Elevator

 

Por Giancarlo Vázquez López / En Rojo

El elevador se averió como de costumbre. A veces no había pasado una semana de su reparación cuando comenzaba a dar indicios de que pronto se atascaría nuevamente. El aparato tenía a todos los vecinos subiendo y bajando escaleras. Los que vivían en el primer piso poco tenían que quejarse, excepto por un anciano cuyo bastón era el soporte de su voluntad más que de su peso. Era un saco de huesos. Sin embargo lo veía subir las escaleras cada mañana cuando yo salía a trabajar y el elevador no funcionaba. Nunca lo escuché quejarse. Sereno como siempre, sonreía y me daba los buenos días. Hace un tiempo que no lo veo. Dudo que algo le haya pasado.

La última vez que se dañó el elevador fue a causa del quiebre de los engranajes. Estuvo sin hacer un viaje por meses hasta que vinieron dos técnicos y en un día lo repararon. Aunque no dudo del peritaje de ambos, el arreglo no duró mucho.

El sábado en la mañana, salí del apartamento. Cuando atravesaba el recibidor curioseé y presioné el botón para subir el elevador al cuarto piso. Escuché el motor ponerse en funcionamiento y cómo se acercaba. La puerta se abrió. Al fin lo repararon, pensé. Entré con cautela a la cabina. La puerta se cerró. Una vez adentro me distraje mirando mi celular. Transcurrieron par de minutos hasta que me di cuenta de que el elevador no se estaba moviendo. Temí lo peor. Lamenté no haber bajado por las escaleras. Comencé a sudar. Me faltaba aire. Miré alrededor. Las cuatro paredes metálicas parecían abalanzarse sobre mí. La luz blanca del techo se reflejaba en ellas. Eso me aturdía aún más. Busqué mi celular nuevamente. Intenté disminuir la tensión. Fue inútil. Llevaba colgando del cuello las llaves del elevador que solo sirven para subir desde el vestíbulo. Decidí insertarlas en la cerradura que corresponde al cuarto piso, confiando que servirían en el sentido opuesto. Las giré de un lado a otro en un acto desesperado, pero no sucedió nada. Observé el panel donde estaban las cerraduras de los demás pisos. Vi un botón rojo con letras desgastadas. Lo Golpeé un par de veces. Salí expulsado. Caí sobre el mueble que está frente a la puerta del elevador. Cerré mis ojos un instante.

Seguía en el cuarto piso. Estuve tirado sobre el sofá de mimbre hasta que me calmé. Aun sentía el estómago apretado y los sesos entumecidos. Luego de un rato pude aclarar mis pensamientos. Concluí que de todo lo acontecido lo que más me aterrorizaba no era morir, sino pasar el resto de mi vida atrapado en aquel cajón.

Es irónico. Temerle al encierro cuando la vida es una encerrona. No porque se trate de una trampa del destino, sino porque así es su naturaleza. Eso es la vida. En cambio, ¿dónde queda el alma en todo este juego? ¿No vive la parte esencial del hombre encerrada en él?

Una noche bajaba por las escaleras. Me encontré con el anciano del primer piso. Me comentó que a pesar de las constantes fallas el elevador, fabricado en los años ‘60 por la compañía Westinghouse, no tenía muerte. Añadió que la cantidad de viajes que había hecho un elevador igual que este en un hotel en San Francisco, California, era, según los cálculos, igual a la distancia de la Tierra a la Luna. Recordé que, en otra ocasión, el administrador del edificio me dijo: “Es un elevador eterno”.

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