El hermano menor

Sergei Nabokov nació exactamente nueve meses y cuatro días después que su hermano Vladimir. Parecían casi gemelos, hicieron pareja de dobles al tenis desde su infancia en Rusia hasta sus años en Cambridge, pero fuera de eso no tenían trato. “Podría relatar en detalle toda mi infancia y adolescencia sin que Sergei apareciera en ninguna escena”, dijo alguna vez el hermano mayor, que desde chico fue el favorito, el centro de la atención familiar. Sergei, en cambio, era tartamudo, enfermizo, miope y adoraba la música (dormía con un busto de Wagner bajo la almohada) en una familia que se jactaba de su carencia absoluta de oído. Cuando tenían quince, Vladimir encontró el diario de Sergei abierto y se lo mostró a su tutor, que se lo mostró a Nabokov padre. En el diario Sergei confesaba su homosexualidad, sus amores no correspondidos, su infelicidad. El exilio y la dispersión de la familia fueron casi un alivio para Sergei. El exilio lo causó, por supuesto, la revolución bolchevique y la dispersión de la familia la provocó el balazo que terminó con la vida de Nabokov padre, en un acto político de emigrados en Berlín.

En el exilio, los Nabokov habían dejado de ser ricos pero no habían perdido sus aires. Antes de ser asesinado, Nabokov padre puso a sus hijos a trabajar en un banco alemán: Sergei soportó una semana hasta rendirse; Vladimir simplemente se retiró a su casa a las tres horas de empezar su primera jornada. Para ganarse la vida, los dos hermanos debieron dar clases particulares a hijos de ricos, Vladimir en Berlín y Sergei en París, adonde partió en cuanto expiró su padre. A pesar de la tartamudez, Sergei logró colarse en París en el círculo áulico de Diaghilev, Jean Cocteau, Gertrude Stein y los hermanos Sitwell. Andaba de capa negra y bastón por la calle, flaco, pálido, el pelo rubio ceniza cubriéndole un ojo. Un día anunció por carta a su madre (instalada en Praga, con parientes) que se había convertido al catolicismo por influencia de un amigo austríaco llamado Hermann Thieme, cuya familia vivía en un castillo del siglo XII en Innsbruck. En la carta decía que al caminar con su amigo por las calles de París o los jardines de aquel castillo, “casi me sofoca la felicidad, algo que, como bien sabes, no he experimentado mucho en mi vida”. Aunque hubiera gente que prefiriera verlo sobrevivir a duras penas dando clases y sufriendo en soledad con tal de mantener las formas (así eran los círculos de la emigración rusa), Sergei le decía a su madre: “Sé que tú deseas que sea feliz”, y le daba a entender que no compartía lecho ni vivía en pecado con Hermann.

La señora Nabokov pidió a su hijo mayor que conociera al novio de Sergei, y éste le escribió lo siguiente: “Debo admitir que el marido es una persona agradable, discreta y seria. Es diez años mayor que S y no muestra ninguna de las características de los pederastas. De todas maneras me puse muy incómodo cuando se nos sumaron a la mesa unos amigos de ambos, con los labios pintados”. Aunque Vladimir se había mudado a París luego del ascenso de Hitler, los hermanos se veían poco y nada. En la primavera de 1940, cuando los nazis invadieron Francia, Vladimir logró huir a América con su esposa Vera y su pequeño hijo Dimitri, en el último barco que partió de Saint Nazaire, pero ni intentó llevarse con él a Sergei ni pudo despedirse de él. Sergei se dirigió junto a Hermann al castillo en Innsbruck. A las pocas semanas de estar allí, alguien del pueblo los denunció a la Gestapo y ambos fueron arrestados, “por prácticas sodomitas”.

Por ser ciudadano del Reich, Hermann fue enviado al Afrika korps de Rommel. Logró sobrevivir a la guerra y volver a su castillo en Innsbruck, donde cuidó de su hermana inválida hasta su muerte en 1972. Nunca volvió a ver a Sergei, que por ser apátrida fue sentenciado a cuatro meses en prisión. Cumplida la condena, Sergei se dirigió a Berlín. ¿A Berlín, justamente? Sí, por tres motivos: porque no conocía a nadie en Austria, porque no podía volver a París sin permiso de residencia y porque no se atrevía a cruzar clandestinamente a Suiza. Y en Berlín seguía funcionando el Buró de la Emigración Rusa: ahí podría conseguir nuevos documentos. Ayudado por una prima que se había casado con un alemán y vigilado por la Gestapo para que no reincidiera en “prácticas sodomitas”, Sergei logró el primer y único trabajo estable de su vida, en una oscura dependencia del Ministerio de Propaganda de Goebbels, como traductor. Trabajó casi dos años, de lunes a sábado, de ocho de la mañana a seis de la tarde, con media hora para almorzar: todas las mañanas al entrar a la oficina debía hacer el ¡Heil Hitler! y pasaba el resto de la jornada traduciendo propaganda nazi a su delicado y ya un poco anacrónico idioma natal. Hasta que, en enero de 1944, fue arrestado otra vez. Aparentemente, en un pequeño festejo en casa de la prima Onya, se negó a brindar por la supremacía de la cultura alemana. O quizá fue otra cosa, vaya a saberse. Lo único que se sabe con certeza es que Sergei fue enviado al campo de concentración de Neuengamme, en las afueras de Hamburgo. Llegó en un tren de prisioneros, llevaba el número 28631 en su uniforme de presidiario, pero no el triángulo invertido rosa, que señalaba a los homosexuales, sino el rojo que lo identificaba como enemigo político.

Neuengamme era un campo de experimentación médica. Usaban a los prisioneros como cobayos, les inyectaban el virus de la tuberculosis y evaluaban cuánto tiempo resistían vivos. De los ciento seis mil prisioneros que pasaron por el campo, más de dos tercios murieron por los atroces experimentos, las precarias condiciones sanitarias o la falta de comida. Después de la guerra, la única hermana de los Nabokov que quedó con vida en Europa recibía de tanto en tanto cartas o llamadas telefónicas de sobrevivientes de Neuengamme que querían transmitirle que Sergei los había ayudado, con comida o abrigo, cada vez que ellos se sentían desfallecer. Según los registros del campo, Sergei murió el 9 de enero de 1945, cuatro meses antes de que los aliados liberaran a los sobrevivientes. Su cuerpo fue incinerado en el crematorio y la comandancia envió la noticia de su muerte a la prima Onya. Ella logró informar a Helena, la hermana de Nabokov, que estaba en Bélgica y Helena escribió desde ahí a la revista New Yorker con la esperanza de que el mensaje le llegara a Vladimir.

Cuando los nabokovianos hablan de la presencia en sombras de Sergei en la obra de su hermano mayor mencionan tres libros: La Verdadera Vida de Sebastian Knight, donde un hombre escribe la vida de su misterioso medio hermano muerto; Barra Siniestra, la novela más política de Nabokov, donde el protagonista lucha contra un gobierno represivo y totalitario (pero el homosexual de ese libro no es el protagonista sino el dictador que lo manda matar al final); o Ada, que cuenta el amor incestuoso entre Ada Veen y su hermano Van (hay también una hermanita menor, que ama apasionadamente al protagonista masculino y se pasa la novela siguiéndolo, hasta que la indiferencia de él la lleva al suicidio: se arroja al mar desde un paquebote que cruza el Atlántico).

Curiosamente, nadie menciona Pnin, novela escrita por Nabokov entre 1953 y 1957, donde el protagonista rememora así su amor juvenil por una muchacha muerta en el campo de Buchenwald: “Pnin se prohibía recordar a Myra porque no había paz interior posible si uno pensaba que vivía en un mundo en el que aquella grácil, tierna y delicada jovencita cuyos hermosos ojos habían visto los mismos jardines y campos nevados que él, había sido trasladada en un vagón de hacienda hasta un campo de exterminio. Y como Pnin desconocía la causa exacta de muerte, Myra seguía muriendo en su mente, muriendo y resucitando para volver a morir una y otra vez, inoculada con algún bacilo o con vidrio molido, gaseada en las duchas con ácido prúsico o quemada viva luego de ser rociada con gasolina en un pozo cavado en un bosque”.

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