Encontrado en las Redes

Ronald Rosario Enriquez

Llegué a la ciudad de San Francisco un día helado del junio de 1991, recién cumplido los veintidós. Nunca antes había viajado tan lejos. Las doce horas de vuelo me parecieron una eternidad. Yo traía una maleta ligera que debía sostenerme los veinte días que durara mi estadía. No traía un solo abrigo, ni sweater, ni hostia peluda. Ni siquiera traía zapatos cerrados, en esos días solo calzaba sandalias.

La ciudad y su niebla se encargaron muy pronto de darme la célebre cachetada sobre la nalguita tersa de mi incauto espíritu aventurero. Así me hice asiduo de los Thrift Stores de segunda mano, bastante antes que se hicieran «all the rage». Allí compré cosas tan absurdas como un par de zapatos suecos auténticos con suela de madera, los mismos que usé hasta el cansancio aunque me ocasionaran varios episodios de fascitis plantar. Tras muchos desaciertos en las tiendas de segunda y tras abandonar mis sandalias, empecé a aclimatarme a aquella ciudad encantadora. Llegué hasta dominar con maestría el vernáculo pasivo agresivo del «very nice» y «nice to meet you». Los veinte días iniciales habían expirado hacía mucho tiempo y aquella maletita cobardona ya había ingresado al coro de los trastes sin rumbo de algún closet viejo y ridículamente pequeño con olor a pachulí que se encontraban en las casas victorianas de hippies trasnochados. Me quedé sin saber que lo hacía. O sea, me requedé.

Recuerdo esa sensación como de estar navegando en alta mar sin saber dónde llegaría la nave. Esta foto de un Grito de Lares que celebramos entre los pocos puertorriqueños que vivían en el área y alguna gente solidaria me recuerda esa vida ecléctica y sabrosa del barrio de la Misión. Lo extraño y rico que era este barrio para un boricua desplantado. Un barrio de gente linda y trabajadora. Muchos mexicanos, salvadoreños y nicaragüenses. Algunos emigrados de ambos bandos de la guerra en sus países. Otros expulsados por el hambre y la necesidad. Muchos otros chicanos y latinos nacidos en el barrio. Considerar a mi propia nación a la distancia ahondó mis afectos y mi agudeza crítica.

Esta foto muestra gente de distintas nacionalidades bailando música jíbara a su forma y con su flow. Una bandera de Lares improvisada y con la estrella en el cuadrante equivocado. El escenario de un centro comunal que poco tiempo antes de la actividad había servido como lugar de almuerzo y refugio para envejecientes del barrio y que en las noches dividía su espacio entre clases de alfabetización y sesiones de apoyo a sobrevivientes a la adicción de substancias. Así viví la paradoja de mis afectos desde lejos. Mientras más lejos y pequeña se hacía mi nación por la distancia, más grande se hacía en el coro del universo. Así es que pude comprender cabalmente a Soto Vélez. Mirar lo lejos por el catalejo del afecto es encontrar su grandeza inminente. Como la advertencia que traían los espejos retrovisores: «Objects in mirror are closer than they appear!»

 

El autor es músico, cantautor y maestro.

 

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