El saldo amargo de la Junta de Control Fiscal

 

CLARIDAD

La Junta de Control Fiscal que se le impuso a Puerto Rico en 2016 supuestamente fue creada para normalizar las finanzas públicas, pero sus efectos han ido mucho más allá. Cuando deje de operar (si es que eso efectivamente ocurre alguna vez) el aparato gubernamental que quede en pie, y la forma de ofrecer servicios a la ciudadanía, será muy distinto al de antes. Ello es así porque en lugar de limitarse a lo financiero, viabilizando un proceso legal que permita reestructurar la deuda pública, la Junta incursionó en toda la administración pública, imponiendo la visión nacida del más rancio neoliberalismo que profesan sus miembros.

El debate público previo a la creación de la Junta estuvo marcado por el llamado “impago de la deuda”. A mediados del cuatrienio 2012-2016, el gobierno puertorriqueño reconoció que la deuda acumulada era impagable y comenzó a buscar mecanismos legales para reestructurar sus obligaciones de forma ordenada. Dado que el acceso al mecanismo de quiebra federal no estaba disponible, la Legislatura aprobó la Ley 71 de 28 de junio de 2014, bautizada por los medios como “Ley de Quiebra Criolla”. Aquel fue un estatuto muy bien diseñado, que creaba un proceso equilibrado a conducirse en el Tribunal Superior de San Juan. Sin embargo, de inmediato aparecieron las trabas del colonialismo. La ley fue invalidada por el Tribunal Federal bajo la doctrina de que todo lo relacionado con quiebras es “campo ocupado” por la legislación federal. El fallo fue posteriormente confirmado por el Tribunal Supremo de Estados Unidos. Como colonia al fin, quedamos a merced de los acreedores y del Congreso estadounidense que siempre los protege.

Como decía al principio, la ley que aprobó el Congreso -que, con marcado cinismo, llamaron PROMESA- supuestamente iba dirigida a llenar el vacío que el Código de Quiebras había dejado, viabilizando un mecanismo para reestructurar la deuda. Sin embargo, una vez creada la Junta sus miembros, provenientes del llamado “sector privado”, comenzaron a imponer su particular visión de gobierno, que visualiza un estado central minúsculo y totalmente dependiente de la empresa privada. Toda la actividad gubernamental ha quedado a merced de esa visión y lo que el País había creado en los últimos 70 años, comenzó a ser desmantelado a partir de 2017.

Desde la década del ’40, cuando llegó a Puerto Rico un gobernador estadounidense imbuido en los principios del Nuevo Trato de Franklyn D. Roosevelt – Rexford Tugwell-, el aparato público puertorriqueño creció de manera distinta al de los estados de Estados Unidos y del propio gobierno federal. Entre otras cosas, los énfasis se pusieron en la educación (más de una tercera parte del presupuesto se dedica a esos fines) y en el control público de los servicios esenciales, como energía y el agua. En Estados Unidos la visión “novotratista” fue abandonada tan pronto su creador murió, pero aquí se mantuvo y hasta creció.

No es casualidad que los principales golpes de la Junta se dirigieran de inmediato contra dos sectores que mejor ejemplifican ese pasado: el grupo de instituciones que llamamos “Universidad de Puerto Rico”, y la generación y distribución de energía. Se trata de dos componentes claves para el funcionamiento de un país que, sin embargo, la concepción neoliberal coloca de manera prominente bajo control privado. En ambos casos, la Junta impuso cambios movidos mayormente por esa visión ideológica.

En Estados Unidos la mayoría de las llamadas universidades públicas –las que incluyen la palabra “Estate” como parte del nombre- realmente son entes privados, con costos y tarifas parecidos a las otras. Aun cuando en Puerto Rico no es posible replicar ese modelo sin que de paso se anule o se afecte una institución vital para nuestro desarrollo social, la Junta ha insistido en que nuestra UPR imponga costos y tarifas similares a las privadas. Esa privatización forzada de la educación tendrá consecuencias negativas sobre nuestro desarrollo económico, al limitar el acceso a una educación universitaria de calidad, pero quienes la impulsan no son capaces de ver ese efecto. Cuando el mandato de la Junta termine, la UPR será muy distinta a lo que era en 2016.

En cuanto al otro sector, el de la producción y distribución de energía, ya ha quedado desmantelada por decisión de la JCF. La distribución de la electricidad está en manos de LUMA, un consorcio creado por empresas estadounidenses. De paso, esa privatización implicó el desplazamiento de miles de trabajadores en cuyo adiestramiento y formación se habían invertido grandes sumas de dinero. Tras ese golpe, ahora maquinan la venta de lo que queda en manos públicas, que representa a penas la mitad de la energía que se produce.

En los cuatro meses que llevamos con la empresa privatizadora ha quedado demostrado que el discurso principal de los neoliberales –la supuesta eficiencia de la empresa privada en oposición a la pública- es puro mito. Igual como la privatización en la práctica de la UPR no ha redundado en una mejoría de su oferta académica, la anunciada mejoría del sistema eléctrico se ha tornado en una pesadilla. El desmantelamiento de la AEE y su entrega a un consorcio extranjero está imponiendo costos onerosos, mientras la calidad del servicio empeora.

Los que esperaban que la JCF nos salvara ya van chocando con la realidad. Y para colmo, ni siquiera han cumplido con lo que era el propósito principal detrás de su creación: la reestructuración de la deuda. Tras cuatro años sólo han producido un plan de ajuste que nos dejará endeudados, muy cerca de otra quiebra.

 

 

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