En la vida hay amores

Por Jaime Córdova/Especial para En Rojo

A Maribel Franco

Siempre quiso vivir en los altos de una barra. Cuando al fin consiguió el lugar que tanto había buscado, sus amigos cercanos lo felicitaron, pero le aconsejaron que se alejara de los grupos de amables viejos derrotados que se reúnen en estos lugares y, lo más importante, “cuidado, no vayas a desarrollar la manía de estar hablando solo porque así suele ocurrir cuando organizas tu vida alrededor de un espacio reducido con rutinas y sonidos predecibles. Tarde o temprano comienzas a conversar con los ruidos de la casa y la calle. Ojalá nunca alcances esta etapa porque no hay marcha atrás, aunque entre tus amigos también tenemos quienes dicen que sí existen remedios para reducir la frecuencia, la duración y hasta el volumen de los monólogos”.

Algunas de las recomendaciones hechas por los que tienen estas experiencias de tutearse con la soledad incluyen “evita torpedearte todas las noches, no rebasar los horarios de dos dígitos, no sentarte siempre en uno de esos rojos asientos giratorios rompe espaldas. Paga la cuenta en silencio y no trates de hacerte el gracioso —perdona que te lo digamos – como haces en ocasiones, con comentarios innecesarios de ‘voy a cambiarme el nombre a Wilisnaquin O’Neil y vestir chaqueta sin corbata en la oficina, a ver si me dan un bono de productividad’. No hay nada más patético que un viejo buscando simpatías. Despídete con seriedad y sobriedad. Abre la puerta, sal a las aceras nocturnas para que allí recibas en la piel el verdadero informe del tiempo sin las incertidumbres de pronósticos protegidos por ambiguas advertencias de nubosidad variable. Si tu vista tropieza con un automóvil estacionado que proclama orgulloso de su civismo: Conducimos responsablemente, pero de no hacerlo, favor llamar al…, no tienes por qué hablar malo y pronunciar tu discurso favorito en contra de la indefinición. Mejor prepárate mentalmente para la parte difícil, que es subir las escaleras tanteando la baranda, lo cual, según has contado, te trae breves remembranzas de Matilde. Tienes que olvidarla, Gustavo. Fíjate que estás tomando decisiones contradictorias. No te puedes esconder y a la vez estar disponible. Los amores imposibles se tienen en la juventud, los años solo añaden adversidades. Tú sabes todo esto mejor que yo. Bueno, ahora tengo que irme. Tranquilo, tú has podido hacer cosas mucho más difíciles que poner a alguien en la nave del olvido. Yo te llamo en un par de días”.

Intentó subir las escaleras sin apoyarse en la baranda. Casi al final, cuando buscaba las llaves en el bolsillo, perdió el balance, pero pudo evitar una caída poniendo las manos en el último peldaño. Pensó pedirle cuentas al cielo denunciando una conspiración organizada por alguien que estaba ausente, pero finalmente triunfaron la conformidad y el silencio. Resignado, abrió la segunda y tercera puerta en los últimos tres minutos: la de entrada y la nevera. Allí examinó un escaso inventario que incluía potes de mayonesa, ruedas de salami reseco, uvas amogolladas, una botella amarilla que admite en voz baja su contenido de 10% jugo, la última barra de mantequilla y un pan mongo envuelto en celofán con oscuras rebanadas prometiendo integridad y salud en inapelable idioma inglés.

Antes de llegar a la cama, primero visitó el baño. Menos mal que las abluciones de medianoche se hacen con mayor rapidez que las mañaneras porque se omiten ciertos pasos como mirarse la cara en el espejo para examinar nuevas señales de deterioro, que incluyen una verruga entre ceja y ceja, crecimiento algo exagerado de las orejas y el misterioso lunar que va y viene. 

El recorrido terminaba en su lugar favorito. Llegar al balcón para apreciar la paz de una plaza solitaria rodeada de árboles y duros bancos, donde una noche, en aquel que está al lado del bello jardín abandonado, se estrelló su intento de reconciliación. Y para acabar la ronda nocturna, calcular cuánto tiempo necesitará el húcar que nació en la calle para que sus ramas alcancen la ventana de la sala. 

En la cama, siguiendo instrucciones del neumólogo, tratar de dormir boca arriba para reposo del corazón y con la ventaja adicional de que así escuchas mejor los sonidos que entran por el balcón, cruzan sala y comedor y te mantienen despierto con la última información sobre los combates finales de la noche: cubos y mapos desalojando sillas y mesas, el zafacón de la cocina arrastrado a la calle en contra de su voluntad por meseros convertidos en trabajadores de la limpieza. Te enteras por chasquidos y palmadas que se acercan perros a buscar sobras. Poco después, sonidos de puertas que se cierran. Es hora de dormir. 

Tienes reputación de persona sensata que sigue los buenos consejos que te ofrecen quienes te aprecian. Como el de tu sabio amigo que te comentó: “Las fotos son aliadas del insomnio”. Desde entonces, todos los retratos los tienes debidamente engavetado y duermes mejor. Nada de fotos mostrando perros fallecidos, nietos que viven en Oshkosh-Wisconsin, reuniones de viejas clases graduandas y, lo peor, aquellos selfies con Matilde en Los baños de Coamo. 

La parte más difícil del día es la mañana. Luego de una afeitada suicida, tener que decidir entre Mr. Kellog y la waflera. No olvides tragarte tus cuatro pastillas, especialmente la de la memoria, para que no te atrases en los pagos de renta, cable y matress ortopédico. Ya estás casi ready para enfrentarte a la vida, ¡cuidado al bajar las escaleras! y, por favor, no te molestes si en tu primer contacto del día con el prójimo alguien te saluda con el automático ¿Todo bien? Evita pronunciar un discurso enumerando quejas, como siempre haces. “Bueno, tengo una cita con el dentista para sacarme los cordales, la novia me dejó, mi nieto está colgado en la escuela, parece que le caigo mal al nuevo supervisor, tengo que poner agarraderas en el baño para no caerme y debo tener mucho cuidado cuando me pongo las medias porque la prótesis en la cadera se puede salir de sitio. Pero por lo demás, estoy bien. Gracias por preguntar”.

Gustavo renunció al trabajo que tenía en el Departamento de Educación. Sacó números y concluyó que si administraba bien su Seguro Social y los ahorros de casi cuarenta años, cubriría un mes típico que incluía una pequeña partida para imprevistos. El único peligro consistía en la sorpresa de una enfermedad que solo pudiera curar Mr. Walgreens, a dos mil dólares cada pinchazo. A pocas semanas de su retiro Gustavo ya casi no podía con las escaleras. Se acuarteló en el balcón y pasaba horas mirando la plaza. No veía televisión y rara vez escuchaba la radio. Repasaba su vida, pero evitaba llegar a conclusiones. Una tarde, le vino a la mente una frase de la que no podía recordar su procedencia: A las mujeres les gustan los hombres que se van de viaje. En pocos días tenía una resolución: mudarse, desaparecer, ¿pero a dónde?

El pato Donald me cae mal. ¿Te imaginas morir en Disney en brazos del pato? ¿Qué van a pensar los amigos? Se habla bien de Santo Domingo, pero no me interesan los resorts con piscinas rodeadas de alemanes bebiendo Presidente en calzones cortos. En todo caso, tal vez la zona colonial en la capital. Habría que hacer un vuelo de reconocimiento. ¿Y Cuba? Sería una buena solución, pero se ha puesto cara y según los últimos informes, con nuevas prohibiciones para visitarla. Además, yo sé que es muy difícil que alguien me vaya a visitar allí… Por poco no termina este último pensamiento. La voz interna que por tantos años había susurrado sugerencias a Gustavo subió el volumen para decir: “Mira, viejo pendejo, tus llamados planes son solo excusas para matar tiempo y no hacer nada. Arriesga algo, como dijo Gardel. Es hora que decidas. Te mudas frente a su casa y así la ves todos los días aunque sea abriendo una persiana o haces una movida romántica y te vas con tus tristes pertenencias al barrio Ángeles en Utuado y, desde allá arriba, casi en las nubes, le mandas una foto sin comentarios a ver si le atrae el lugar. No te incluyas. ¿Para qué exponerte a que diga ¡Dios mío que deteriorado está!? Además, es hora de que sepas que la curiosidad es uno de los ingredientes más importantes del amor. Ella se encargará de averiguar y, créeme, no tardará en hacerlo. 

El día de la mudanza cuando pasaba por Dos Bocas, Gustavo, entusiasmado con su nueva estrategia exhibió el principio de una sonrisa. Satisfecho y algo optimista sentenció: ¿Cómo es posible que todavía existan personas creyentes de que la distancia es el olvido. Si conocieran a Matilde o me hubieran preguntado a mí, tendrían claro que en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse.

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