El Quijote descubre su película: Lo literario y lo cinematográfico en The Man Who Killed Don Quixote

Por Juan R. Recondo e Ivette Marti Caloca/Especial para En Rojo

El cine necesita de una comunidad de artistas para reconstruir una historia visualmente. El proceso creativo no es tan aislado como el del novelista o el del artista plástico, que cuentan con cierta independencia. Por lo general, estos no dependen de un grupo para llevar el proyecto a su final. Sin embargo, hacer cine requiere colaboración, como podemos ver en la larga lista de créditos al final de cada filme. Casi siempre el director y/o productor, entre otras figuras que llevan la voz cantante, le dan cohesión a la diversidad de voces que contribuyen en la creación de un mundo visual. Esto significa que el estudioso debe considerar múltiples aspectos para escribir sobre los problemas o triunfos de una producción, pues, aunque muchas veces no desemboquen en una buena película, un análisis crítico profundo debe tomar en cuenta la cinematografía, la edición, y el diseño de producción, entre otros, y explorar los contextos dentro de los que se lleva a cabo un proyecto. Aunque no siempre es posible, este es uno de los retos del crítico, transmitir la experiencia de una película, abundar sobre sus limitaciones y logros, y entender los diálogos que establece con otras creaciones en la multiplicidad de universos artísticos.

Terry Gilliam es un director cuya obra he seguido desde que vi su Time Bandits (Reino Unido, 1981) y The Adventures of Baron Munchausen (Reino Unido/Alemania Occidental, 1989) durante la década de los 80. Sus mundos resuenan en mí por su fantasía y sus misteriosos pasados históricos que adquieren proporciones míticas. En Time Bandits, un niño viaja a través del tiempo con un grupo de enanos que usan un mapa que le han robado al Ser Supremo para brincar entre varias épocas históricas y míticas. La película reconstruye cada uno de sus peligrosos mundos con un balance entre la fascinación fantástica del niño y el mugriento naturalismo donde se esconden los peligros que tendrán que enfrentar los aventureros. En Baron Munchausen, Gilliam nos cuenta las aventuras del legendario barón (John Neville) que timó a un sultán para llevarse toda la fortuna de su reino, bailó con la diosa Venus y viajó al espacio donde conoció al rey de la luna (uno de mis personajes favoritos de Robin Williams). La teatralidad del diseño de producción de Dante Ferretti y los visuales cargados de Gilliam nos llevan como espectadores a dudar de la veracidad de los cuentos de Munchausen sin dejar de maravillarnos de sus hazañas. Gilliam puebla sus historias con niños inocentes, héroes caídos y rebeldes idealistas fascinados con los ladrones, embusteros y dementes cuya visión desafía una normalidad aplastante. La película más reciente de Gilliam, The Man Who Killed Don Quixote (España, Reino Unido, et al.; 2018), le permite explorar con su toque particular el diálogo entre las visiones disímiles de Quijote y de Sancho.

En una de las secuencias centrales de The Man Who Killed Don Quixote, Toby (Adam Driver) sigue un letrero que anuncia “Quixote Vive” ya que va en busca de Javier (Jonathan Pryce), un viejo zapatero que hizo del hidalgo manchego en una película estudiantil que el joven filmó muchos años antes. En un carnaval olvidado y polvoriento, Toby le paga a una vieja de apariencia brujeresca para poder acceder a la supuesta figura de un Quijote real. Esta lo guía a un vagón donde mantiene al anciano aprisionado en sus recuerdos. Dentro de su aposento se exhibe la película de Toby y nos damos cuenta que Javier el zapatero nunca pudo liberarse del personaje. Quijote recibe a Toby con la siguiente sentencia: “I am four hundred years old. It’s not easy living so long. But I cannot die unless perhaps I could rid myself of my dreams.” En este momento, Gilliam se desvincula del Quijote que se representa en una película como Man of la Mancha (dir. Arthur Hiller, EEUU/Italia, 1972), basada en el musical de Broadway. El espíritu de esta última se concentra en la canción “The Impossible Dream,” donde el personaje de Quijote/Cervantes (Peter O’Toole) le explica a Dulcinea (Sophia Loren) su misión de seguir sus sueños hasta las profundidades del infierno si es necesario. Cuántos de nosotros nos juramos luchar por un ideal mientras escuchábamos “The Impossible Dream” (lo acepto aunque sienta la maldita risa de Ivette Martí ante tanta ingenuidad). Esta es precisamente la visión que Gilliam rechaza en su película. Su Quijote no es el viejo soñador que torna una realidad pedestre en una fantasía musical, sino un prisionero de la película de Toby. Siguiendo la línea de Miguel de Cervantes, Gilliam crea un Quijote obsesionado por una película sobre un anciano aturdido por las novelas de caballería. Es decir, mientras el Quijote cervantino ha enloquecido envuelto en la fantasía de sus héroes caballerescos, el Quijote de Gilliam se ha sumergido en las escenas constantes de la película en la que encarnó a ese personaje. Así, Gilliam se apropia de Quijote como figura literaria para comentar sobre el cine como una máquina creadora de sueños. 

Es sumamente difícil traducir la genialidad del Quijote al medio cinematográfico, no tanto por su perspectivismo —algo que Gilliam logra bastante bien—, sino, más que nada, por sus juegos narratológicos imposibles de capturar visualmente. (A Juan R. Recondo le parece muy categórico mi comentario, pues argumenta que el cine también tiene la posibilidad de crear juegos narratológicos visuales). Esta imposibilidad limita considerablemente el éxito de la empresa. Es por esta razón que lo más sensato para un cineasta admirador de la primera novela moderna sería tratar de capturar a través del lenguaje fílmico algo de la esencia de la misma. En ello radica uno de los aciertos de Gilliam, quien, casi como si estuviera valiéndose de la técnica renacentista de la imitatio, reelabora la historia del hidalgo enloquecido y la convierte en un juego en el que el espectador se entrega al disfrute de reconocer las escenas o personajes a los que va aludiendo la película. El filme se convierte en un interesante tour de force de momentos emblemáticos y viñetas del Quijote sometidas –aunque no siempre acertadamente– a una nueva adaptación.

El comienzo de la película en el que Toby se encuentra filmando un comercial basado en la lucha contra los molinos captura el icónico inicio de las aventuras de Don Quijote en compañía de Sancho. Así pues, la evocación al capítulo VIII de la primera parte del texto nos permite enseguida reconocer lo importante que será el personaje del escudero dentro de la acción. Es justo en el capítulo anterior del Quijote de 1605 que se introduce a la diégesis la figura de Sancho, hecho que permitió a Cervantes, en última instancia, innovar literariamente y crear un nuevo género narrativo basado en la polifonía dialógica y el perspectivismo. Es solo a través de la inserción del personaje de Sancho que, no solo se abre la posibilidad de que “veamos” el punto de vista del “otro”, sino también que se permite el intercambio discursivo. Gilliam le devuelve protagonismo a Sancho. Es más, la estrella de la película no es Jonathan Pryce (Javier/Quijote), sino Adam Driver (Toby/Sancho). 

Pero no es solo por ello que el comienzo es tan importante. Allí se perfila también la auto reflexiva realización de que este director batalló contra infinitas adversidades para lograr, veintinueve años después, ver su proyecto materializado, como un Don Quijote frente a los molinos que creyó ser gigantes. Por cierto, en el documental Lost in La Mancha (dirs. Keith Fulton y Louis Pepe, Reino Unido/EEUU, 2002), accedemos a los avatares de la producción fallida de The Man Who Killed Don Quixote a principios del milenio cuando ya había cobrado diez años de la vida de Gilliam. En aquel momento terminó por ser, no solo un sueño fracasado, sino perdido y usurpado por la compañía de seguros. Aquella vez enfrentó tormentas, ruidos de la fuerza aérea española, situaciones de salud de Jean Rochefort, quien en el momento interpretaba el rol del Quijote, entre otras vicisitudes. La película de 2018 pretende reivindicar aquel sueño desvanecido, ahora contado por un Gilliam más maduro. 

The Man Who Killed Don Quixote no es una buena película (aunque Ivette Martí me insista que no es tan mala). La historia salta precipitadamente de escena en escena, dejando así muchos episodios sin terminar o elementos sin explorar. Adam Driver, que es conocido por sus actuaciones sutiles que esconden una profundidad emocional bajo una aparente ausencia de expresión (sus ojos no dicen nada mientras expresan mundos), hace lo imposible para darle humanidad al personaje de Toby. Sin embargo, este mayormente se convierte en un eco vacío de Jack (Jeff Bridges), el cínico y amargado locutor de radio cuyas burlas provocaron una masacre en The Fisher King (dir. Terry Gilliam, EEUU, 1991). A pesar de que en un momento de la película Toby rechaza los subtítulos mientras se expresa en español, demostrando así el artificio de una historia donde los españoles hablan inglés con acento, no deja de rechinar el ver al muy británico Jonathan Pryce en el rol del viejo zapatero que se piensa Quijote. Pese a ser un gran actor, hubiese sido más acertado encargarle el papel a un artista español. Además, la película presenta un sinnúmero de ideas que nunca llevan a nada dentro de un conflicto dramático sin rumbo claro. (Aún así, Ivette Martí se obstina en opinar que estas ideas inconclusas más bien responden a referentes de la novela cervantina e incluso muestran un conocimiento profundo de la misma). No obstante, Gilliam es un auteur cuya obra, por más fallida que sea, siempre logra un efecto visual interesante con una temática muy poco convencional, y la novela cervantina se presta muy bien para ello.     

Esta película intenta capturar de alguna manera la esencia de una de las obras más complejas de la literatura universal. La empresa prometía ser tan árdua como lo ha sido para todo aquel que ha pretendido contar cinematográficamente la inigualable novela de Cervantes. Sirva de ejemplo el intento, también malogrado e inconcluso, de Orson Welles (Don Quixote [España/EEUU/Italia, 2005]). No me cabe duda de que, precisamente por ello, Gilliam entrevera, entonces, pedazos de Don Quijote, momentos importantes, personajes reconocibles interpretados por un mismo actor, en fin, hace una evocación. Como literata, recibo este filme como un juego fascinante.

Como cinéfilo, disfruto los golpes teatrales de Gilliam y la manera en que visualiza los sueños como celdas maravillosas. Aunque The Man Who Killed Don Quixote está entre las películas que menos me gustan de su filmografía, es fascinante observar la manera en la que el director se torna a sí mismo en un Quijote que luchó por treinta años para materializar sus fantasías.

The Man Who Killed Don Quixote no se exhibio en las salas de cine de la isla, pero se puede ver en la plataforma de Amazon.

Artículo anteriorAlayubia y la nueva tradición del libro
Artículo siguienteSignario de lágrimas