Ese conejo en el congelador pudo haber sido tu hermanita

Especial para En Rojo

Un comentario sobre El dulce cretino de la calle, novela Mirna Estrella Pérez

Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2021 184 páginas

No debe ser un secreto para alguien con un conocimiento mediano de la literatura que el imaginario que hemos recibido acerca de las mujeres a través de la poesía, la narrativa y el drama universal es una construcción del varón; un varón casi siempre blanco, heterosexual y en situación de ventaja educativa, económica y social frente al sujeto al que dirige su mirada y su deseo. (Uso a propósito el singular para referirme al escritor, aunque son muchos y distintos los hombres, solamente por recalcar que así suele hablarse culturalmente de nosotras: “la mujer”, en singular, a pesar de que también somos muchas y distintas.)

El arte masculino, en general, y la literatura en particular, sobre todo la de origen hispano, han dedicado al cuerpo femenino y la personalidad de las mujeres una atención solamente comparable en intensidad con otras dos obsesiones muy machas: la guerra y la muerte, es decir: la violencia. Que a estas dos fuerzas destructivas se las haya representado como entes femeninos en Occidente no es trivial ni casual. Pero dejemos este tema para luego, porque sería muy larga la lista de grandes obras poéticas, novelísticas y dramáticas, incluso filosóficas que por varios milenios de cultura letrada han sido portavoces muy eficaces de la misoginia o, cuando menos, de una visión parcializada acerca de las mujeres. No hablemos aquí de las malditas sirenas embaucadoras de hombres, desatadoras de los vientos y destructoras de embarcaciones, ni de las parcas controladoras de la vida y de la muerte; tampoco de las doncellas encerradas del medievo, ni de las damas putonas del amor cortés; tampoco de las brujas, ni de las locas en el ático del XIX; ni qué decir de las bellas sin alma de baladas y boleros del XX, descendientes de la musa gélida y “más dura que mármol a mis quejas” de Garcilaso.

Mejor, leamos sobre algo que implica a hombres y mujeres por igual, de una manera menos imaginaria y más terriblemente cotidiana, aunque se publica bajo el género de la ficción. Se trata de un libro escrito por una mujer puertorriqueña del siglo XXI, poeta con cuatro libros publicados y otro en edición, madre de una hija y de profesión trabajadora social del Estado, la arecibeña Mirna Estrella Pérez. El dulce cretino de la calle, su primera novela, aparece bajo el sello de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico.

Incesto, pedofilia, trata humana, violencia conyugal, negligencia parental, secuestro infantil, maltrato de menores y de ancianos, violación y asesinato…, son algunos de los temas que cruzan este relato. Su narradora, una voz inusual en nuestra literatura, no le teme al fardo cultural que la precede y escribe sin eufemismos ni pose intelectual o teórica sobre las peores consecuencias del ciclo o los ciclos de la violencia sexual al interior del núcleo familiar. En este texto, como es de esperarse de una literatura bien documentada y profunda, el imaginario de hombres y mujeres se complica, como son complicadas las relaciones de pareja y paternofiliales cuando quedan dañadas desde la raíz por un abuso. La percepción entre unos y otras queda viciada por la dicotomía –cambiante y elusiva en este texto– víctima-victimario, pero también un par de malos verdaderamente malos, de los que no conocemos la herida original por la que siguen sangrando, y mucha gente más o menos buena y decente, pero no tanto como para denunciarlos.

El dulce cretino de la calle es una novela breve, que no llega a las doscientas páginas, a la que la editorial ha llamado noir, situándola en el campo literario del suspenso y las narraciones de crimen, al que legítimamente pertenece, pero que, como buena pieza literaria, desborda tal clasificación. Sin revelar el contenido de la trama, diré que estamos ante el espejo de varias generaciones de una familia disfuncional en las que tanto las relaciones de pareja como paternofiliales y fraternales están viciadas y distorsionadas desde la raíz por el patriarca y la matriarca (raíz dañada de la que no descubriremos todas las aguas que viene arrastrando, porque esta obra es la primera entrega de una trilogía en proceso de creación).

Aunque la narración está redactada en tercera persona y, por lo tanto, evita el tono testimonial (en esto se distancia Mirna Estrella de autoras como Isabel Allende, Laura Esquivel y Esmeralda Santiago, por mencionar algunas), esa voz podría pertenecer a Olga, la penúltima descendiente del clan, quien encuentra en el pasado de sus abuelos y el de sus padres algo más que la respuesta que buscaba acerca de un pecado familiar y de la desgracia que le siguió, además de la identidad de la persona que perpetró un crimen que la obsesionó durante su infancia. Otro crimen, la violación en serie de las niñas del pueblo, quedará sin investigar por falta de acusación.

Ese algo más que encuentra Olga la encamina hacia las preguntas que debe formularse a sí misma para comprender las causas de sus propias distorsiones afectivas. Es en este punto de contacto entre el personaje joven y sus parientes donde El dulce cretino de la calle se nos revela magistral.

Aunque el relato principal ocurre en el pasado, esa línea secundaria del texto que es el personaje de Olga funciona como una especie de mina antipersonas colocada allí, entre un capítulo y otro discretamente y que, precisamente por eso, cuando estalla no nos deja ilesos.

Así llegamos al conejo. Un conejo metido en el congelador, que será una de las pocas citas que compartiré del texto para evitar arruinar su lectura cabal:

Un día, sus peores temores parecieron tomar forma. Vio a su padre tirar algo al congelador. Cuando descubrió el contenido no pudo contenerse:

–¿Por qué gritas? –se acercó Francisco.

–¡No me toques! ¡Mami, mami!

–¿Qué pasó, qué le hiciste? ̶ intervino Ernestina.

–¡Mató a Iris! –la niña señaló el cuerpo decapitado.

–¿Pero qué le pasa a esta loca? Es un puto conejo. Francisco lanzó el animal a una olla.

–Cocínalo ̶ le ordenó a Ernestina– y tú, mentirosilla de mierda, prepárate para probar.

Las horas previas a la cena, Olga iba de excursión a la cocina. No paraba de comer.

Mientras menos alimentos hubiese en el refrigerador más lo coparían. Ya se había percatado de que su ropa dejaba de servirle: si me pongo gigante no cabré en él.

El fricasé de roedor estuvo listo a las cinco. Ernestina sirvió.

–No tengo hambre.

–Te quiero a la mesa, ahora ̶ mandó Francisco a su hija.

La niña se sentó. Iris, desde su sillita de bebé abría la boca para comerse a sí misma.

–Sólo tomaré pan.

–Te comerás a tu hermana, mi amor –se burló el padre̶̶–.

Como nada sobra en este relato, ese episodio es importante. Porque importa el miedo durante la infancia, sus orígenes y sus consecuencias presentes y futuras. Y porque importa saber, en este caso, que un desorden alimentario puede tener raíces tan remotas como el haber sido testigo de la violencia entre los padres, y que esta violencia también puede remontar a situaciones desconocidas e impensables por ellos. E importa, además, porque este mismo personaje femenino victimizado ejercerá durante su adultez, de otras maneras menos evidentes, la violencia hacia sus compañeros. (“¿Cuánto puede parecerse la víctima al victimario? ¿Se fusionarán en ocasiones? ¿Será posible ejercer ambos papeles? Ella sentía que era posible.”)

Podemos coincidir con la autora en que la fusión víctima-victimario es más común de lo que se piensa, y la puede ejercer cualquiera dentro de la ficción como en la vida real. En este sentido, El dulce cretino de la calle, si bien retrata de manera detallada los perfiles de los agresores y violadores masculinos, traza también los rasgos de mujeres que acaban siendo personas duales: agredidas- agresoras y victimarias-víctimas o agresoras pasivas, y esboza también el perfil difuso de una sociedad que pacta a conveniencia entre los extremos mediante el secretismo, la complicidad o la indiferencia disfrazada de respeto a la familia.

Lo que hace al relato único y poderoso es la economía de su lenguaje, siempre directo, como corresponde a una poeta cuya obra previa ya anunciaba que había en ella una narradora pulsando por salir. La sentimentalidad (o mejor, el sentimentalismo) no tiene espacio aquí, porque la urgencia de esta autora no está tanto en apalabrar lo que se siente, como en expresar lo grotesco y monstruoso (real no maravilloso) que puede estar ocurriendo delante de nuestras narices, así como registrar el efecto criminal de ese mirar para otro lado. Mirna Estrella Pérez parece obsesionada con los hechos más que con los sentires, y esto da a su texto la frialdad y el distanciamiento necesarios para poder observar la maldad humana directo a los ojos y poder nombrarla sin derrumbarnos.

***

…Un circo se pasea de pueblo en pueblo en un país que no se identifica como Puerto Rico, pero es su mellizo. No porque abunden aquí los circos, que no forman parte de nuestra experiencia pueblerina, sino porque gente como su manejador, cuya identidad queda oculta bajo el mote de “El flaco” anda por ahí, sin la advertencia de padres y madres, perturbando la inocencia de las niñas

mediante la sexualización precoz, el abuso sexual y el secuestro o la trata. Aquí no existe el circo, podrán decirme. Pero sabemos que gente como “El Flaco” sí que existe, y quienes lo son se dedican a muchos otros oficios. Tampoco son incestuosos la mayoría de padres y madres, como sí lo son los de esta familia ficticia, pero también los hay, y no son pocos, y comparten un rasgo en común con el patriarca Augusto Vivar de la novela: generalmente, les protege un manto de respetabilidad social, aunque la estirpe que fundaron crezca abrumada por el dolor y la culpa.

Otro autor arecibeño, René Marqués, en su primera novela, La víspera del hombre (1958) nos dio una clave, hace tiempo, sobre el valor de enfrentar lo imaginado con lo real. El protagonista de esa historia, Pirulo, vive obsesionado por descubrir el rostro de una figura humana parecida a la muerte.

Por campos y pueblos iba sobre su caballo escuálido. Bajo su sombrero de paja su rostro estaba cubierto con un tupido velo negro, algo grisáceo ya por el polvo de tantos caminos. Es lindo como un ángel, y no quiere amar a nadie, decían las mujeres. Es horrible como un monstruo. Por eso no enseña la cara, aseguraban los hombres.

En el secretismo acerca de su identidad, en el no mostrar su cara, pero también en el encantamiento de su “persona pública” radica la fuerza del perpetrador. Vuelvo a Marqués:

Ángel o monstruo, peregrinaba incesantemente, paseando su misterio por ferias y fiestas de Santos Patrones, cantando boleros y plenas, sones y décimas para ganar el sustento. Pero jamás nadie le vio comer. Ni beber siquiera. Nunca ante nadie mostró su rostro desnudo. Y si alguien hubiese intentado tocar el velo negro, habría visto relucir un largo puñal con cabo de cuerno.

Como todo misterio atrae, siempre hay un Pirulo (“un deseo irracional prendió en su espíritu: Tengo que verle la cara”; “quiero ver tu cara”, La víspera del hombre), o una Olga (“̶ Necesito que me cuentes todo. Lo que más duela”, El dulce cretino de la calle), que necesitan ver el terror de cerca. Esa fuerza para obligarse a mirar lo grotesco y sostener la mirada está muy presente en el libro de Mirna

Estrella Pérez. E intuyo que es esta la actitud que ejercita en su práctica profesional cada vez que pisa un tribunal de menores en Puerto Rico para defender sus intervenciones como trabajadora social. De familias destrozadas y en crisis sabe ella más de lo que quisiera y, por lo bien delineadas que están las psicologías de sus personajes, debe conocer muy de cerca cómo opera la mente de una víctima y la de un victimario, la complejidad de los procesos de culpa y redención y los defectos del sistema de justicia (aunque de esto último no se ocupa la novela, que no incurre en el “ensayismo” propio de las llamadas novelas de tesis, que esta no lo es).

En una reseña literaria la información ajena al texto es, literalmente, marginal y no suele tenerse en cuenta. Pero consideraría imperdonable de mi parte comentar este texto sin reconocer que la profundidad de su entramado narrativo está sostenida por un saber igualmente profundo acerca de la materia de la que se escribe. Está claro que para escribir novela detectivesca no hay que ser detective, ni para escribir novela histórica hay que ser historiadora, pero cuanto más se informa un autor o una autora sobre el género o el tema con el que se atreve, más herramientas podrá desplegar en su texto, pues no basta el talento para escribir un buen libro. Aquí estamos ante alguien que, afortunadamente para la literatura puertorriqueña de hoy, se lanza con un tema sórdido y conflictivo, absolutamente pertinente a la sociedad actual, no por afán de márquetin ni exhibicionismo, sino porque tiene las manos curtidas en este asunto desde hace tiempo. Y, como es escritora, es la mejor persona posible para narrarnos esta historia. Ese saber del tema y saber cómo contarlo se nota y se agradece (el texto, de hecho, según información ofrecida por la autora, no fue redactado en dos días ni un par de meses, sino que le tomó años perfeccionarlo).

Ya desde su poesía nos sorprendía la naturalidad -o incluso desparpajo- con la que Mirna Estrella aborda intersecciones muy matizadas entre sexualidad, moralidad y deseo; en la narrativa, despliega con mayor decisión, si cabía, su autoridad para nombrar las cosas de la manera en que las percibe, y lo que vendría a ser su imaginario en construcción sobre el cuerpo y el deseo del varón heterosexual “dañado” (que los sanos no están en este libro, os lo advierto).

En conjunto, el texto es denso en contenido y no ofrece momentos para la distención; pero, al mismo tiempo, su lectura resulta liviana gracias a su estructura, que está montada en piezas brevísimas, organizadas en orden cronológico alterado. Ciertos personajes y capítulos en particular, pero especialmente el final, hacen algunas concesiones (o ¿guiños?) al realismo mágico sin romper la sobriedad general del texto, y le aportan algo de poesía sin desnaturalizar su crudeza esencial.

Aclaro que no soy parte objetiva en este comentario. Edité este libro. Lo conozco y conozco a su autora. Y es esta la segunda vez que reseño públicamente algo que edité, porque poquísimas veces durante mi trabajo a tiempo completo en la edición de libros he estado tan segura como ahora de la pertinencia, necesidad e importancia de la publicación de un texto literario. La apabullante violencia que nos rodea hace de esta lectura una especie de revelación. Para sobrevivientes de cualquier tipo de violencia sexual o parental que lean la novela, esta podría echar sal en la herida, pero la sal, en dosis adecuadas, es curativa. Para quienes investigan temas relacionados con el género y la familia, esta lectura converge bien con campos no literarios como la sociología, la sicología y los estudios de género. Y para lectores y lectoras de literatura en general, la historia se sostiene por sí misma como lo que es: un relato de ficción bien ejecutado.

Que el libro salga con la impronta de la Editorial de la Universidad de Puerto Rico es un hecho, de suyo, singular en más de un sentido: implica reconocer el talento de una autora de mediana edad, con un trabajo consolidado en otro género literario, pero todavía ausente de las antologías de literatura puertorriqueña contemporánea; por lo tanto, habrá quien considere “novel” su firma, aunque no lo es, y que esta editorial académica la acompañe en la ampliación de su registro hacia otro género literario es una especie de reconocimiento de su trabajo anterior y una apuesta a su futuro.)

De hecho, durante la edición de su primera novela, Mirna Estrella ha acaparado prácticamente todos los premios que en el género de la poesía se otorgan en Puerto Rico. La racha es extraordinaria. Gana el primer lugar en el concurso organizado por el Festival Internacional de Poesía de Puerto Rico que lleva el nombre del poeta Vicente Rodríguez Niestzche. El libro, Fallé en calcular la brutalidad de los años, acaba de publicarse por Trabalis Editores. De seguido, obtiene el Premio Nacional de Poesía del Instituto de Cultura de Puerto Rico por el volumen Un hilo de duda en la saliva, actualmente en proceso de edición por la Editorial del ICP. Luego, obtiene el tercer lugar en el Certamen de Poesía José Gautier Benítez que auspicia el Municipio Autónomo de Caguas con el texto Yo quisiera estar tan lejos como lo está la suerte. Esto, en una autora hasta ahora invisible para la crítica, dice mucho de su talento y perseverancia. Como lectora atenta de su poesía anterior (Ecos de Eva, Manifiesto sobre las tristes y Miss Carrusel) el acompañarla en su incursión como narradora, y saber que estamos ante alguien en plena expansión de su potencia literaria es igualmente extraordinario.

Para terminar, no puedo evitar volver a Marqués. Si el personaje misterioso de La víspera del hombre no era la figura de la muerte. No podía serlo porque tenía un cuatro en las manos. Y la muerte no toca el cuatro ni canta sones alegres”, y de todos modos Pirulo, al removerle el velo “no tuvo voz para expresar su espanto” al contemplar el rostro de un tal “Monchín” carcomido por el cáncer, en El dulce cretino de la calle los ojos de algunas niñas ven cosas horribles, la mano de una mujer insiste en descorrer el velo que encubre a los perpetradores, y una voz que no teme a contar lo visto y descubierto asume con valentía la narración. …Quienes buscan en una lectura de ficción entretenimiento y solaz, miren para otro lado, porque aquí van a ver la crueldad humana a los ojos, que es mirar la muerte. …Y solamente quien haya sido capaz de calcular que un animal en el congelador tiene el tamaño exacto de su hermanita e imaginado que su padre pudo ser el asesino, conoce verdaderamente ese estupor.

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