El trabajador y el saco de cemento

El tránsito del siglo 20 al 21 lo han marcado dos procesos centrales: la desreglamentación del sector financiero y la llamada flexibilización del mercado laboral. Ambos han tenido consecuencias negativas de forma generalizada. Con relación al primero baste recordar la derogación de la ley Glass-Steagall, pieza fundamental de la regulación bancaria iniciada en 1933 en el marco institucional gestado por el Nuevo Trato. La derogación se llevó a cabo durante la segunda administración del presidente Bill Clinton. Sirvió de liberación de las fuerzas especuladoras que se tradujeron en la profunda crisis financiera de los años 2007-2008, prólogo de la “gran recesión” del siglo 21.

El segundo proceso ha sido más complejo y no menos insidioso. Se resume en el debilitamiento de la clase asalariada. Parte de la torcida concepción del trabajador como otra mercancía, como un factor de producción análogo a la maquinaria y a la materia prima, como si fuera un saco de cemento…

Cuando se parte de semejante concepción se torna invisible la pobreza, la desigualdad y la inseguridad. Entonces, el trabajador no es otra cosa que un costo que es preciso reducir menoscabando su salario, sus beneficios marginales y su protección legal, aunque con ello se acentúe la contracción de la economía. ¿No es ésta la prédica constante de la Junta de Supervisión (Control) Fiscal y de sus servidores y testaferros? Las premisas ideológicas que inspiran tanto a la Junta como al Gobierno en sus “negociaciones” provocan que las fichas que se ponen sobre la mesa siempre resulten lesivas a la clase obrera y a los “más vulnerables”.

Se pasa por alto que el trabajador es un ser humano con autoconciencia, que aprende, que consume, que disfruta, que se cansa, que se enferma, que se disgusta, que mueve la máquina, que transforma la materia prima… En el proceso de producción la materia prima se ennoblece y se valoriza. ¿Por qué degradar y envilecer al trabajador? ¿Por qué se aprecia tanto al producto –hasta el extremo de llegar al consumismo– y tan poco al productor?

En estos momentos la base productiva de Puerto Rico –sin cuyo crecimiento no hay estructura fiscal ni deuda que pueda sostenerse– no cuenta con ningún sector que le sirva de fuerza motriz: la agricultura se marginó hace décadas, la manufactura está en franca contracción y los servicios en general se han empobrecido. Ante tal cuadro se agudizan numerosos problemas que por muchos años han agobiado al País: altas tasas de desempleo con bajas tasas de participación laboral, emigración masiva, dependencia, descomposición social, alta incidencia criminal, economía informal, insuficiencia fiscal, desigualdad…

No son pocos los sorprendidos ante el señalamiento del Informe Sobre el Desarrollo Humano, recientemente publicado, en el sentido de que uno de los cinco países con más desigualdad en el mundo –junto a Zambia, Sur África, Honduras y Lesoto– es Puerto Rico, También resulta sorprendente que uno de los países con más baja participación laboral, la que oscila en la actualidad alrededor del 40 por ciento, es Puerto Rico. Coincide con esto un índice extraordinariamente elevado de pobreza –cerca del 50 por ciento de la población– que se asocia eminentemente con el desempleo, aunque se consigna que el 21 por ciento de los empleados es pobre. Esto significa que conseguir empleo no siempre es garantía de vencer la pobreza.

La actividad de inversión se ha desplomado. No se debe pasar por alto que uno de los factores clave para la inversión privada es la inversión pública. A esto se suma un sistema claro y coherente de autoridad política, acceso a nueva clientela, alcance de la política comercial, vínculos internacionales, buenos niveles de salud y educación, estado de la infraestructura y gestiones innovadoras en investigación y desarrollo. Es evidente que Puerto Rico no está –ni ha estado por mucho tiempo– en su mejor momento cuando de tales factores se trata. La “reforma laboral”, o el menoscabo de derechos laborales, no ayuda en la más mínimo a mejorar dicho estado de cosas. Todo lo contrario.

Últimamente se ha propuesto de todo con tal de poner de rodillas al trabajador, desde la reducción de las licencias por vacaciones y enfermedad hasta la derogación de la ley que protege al empleado del despido injustificado (ley 80 de 1976). Unas medidas se han “pospuesto”; otras permanecen sobre la mesa.

La eliminación de la ley 80 que, para empezar, ignoraría la asimetría entre trabajador y patrono, terminará provocando más desempleo involuntario y más trabajo contingente. Además, al precarizar el trabajo en la economía formal, se torna más atractiva la economía informal y la emigración. Esto hace patente la debilidad de los supuestos del Plan Fiscal respecto al crecimiento económico y al recaudo tributario que alegadamente propiciaría la “reforma laboral”. Por cierto, el llamado “empleo a voluntad” que supone tal derogación se remonta a una gran paradoja histórica. Originalmente se concibió para evitar condiciones de trabajo esclavo, pero se ha transformado en vía para el despido arbitrario y para la formación de una reserva laboral.

Muchas veces se insiste en confundir los efectos con las causas. No es el aumento de la tasa de participación laboral lo que provoca auge económico sino viceversa. Como muy bien señala la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las bajas tasas de participación laboral reflejan la limitada capacidad de absorción de la economía formal, a lo que contribuyen las políticas de austeridad y la carencia de políticas de expansión de la demanda agregada. A esto se suma, recalca la OIT, la tendencia hacia la “flexibilidad” en el mercado laboral o precarización del trabajo, lo que mina las posibilidades del “trabajo decente”.

El fundamentalismo ideológico de los proponentes de la “reforma laboral” se ha hecho evidente no únicamente en la discusión de la ley 80 sino en otras propuestas que, por el momento, se han dejado en suspenso. Para muestra con un botón basta. Se propuso inicialmente la reducción de las licencias por vacaciones y enfermedad. Esto hace caso omiso de dos detalles: los seres humanos se agotan, lo que baja la productividad; los seres humanos se enferman y si van enfermos al trabajo pueden contagiar a sus compañeros, lo que baja la productividad. En otras palabras, al intentar favorecer ciegamente los intereses patronales se termina perjudicando tanto a empleados como a empresarios.

El fundamentalismo neoliberal es tergiversador y peligroso. Robert Prasch, economista laboral, le advirtió hace unos años a sus colegas que arriesgaban mucho cuando, a nombre de la simplicidad y la elegancia matemática –y de los intereses patronales–, suponían que el trabajador era una mercancía inanimada, al mismo nivel que los factores instrumentales de producción. No lo es. Se trata de una torpe, errada y vulgar abstracción. Por fortuna, no siempre los economistas han partido de semejantes supuestos. Presumir que el trabajador equivale a un saco de cemento revela muchos sesgos y prejuicios clasistas. Ya es hora de superarlos.

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