Ese lugar era una isla

 

Especial para En Rojo

a molly landis, el ojo andariego detrás de la cámara

Al suroeste de Brooklyn, Nueva York, está Barren Island, una isla que dejó de ser isla temprano en el siglo XX. Tras décadas de alejamiento, incomunicación y numerosas historias de residentes varados en la isla por las condiciones del tiempo, para los años 20, Barren Island quedó físicamente anexada a Brooklyn. Esta vinculación se dio, no sólo como imaginamos (a través de una carretera o un puente), sino también como tememos: a través de un gran vertedero de basura. Si hoy día visitan esta isla en la comodidad de un carro o una guagua, encontrarán un lugar de composición insólita, a la vez inhóspito y cargado de vida.

Un corto sendero en el que la arena humedecida se encuentra con la nieve, conduce a Glass Bottle Beach, una playa en Barren Island cubierta notoriamente por botellas de cristal. Algunas están rotas, protuberando peligrosamente, tentando a la herida, otras, se conservan intactas, bellas incluso, como si consideraran regresar a un lugar menos riguroso que aquella costa gris. Pero lo que hace de esta playa en Barren Island una visión verdaderamente asombrosa es que su costa está repleta de cuanto objeto y basura imaginable: suelas de zapatos, medias estiradas, muñecas abandonadas, porcelana rota, gomas de carro desinfladas, enseres derruidos por el tiempo y el salitre, un patín solo y carcomido. Hasta la carroza destrozada de un carro salió a flote un día de baja marea, y desde entonces, está parqueado en una esquina de la playa.

Si llegas a Glass Bottle Beach como nosotras, sin expectativas, con el ánimo de improvisar el día, puede que sientas que eres un gran ojo pegado al suelo, husmeando la basura con el hocico de un perro, avanzando por la costa entre la curiosidad y la cautela. Pese al gris que consume a la costa densa de Barren Island—un gris para el cual no tengo otro referente que aquella “boca lluviosa de la costa fría” de Blanca Varela—no todo es sombrío en esta isla, cuyo nombre significa árido, estéril o vacío. De entre la basura también emerge uno que otro caracol, alguna que otra alga, alguna que otra ostra, alguna que otra extraña criatura, producto del matrimonio entre playa y objeto descartable. Todo esto para recordarnos, que tras la aparente inercia de este paisaje distópico, hay vida y una historia por contar.

Supongo que el temor de toda isla debe ser ese: dejar de existir. Que su identidad no sea sino un hecho del pasado que sólo un puñado de personas pueda recordar. Mirar al mapa, como a un espejo, y no hallar reflejo. Pasar a ser un código de área descontinuado. Quizás proyecto. Pero les aseguro que un miedo similar invadió a los residentes de Barren Island cuando en noviembre de 1905, la bahía se tragó un almacén que albergaba 1,700 barriles de aceite. En 13 minutos, una cuerda de terreno dejó de estar en su lugar, alterando la topografía del área. Desde la metrópolis se reportó que si el almacén se hubiera hundido 5 horas antes, se hubiera llevado consigo un número significativo de trabajadores que pernoctaban allí, como parte de su trabajo procesando basura en la New York Sanitary Utilization Company. Al otro día ocurrió un nuevo incidente. Otro trozo de la isla se desprendió, quedando fuera del campo de vista de los residentes para siempre. Las especulaciones comenzaron a llover. La más interesante insistía que fue a causa de arena movediza, como si las aguas que rodeaban a la isla constituyeran la nueva morada de Caribdis. Esto puso a los residentes en vela. Entendieron que su existencia en Barren Island era precaria, no sólo por su relación de lejanía con la metrópolis, sino porque la tierra bajo sus pies les era inconstante. La misma isla que los anclaba a ese único espacio circular, también los abandonaba a la merced de un monstruo marino.

Pero las condiciones que eventualmente llevaron a la desaparición de Barren Island, tal y como la conocieron sus residentes, corresponden a otra mitología. Tan próxima como remota, su llamada condición de isla llevó a que, desde 1850 hasta 1936, se establecieran un sinnúmero de fábricas “pestilentes”, dedicadas al tratamiento de basura y animales (además de basura, hallarán huesos de caballos en Glass Bottle Beach). Desde la perspectiva de la metrópolis, la isla estaba lo suficientemente cerca como para transportar rápidamente la basura fuera de Brooklyn y lo suficientemente lejos como para no estorbar a los ciudadanos con la vista desagradable de un vertedero.

La comunidad de casi 1,800 personas que llegó a Barren Island para trabajar, se organizó alrededor de la basura, como alrededor de un fuego. La basura creó las condiciones de convivencia entre los isleños, estableció los parámetros de sociabilidad y supuso el principal método de ingreso para las familias. Fue también escenario de diversión para los niños que correteaban de arriba a abajo por las montañas de basura, atentos al hallazgo de cualquier curiosidad. Ellos sí vivían felizmente, como dicta el dicho: la basura de unos es el tesoro de otros. Pero lo mismo que le dio vida a Barren Island fue motivo de su eventual disolución.

La realidad era que Barren Island no estaba lo suficientemente lejos para los ciudadanos de la metrópolis. Por años, hicieron llamados al gobierno local para que cerraran las fábricas, a cuenta de los olores a putrefacción que el viento arrastraba en su dirección. Los principales afectados de la basura que la metrópolis misma producía eran ellos, no los isleños de Barren Island. El olfato fue un punto de contención extraordinario. Mientras los ciudadanos de la metrópolis describían un olor absolutamente repulsivo y abyecto, los isleños no percibían nada fuera de lo común. No quedaba claro si los isleños alteraban sus testimonios de los olores, para que los dejaran continuar tranquilamente con sus vidas, o si verdaderamente se habían adaptado a su medio.

Tretas del débil o no, a fin de cuentas, la interpretación olfativa de la metrópolis triunfó sobre aquella de la isla. En 1919, la última fábrica de procesamiento de basura en Barren Island cerró sus puertas, momento que se celebró desde la metrópolis como un triunfo para la convivencia. No se sabe bien cuál fue la reacción de los isleños, pues nadie les preguntó. Todavía quedarían abiertas algunas de las plantas de tratamiento de animales. Sin embargo, con la merma de trabajadores, una vez se construyera una carretera, un puente y un pequeño aeropuerto, era inminente el fin de esta comunidad de trabajadores, vueltos isleños el día en que descubrieron que nada de lo construido allí, a la larga, les pertenecería. Barren Island no desapareció del mapa, como temían sus primeros residentes. Sencillamente fue anexada y cedida a los restos de un vertedero que, hoy día, se asoma por sus costas. A veces la realidad de las islas supera sus mitos.

 

 

 

Artículo anteriorCrucigrama: Carmen Lugo Filippi
Artículo siguienteVidas en movimiento: Nomadland y Land