En celebración de Bolívar, Vieques y Carlos en el mes de septiembre

En Rojo

 

En el natalicio de Simón Bolívar, cada 24 de julio se conmemora en Vieques la ocasión en 1816 cuando el libertador pisó tierra viequense en su lucha por la independencia de Bolivia, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Venezuela de la dominación española, proyecto que, gracias a Antonio Valero de Bernabé, también incluyó a Cuba y Puerto Rico como consta en su “Carta de Jamaica” de 1815. Pero yo también conmemoro a Carlos Vélez Rickehoff por ser él el que se dio a la tarea de que fuera una celebración para aunarnos a la comunidad de los pueblos latinoamericanos. Lo acompañé al casi sótano del Archivo General de Puerto Rico frente al parque Luis Muñoz Rivera cuando fue a proponerle al artista José Rosa diseñar un cartel para esta conmemoración. Como el Instituto de Cultura Puertorriqueña nunca tiene presupuesto para nada nuevo, fue Carlos el que le suplió los materiales al artista. Junto al busto del Libertador—regalo del consulado venezolano—en la plaza de Isabel II nos reunimos cada año para celebrar a Bolívar y, en mi caso, también a Carlos, este hombre tan humano y dedicado a la liberación de su patria desde la Isla Nena de quien me honro de haber sido su amiga por tantos años.

Conocí a Carlos Vélez Rickehoff una noche paseando por la Plaza de la Revolución en La Habana. Lo había visto antes porque éramos parte de los 45 puertorriqueños que visitamos a Cuba por dos semanas desafiando a las autoridades estadounidenses que habían prohibido expresamente estos viajes culturales. Desde el 1er día, yo andaba con un corillo de mujeres que había conocido en el grupo y apenas nos separábamos. Hasta hicimos un rearreglo de las habitaciones para que cada una se sintiera más cómoda. Esa noche era libre—no tenían nada programado para el grupo—y mi corillo prefirió ir al Malecón a ver la actividad en este lugar tan popular. Preferí unirme a otro pequeño grupo, del que yo era la única mujer, y explorar espacios de menos concentración de gente en esta noche tranquila y hermosa. Nos presentamos—éramos cuatro—y la breve historia que nos contó Carlos nos atrajo de inmediato.

Por supuesto, su forma de hablar, pausado y suave, su sonrisa y ojos azules achicados, pelo blanco voluminoso, alto y esbelto, camisa blanca de manga larga arrollada hasta los codos, escondían su edad que de inmediato nos informó eran 69. Original de Moca, residía en Vieques, de donde era natural su esposa, Luisa Guadalupe. Nos advirtió que en estos momentos no era necesario ir a Vieques a visitarlo—aunque siempre éramos bienvenidos—porque pasaba mucho tiempo cerca de El Señorial donde vivían con su hija Camelia para darle una mano con la tarea de cuidar de cuatro hijxs adolescentes. Descubrimos esa noche y todos los días subsiguientes que Carlos era una historia viviente, un testigo de los acontecimientos escondidos, distorsionados o negados. Había sido agricultor de café en una pequeña finca en el interior de la isla y luego trabajador en la construcción del Rompeolas de Vieques, proyecto de la Marina de los Estados Unidos para preparar la isla para sus “juegos de guerra”. También fue el suplidor de leche para la isla y comerciante de comestibles. Pero, para mí, y también para los otros tres compañeros, fue su narrativa de su militancia en el Partido Nacionalista Puertorriqueño lo que nos mantuvo pegados a cada una de sus palabras.

Lo hermoso de su narrativa era su sencillez y normalidad al hablar de su vínculo muy personal con Don Pedro Albizu Campos. Cómo lo conoció, por qué decidió ingresar en el Partido Nacionalista, los actos del 23 de septiembre en la conmemoración del Grito de Lares, las reuniones clandestinas a través del interior de la isla, la precaución y enfrentamiento con la policía estatal, la venta de su finca para contribuir a las finanzas del Partido, sus viajes y estadía en la ciudad de Nueva York, su arresto y encerramiento en la cárcel La Princesa, su preocupación por su familia—Luisa y dos hijos pequeños—y cómo iban a subsistir sin poder proveer por ellos y su eventual regreso a Vieques.

Poco después de concluir el viaje a Cuba, decido visitar a Carlos en Vieques. Es su perspectiva, su experiencia, su conocimiento de lo acontecido allí desde que la Marina decide expropiar las tierras de los viequenses y dejarlos en zona de nadie o trasladarlos a Puerto Rico y Santa Cruz lo que me hace adentrarme en esta isla y su historia y decidir ser parte de esta comunidad. Tener una isla sitiada donde los residentes que no fueron forzosamente expropiados de sus tierras (26,000 de sus 33,000 cuerdas) solamente podían habitar los peores terrenos; donde nadie tenía título de propiedad porque la Marina de los EEUU era el único dueño; donde a los pescadores se les prohibía ejercer su oficio en lugares determinados por ellos; donde los bombazos detenían cualquier actividad escolar, social, cultural y 3/4 partes del territorio de Vieques estaba vedado a los residentes: ésta era la vivencia diaria desde 1941 en la Isla Nena.

Durante esos primeros años de la década de los 1980 de la lucha de enfrentamiento con la Marina, viajé con frecuencia a Vieques para participar en marchas, protestas (a veces de tan solo diez personas), festivales (especialmente, el Festival del Pescador), actividades de todo tipo para exigir la salida del invasor. Carlos siempre fue mi guía. Con él descubrí piedras prehistóricas, playas escondidas, la historia de los edificios más antiguos, los primeros europeos en declararse pobladores de la Isla, las excentricidades de los dueños puertorriqueños de las centrales y las tierras para la ganadería, los pequeños comerciantes y su limitada capacidad para mantener sus negocios, los lugares de jangueo de los residentes de Vieques y sus choques con los “gringos” que juraban que eran los únicos dueños del lugar. Gracias a Carlos y, especialmente, a Luisa pude comprar media cuerda y poco a poco construir el lugar donde vivo con marido, dos perros, cuatro gatos encollarados y cinco gatas a la libre.

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