unidos, cultural y económicamente. No había marcha atrás. El curso de los eventos puso fin, con la crueldad que siempre acompaña a las guerras, al mundo estable y fantasioso de Scarlett. No le quedaba a ella otro camino que el de aceptar la realidad. Y él, oportunista al fin, no veía manera de seguir manipulándola; al menos, sin comprometerse de veras. Por eso, aunque le ofrece el pañuelo, también le recuerda que ella, en momentos de crisis, nunca lo había necesitado. No se trataba pues de una relación de amor sincero, sino de una conexión de mutua conveniencia, narcisista a narcisista. ¡Ah, que muchas extrapolaciones podrían hacerse entre la conducta del gobernador colonial de Puerto Rico y Trump, durante la visita del 3 de octubre!

Desafortunadamente, las semejanzas entre el huracán María y la trama de Lo que el viento se llevó no se agotan con el conflicto de temperamentos entre los personajes principales. Aunque la creadora de la película, Margaret Mitchell, exagera hasta el extremo la destrucción de bienes personales causada por las tropas del general William T. Sherman en su marcha sobre Atlanta y Savannah, Georgia, la realidad es que este les dio un golpe mortal a las fuerzas productivas materiales del sur esclavista. Esa era su misión: destruir la base material del régimen de producción de algodón con mano de obra esclava. Personalmente, Sherman dibujó un mapa detallando dónde estaba las plantaciones más grandes, y ordenó que las quemaran hasta que no quedara ni una planta. “Quémenlas hasta la tierra misma”, les dijo a sus soldados. Las flamas de miles de acres de algodón encendido podían verse a kilómetros de distancia. Con el general Sherman, comienza la moderna teoría de la guerra total, de romperle el espinazo sin piedad al adversario.

Podría objetarse, con razón, que María fue un fenómeno atmosférico y no un general como Sherman, quien intencional y selectivamente destruyó las fuerzas productivas materiales del sur esclavista. Además de los cultivos de algodón, los militares del norte arrasaron con los puentes, las vías de ferrocarriles, los almacenes de algodón, las facilidades portuarias, las despalilladoras de algodón y los mercados de venta de negros de Georgia, Tennessee y Carolina del Sur. Todo lo que servía para producir materia prima sobre la base de la sujeción de esclavos se fue, no tanto con el viento, como con las flamas. Pero lo que es innegable es que, aunque María no procedió con discernimiento, escogiendo qué destruir, arrasó con la isla como si hubiera sido una guerra total. Voy a dejar de lado, momentáneamente, la terrible pérdida de vidas, bienes personales y sitios de valor cultural, provocadas por las ráfagas y lluvias de María. Quiero poner el énfasis en lo que Marx llamó las fuerzas productivas de la sociedad, o sea, todos los “instrumentos” con los cuales una sociedad produce.

Lo primero que hay que señalar es que, siguiendo a Marx, las fuerzas productivas de una sociedad no se limitan a los instrumentos y maquinarias que intervienen directamente en el proceso de producción y que, generalmente, están contenidos en las fábricas. De igual importancia, son los medios de transporte, las comunicaciones, los puertos, carreteras, etc. Es decir, todas las “condiciones generals” que hacen posible el que una sociedad produzca. Por eso, Sherman no solo quemó los sembradíos de Georgia, también les destruyó, como se ve en la película Lo que el viento se llevó, todo lo que garantizaba que el algodón despalillado llegara a los puertos para ser exportado. En el caso de nuestra isla, el ciclón tuvo un impacto similar: golpeó severamente todos los componentes generales de las fuerzas productivas de la sociedad puertorriqueña. Nos destruyó las carreteras, el sistema de lagos y acueductos, la producción de energía eléctrica, la red comunicaciones alámbricas e inalámbricas, el sistema de lagos y acueductos, los puentes y todo un conjunto de condiciones materiales, que, hasta la llegada de María, dábamos por sentado para lograr el funcionamiento de la economía.

Poco importa que esas fuerzas productivas hayan sido creadas en una isla sometida al dominio colonial de Estados Unidos y bajo relaciones capitalistas de producción. En ellas, materialmente, se plasmó el trabajo y sudor de la clase trabajadora puertorriqueña por décadas y décadas. Sí, podemos afirmar que antes de la llegada de María las “condiciones generales de producir” no funcionaban bien y presentaban problemas serios. Las calles estaban llenas de rotos, el sistema de teléfonos exhibía problemas graves, la producción de energía eléctrica necesitaba de reparaciones urgentes, en fin, lo que sea. Pero, en su conjunto, no dejaban de ser fuerzas productivas sociales, el legado material de la actividad creadora, aún bajo el colonialismo, de los trabajadores de Puerto Rico. Al momento de la llegada del ciclón, eran la base objetiva con que contábamos para mirar al futuro, especialmente en una época de crisis y cambios sociales como la que vivimos desde hace décadas. Todavía hoy, a pesar del golpe que han recibido por María, lastimadas como están, no han dejado de ser fuerzas productivas de vital importancia para el pueblo puertorriqueño. Poco importa que, en papel, sean propiedad ajena. En eso, la clase trabajadora del país, particularmente los sindicatos, han dado una lección enorme. Ni se habían calmado los vientos, cuando ya los trabajadores y trabajadoras de la energía eléctrica y las comunicaciones habían salido, arriesgando sus vidas, para rescatar lo que había que rescatar y reparar lo que había que reparar. ¡Alabanza a las manos que trabajan!

Es en el marco de lo anterior que debemos evaluar la conducta y las expresiones de Trump durante su visita a Puerto Rico. Yo no creo que el actual ocupante de la Casa Blanca sea un personaje tan precipitado que no piense en absoluto lo que dice. No, él lo piensa; pero por su personalidad prepotente y mentalidad racista, lo expresa sin que se activen los filtros lingüísticos de una persona mínimamente decente. ¿Qué le dijo Trump al gobernador de Puerto Rico? Pues, lo que este último ya sabía antes de la conferencia de prensa: que al gran capital financiero estadounidense no le interesa renovar las fuerzas productivas materiales destruidas por María. A lo sumo, invertirán en unas reparaciones mínimas. De lo que habló, sin miramientos algunos, fue de que el asunto de “salvar vidas” ya le estaba costando mucho al imperio. El gobernador de la isla, a pesar de su mentalidad sumisa y colonialista, no pudo decir ni una palabra. Tiene que haberse impresionado con la grosería del mandatario imperial, que, sin duda, deja chiquitos incluso a algunos de los inciviles del patio. El gobernador Roselló “lo dijo todo” con el silencio y con la cara de sandio que puso. “Ahí tienes un rollo de papel toalla para que te seques las lágrimas”, le dijo Trump.

Quizás lo más revelador de la conferencia de prensa que dio Trump el 3 de octubre de 2017, fue su referencia a que él había estado muchas veces en Puerto Rico. Efectivamente, durante la primera década del siglo XXI, el magnate de la banca y los bienes raíces vino a Puerto Rico una y otra vez a celebrar los eventos de “Miss Universo” y a sustraer fraudulentamente todo lo que podía. Ahí está, para mencionar tan solo una bribonada, la deuda que tiene con Puerto Rico por $34 millones de un campo de Golf que quebró, y que probablemente dedujo de sus planillas federales. ¿Y quién le dio entonces la mano para que viniera a la isla a robar? La misma burguesía puertorriqueña y, en particular, los anexionistas. Alguien debería buscar en los archivos del rotativo El Nuevo Día para que recordemos la cobertura que este medio de prensa burgués y colonialista hizo de las visitas de Trump a la isla en 2007 y 2008. En lugar de denunciar que este grosero capitalista estaba en Puerto Rico porque en Ciudad de Panamá la gente no quería verlo ni en pintura, por pillo y antiobrero, el gran periódico del anexionismo puertorriqueño, le consagró varias portadas en que elogiaban su “porte osado y su cabellera dorada”. Ni en la escena del gallinero de la película de Nino Manfredi, Pan y Chocolate, se despliega una adulación tan patética e indigna, como la que hicieron los editores de El Nuevo Día, a un viejo pícaro y bellaco, que lo que venía a Puerto Rico era a tasar mujeres como si fueran propiedades de bienes raíces. Parafraseando a Malcom X, el 3 de octubre de 2017 en San Juan, “el pollo regresó al gallinero”.

¿A qué vino, entonces, el presidente Trump a Puerto Rico? Pues a lo mismo que vinieron los representantes del National Bank of North America el 19 de agosto de 1899, en medio de la devastación del ciclón San Ciriaco. Vino a facilitarle un billete fácil a los bancos y especuladores de bienes raíces estadounidenses, a expensas del sufrimiento del pueblo puertorriqueño. La diferencia es que ahora nuestra isla no está solamente devastada material y socialmente como en el 1899, sino que sobre nuestras cabezas se mece, como si fuera la espada de Damocles, una deuda ficticia de $71 billones. Y la van a cobrar; disfrazada, por supuesto de “ayuda humanitaria”.

María le asestó un golpe mortal al anexionismo puertorriqueño. Los sueños y proclamas del gobernador colonial de convertir a Puerto Rico en un estado para 2020 se fueron con los vientos del huracán. El gran capital financiero estadounidense va a buscar el modo de cobrar la deuda, aunque le tenga que romper el espinazo a la debilitada economía de la colonia. A eso está decidido. Y si en 1899 se inventaron una deuda que no existía para asirse con la mayor parte de la riqueza nuestra, ¿qué podemos esperar ahora en que, precisamente, la clase dominante de Puerto Rico le ha facilitado, a precios de quemarropa, quedarse con todo?

En ese sentido, el anexionismo puertorriqueño ha llegado a su momento final. Mas de 119 años después de que un sector de la clase política de Puerto Rico celebrara apasionadamente la invasión por parte de Estados Unidos, luego de más de un siglo en que los anexionistas han suplicado de rodillas la transformación de la isla en un “estado provincial” de la nación imperial, les van endilgar un colonialismo más franco y grosero que el que hasta ahora habían tenido. ¿De qué cree usted que hablaron la comisionada residente, Jennifer González, y el presidente Trump, en la travesía por avión de Washington a Puerto Rico? ¿De la estadidad? ¡Bendito! Si a la pobre delegada del gobierno colonial de Puerto Rico en Washington probablemente le cobraron hasta los snacks que se comió en el Air Force One.

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