El más dulce recuerdo de mi vida

Especial para En Rojo

 Se metió la familia entera en la Montero de mi tío para irnos de paseo. Yo era la pequeña, así que me mandaron al baúl–de todas formas eso era lo que yo quería. Ya no necesitaba que mis primas me acompañaran como antes, recién había cumplido diez años y me habían regalado ese Walkman Sony multicolor. Mi mamá, mis tíos y mis primas quedaban tan lejos que no podrían saber lo que yo andaba sintiendo ni aunque me pusiera a cantar. Anduvimos todo el viaje sumidas en ello, Selena, yo, y nuestro amor.

 Rebobiné Amor prohibido tantas veces, buscando aquello que sólo se puede encontrar repitiendo las letras hasta quemarlas. Era una niña, a esas canciones aún no podía corresponderles ninguna experiencia. Pero lo mismo podría decirse al revés: ¿Cómo iba a tener experiencias si no me sabía de antemano sus canciones? En estos días seguramente no soy la única que anda rememorando aquella duda existencial. Seguramente no sería la única a quien una cámara furtiva, en la cocina o la ducha, captaría cantando sin tapujos las rancheras y las cumbias de Selena. Yo por lo menos ando en esas, imitando su voz con los labios entornados, bailando como si de verdad la vida me hubiera dado sus caderas, qué más da. Y aunque nadie sea testigo, yo digo que me sé de memoria todas las canciones. Porque nadie creerá que las líricas que dieron forma al corazón de una niña podrán olvidarse un día.

 Aquel día de 1995 en la Montero de mi tío, con los audífonos puestos yo pensaba en mi noviecito de la elemental. Cierto que en nuestro amor imberbe habíamos experimentado apenas algún drama menor, pero ello no me impedía proyectar sobre nuestra historia las dulces lágrimas del despecho o el deseo avivado por los obstáculos. Aquello era, sin embargo, la infancia; las ganas de sentir eso de lo que hablaban las canciones, apenas una sospecha insistente que venía desde quién sabe dónde. No entendería de verdad la quemazón hasta tres años después, cuando vi por primera vez a aquel vecino.

 Era un amor imposible: yo estaba en octavo grado, él en cuarto año. La sociedad lo prohibiría. Pero no seré yo quien ponga en duda el poder de la tecno cumbia. Es cierto que para entonces ya me había hecho con un Discman y con el CD de los Barrio Boyzz, en el que cantaban junto a Selena “Donde quiera que estés”. Poco importó. Fue “El chico del apartamento 512” la canción que me hizo compañía durante el año en que soñé despierta con que ese vecino se enamoraría de mí.

 Sucedió en una conversación a la medianoche por ICQ. Yo tendría que haberme ido a dormir ya hacía rato, pero allí estaba, sentada frente a mi Compaq Presario con el corazón puesto a saltar. Él tecleó sólo dos letras: “TA”. Yo, todavía más que el misterio disfruté pedirle que me lo deletreara: “¿Te admiro?”, pregunté para azuzarlo. Pero el juego que se termina pronto es aburrido, así que cerré el chat antes de que llegara a escribir su respuesta. Habré estado el día entero en el colegio haciendo corazoncitos en las libretas, por momentos segura de que me amaba, por momentos sufriendo porque seguramente no. Por la tarde al regresar a casa, leí finalmente su mensaje, con el bidi bidi bom boma todo volúmen en las venas…

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