En una ciudad llamada San Juan

René Marqués

You don’t belong with them, and you know it.
But me, I belong with them, but I don’t; see?
Eugene O’NEILL (The Hairy Ape)

Las campanas de San Agustín sonaron nítidas bajo la noche adormecida de estrellas: las tres de la madrugada. Le dio un tirón a los faldones de la chaqueta, respiró hondo y miró al cielo. A sus espaldas languidecía el cornetín del combo en el Palladium.
Había bebido mucho, pero estaba sereno. Sería mejor decir sobrio. Sereno no. No podía estarlo sintiendo otra vez la urgencia de no comprometerse en un mundo angustiosamente comprometedor. E hizo un esfuerzo por no preocuparse demasiado.
Lástima que de día no brillen las estrellas. (La noche es buena.) Deberían brillar siempre las estrellas. (La noche es libre.) El sol es cruel matando las estrellas. (La noche es vida.)
Sin saber por qué pensó en Dios. No el Dios católico y manso rezagado allá, en algún rincón de su infancia, sino el Dios protestante y bíblico de voz atronadora: ¡Hágase la luz! Y la luz se hizo. Pero él no podía soportar la luz. Porque la luz cegaba y comprometía. Era mejor la penumbra del Palladium que daba a su ser la sensación de fuerza que no experimentaba afuera. Porque afuera se sentía inerme: una sombra más en aquella ciudad llamada San Juan. A cuya entraña pertenecía y en cuya entraña se sentía ajeno. ¿Por qué volvía a ella siempre? ¿Por qué esta peregrinación anual a la ciudad que le acunó y le dio vida y a la cual, sin embargo, de modo irracional, no podía considerar suya? Era como una búsqueda de sí. Como si esperase algún día encontrar en ella su raíz propia o su sentido. ¿Pero cómo encontrar la raíz si sabía que premeditadamente se mantenía ciego y sordo a la realidad? ¿Cómo dar con el asidero si sus manos se mantenían laxas, impotentes para el gesto salvador de agarrarse a su circunstancia y exprimirla, torturarla, hasta obtener de ella su más íntima autenticidad? Había en él como una oscura conciencia de que solo se encontraría a sí mismo descubriendo, de algún modo, el sentido oculto de la ciudad. Y esbozaba las interrogaciones: ¿Por qué San Juan reía sin querer, por qué mostraba aquel vacío en medio del bullicio, por qué había en ella una falla fundamental que no la hacía ser ciudad, verdaderamente ciudad? Y las preguntas rebotaban de San Juan a él. Y era él quien interrogaba, no sobre la ciudad, sino sobre sí mismo. ¿A qué precio puede la sombra de un hombre llegar a ser un hombre? Y pensaba que quizá era preciso asumir responsabilidades, comprometerse. Pero la idea era aterradora. Y la rechazaba de modo sistemático.
Echó a andar hacia la avenida Muñoz Rivera. Y una vez más sintió la molestia del revólver. ¿Cómo se las arreglaba su cuñado para cargar un arma sin tener conciencia de la misma? Si vas al Palladium mejor lo llevas. Últimamente se arma cada lío… Total, él nunca había necesitado usar un artefacto como ese. Pero no quiso mostrar aprensión alguna a su cuñado. Está bien. Lo llevaré. Ahora tomaría el autobús de regreso hasta la Plaza de Colón. Otra noche que terminaba bien. Llegaría temprano a La Perla. Solo las tres de la madrugada. Se metería en cama callandito. Era preciso no despertar a los sobrinos. A las ocho estaría en el aeropuerto. Solo unas horas más, y otra vez en Nueva York. Hasta el año próximo. Buena planificación: trabajo en la urbe, vacaciones en San Juan.
Sonrió al cruzar la avenida Muñoz Rivera. Dormiría de un tirón el resto de la madrugada. En la parada de autobuses esperaba un infante de Marina. El alumbrado potente de lámparas de mercurio se tragaba la luz parpadeante de las estrellas. La figura inmóvil del hombre en uniforme hacía resaltar aún más la soledad iluminada de la avenida. Al acercarse, notó que tenía un cigarrillo apagado en los labios.
–Got a match?
Estaba demasiado absorto para percibir la brusquedad de aquella petición. Extrajo con ademán automático la cajetilla del bolsillo y, formando una pantalla con sus manos ahuecadas, encendió el fósforo. Luego lo acercó solícito al rostro del extraño. Mientras el otro encendía, tuvo una súbita sensación de incomodidad. Conocía aquella cara. De pronto lo supo: en la casi oscuridad del salón de baile del Palladium, el hombre que había intentado arrebatarle su pareja. Lo recordaba junto al bar, al pie del gran diablo rojo pintado en la pared. En fin, un incidente sin importancia. Pero ahora su mano temblaba ligeramente y la llama del fósforo llegó a rozar la barbilla nítidamente afeitada. El otro echó la cabeza hacia atrás.
–Nervous, spic¹?
El insulto le tomó desprevenido. Tanto, que creyó haber oído mal. Era posible que el hombre hubiese emitido un sonido similar. Stick, quizá. O slip. Nick o Dick también. Guardó rápidamente la cajetilla de fósforos en el bolsillo de la chaqueta, sintiendo que la cara le ardía. Se alejó del marino y se puso a mirar obstinadamente en la dirección en que habría de aparecer el autobús. Pero era estúpido. La avenida estaba desierta. El autobús no aparecería más pronto porque él mirase en aquella dirección.
Necesitaba concentrar en algo. Y pensó en el rostro infernal de aquel diablo rojo pintado en la pared del Palladium. Sin embargo, la figura diabólica del mural estaba ya relacionada con el marino rubio. Hizo un esfuerzo y rechazó la imagen. Resultaba imposible no pensar. Al menos era preciso encauzar sus pensamientos hacia algo inocuo. Y, de un modo absurdo, se puso a calcular su relación, en aquel instante, con la geografía del lugar.
Estaba de pie en la acera norte de la avenida Muñoz Rivera. A su espalda, el mar (podía oír cada marullo gemir un largo chaas sobre la arena). Frente a él, más allá de la avenida, las luces rojas de neón: Palladium. A su derecha, bajo el poste… el infante de Marina. ¡Cuán fútil tratar de ignorarlo! Era parte de su mundo. No quiso mirarle, sin embargo, y se volvió hacia la izquierda. Casi de inmediato, sintió los pasos.
Sintió los pasos a sus espaldas, lentos, pesados (el tacón: tac, primero; luego la suela sha). Aguantó la respiración. Deseó volverse, pero hizo un esfuerzo bestial por mantenerse inmóvil. Si se daba vuelta podría creerse que tenía miedo. Por otro lado, un gesto suyo, un gesto cualquiera, resultaría quizá comprometedor. Permaneció rígido, la mirada perdida en el vacío, los nervios como radares múltiples: tac–sha, tac–sha, tac… El otro se había detenido. Hubo un silencio eterno de solo unos segundos. Luego los pasos, alejándose esta vez, premeditados siempre, tac–sha, tac–sha, exasperantes. Al fin, otro silencio… Nada. Solo el chaas largo de los marullos sobre la arena. Pero sabía que estaba allí, otra vez bajo el poste. Y el autobús no llegaba.
Hizo un nuevo esfuerzo por concentrar su atención en algo ajeno a la figura cuya presencia silenciosa pesaba tanto sobre su nuca. Echó una mirada en derredor y descubrió, muy cerca de él, clavado en el césped que bordeaba la acera, un pequeño letrero amarillo. Las letras eran negras. Leyó rápidamente: Federal property.
De primera intención no le encontró sentido a aquello. Pero luego comprendió. El césped era propiedad federal. También la playa, a sus espaldas. En cambio, la acera era propiedad insular. Volvió a pensar en términos geográficos. Imaginó, como en una vista aérea, la isleta de San Juan. Y entendió por vez primera algo que jamás se le había ocurrido. Fue como el chispazo de una revelación. Su ciudad estaba sitiada: La Puntilla, Isla Grande, La Aduana, Casa Blanca, El Morro, San Cristóbal… Y allí, toda aquella costa donde los marullos reventaban para morir en la arena con un largo y manso chaaaas. Y el césped: Federal property. Casi sin proponérselo, dio un paso atrás. Y no pudo menos que sentir una sensación extraña. Porque ahora él, como un coloso de la edad heroica, pisaba simultáneamente dos mundos: el césped y la acera. Y la avenida, desierta. El autobús no llegaba.
Oyó risas y vio salir dos mujeres del Palladium. Casi simultáneamente percibió el otro sonido. Era inconfundible. Sin embargo, no pudo menos que dar la vuelta para cerciorarse. En efecto, era eso. Sintió una mezcla de rubor e indignación. ¿Por qué? Al fin y al cabo… No era el acto en sí. Pero el lugar. Detrás estaba la playa en penumbras. Hubiera podido… De todos modos era la actitud. El infante de Marina estaba en el borde del césped y desde allí orinaba ruidosamente sobre la acera. El chorro era ya un torrente que bajaba por el concreto, amenazando sus pies. Las mujeres del Palladium se acercaban. Y sentía el chorro escandaloso, irritante: el caudal extendiéndose, avanzando hacia él, más próximo, más próximo. De pronto, el hecho pequeño y específico fue transformándose a sus ojos en algo monstruoso, hecatómbico, como si una fuerza arrolladora hubiese invadido la ciudad e intentase arrasarlo todo, todo.
–You shouldn’t do that here –advirtió en voz que quiso hacer reposada mientras retrocedía para salvar sus pies. El infante de Marina sonrió, acercándose a él.
–Who cares?
Y de modo imprevisto, sin motivo, sin lógica, las dos manazas se alzaron al unísono.
–Who cares about nothing in this fucking city?
Los labios, inexplicablemente, sonreían. Y las dos manazas fueron a estregarse en la cara color canela.
Nada que pudiera compararse a un golpe, por leve que este fuera. Ni el más ligero arañazo. Un simple manoseo, sin presión ostensible, como si los dedos impuros untaran sobre la piel, casi con suavidad, un ungüento inexistente.
Y, sin embargo, jamás había experimentado desgarrón tan espantoso. Era como si de súbito un ser terrible le hubiese arrancado de un tirón todos sus atributos humanos. Y le pareció que, en efecto, una fuerza avasallante estaba ante él clamando por la destrucción de su ciudad, y por la suya propia, intentando convertirle en materia infrahumana, en cosa u objeto; mineral, vegetal quizá. Y sintió agónicamente la urgencia de evitarlo, de salvar a San Juan salvándose él. Aunque no tenía noción alguna de cómo lograrlo.
Instintivamente, su mano izquierda había rechazado la agresión, empujando brutalmente el cuerpo del ente (diablo rojo o dios destructor), mientras con ademán simultáneo, absurdamente pueril en su automatismo, la mano derecha buscaba el pañuelo para limpiar el rostro afrentado. Y sus dedos, en el bolsillo donde guardaba el pañuelo, tropezaron con algo duro y frío, suave al tacto, y, sin embargo, frío y duro como es el mineral, aunque no percibió tanto su frialdad ni su dureza porque él también, en el instante mismo del contacto con el objeto, se sintió objeto, duro y frío, mineral en fin.
Por eso, cuando las manazas inmundas se alzaron de nuevo para completar la destrucción (¿la suya?, ¿la de San Juan?), su mano (la suya propia), dura y fría bajo la luz potente de las lámparas de mercurio, produjo aquel ruido espantoso, que era igual al que produjera Dios (el soberbio y tonante) cuando dijo: ¡Hágase la luz! El mismo ruido de espanto metafísico que estremeciera al mundo cuando Dios (el triste, el melancólico) sopló sobre un puñado de barro y murmuró acongojadamente: Eres el Hombre. Y ante el ruido de la mano mineral, el dios diabólico trocose en fardo y doblose en dos, cayendo la parte superior de su cuerpo sobre la grama (¿por qué ahora roja?) y la parte inferior (la inmunda, con su indecencia al aire) sobre la acera gris.
Él vio el cuerpo inerte iluminado por los faroles de un autobús largamente esperado y supo que su mano era de nuevo humana porque estaba temblando, y la sintió empapada en sudor. Y a sus oídos llegó el taconeo de dos mujeres que huían despavoridas. Y su conciencia percibió la totalidad del hecho: No era ya objeto, no era cosa mineral o vegetal, no era animal siquiera. De pie, entre el mundo de la playa y el mundo de la avenida, era, irremediablemente, un hombre. Un hombre de pie frente al sentido revelado de su ciudad. Y un autobús jadeante que ha detenido su marcha. Y una ruta única marcada en el costado sangrante del autobús.

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