Estados Unidos: Crisis en la frontera sur

 

Por  Dalia González Delgado

“Estados Unidos es un país de inmigrantes”. Esa frase, ampliamente repetida, no alcanza a explicar la complejidad de un fenómeno que ha marcado la vida de millones de personas. La crisis actual con los migrantes haitianos en la frontera sur es el capítulo más reciente de una larguísima historia.

Es cierto que los orígenes de Estados Unidos lo definen como un país de inmigrantes. Sin embargo, existen corrientes de pensamiento entre distintos sectores de su población que ven a los recién llegados como un problema. Tanto académicos como políticos y la opinión pública han discutido durante años sobre quiénes deben ser aceptados y qué derechos deberían tener, incluida la posibilidad de convertirse en “ciudadanos estadounidenses”.

 Las imágenes recientes de haitianos siendo maltratados por agentes fronterizos, las condiciones de los campamentos –agravadas por la crisis sanitaria– y la decisión de deportar a la mayoría de ellos han generado cuestionamientos hacia la política migratoria del gobierno actual. Esas deportaciones están amparadas por el Título 42, una política implementada durante la presidencia de Donald Trump y aplicada también por la administración de Joe Biden, que niega posibilidades de asilo bajo el argumento del riesgo para la salud pública que representa la COVID-19.

 Se calcula que unos 15 mil haitianos llegaron a la frontera en las últimas semanas. La mayoría acampó en Del Rio, Texas, y ahora muchos han pasado a albergues, a la espera de una decisión que los devuelva a su país o les permita la entrada. Atravesaron varios países para llegar a su destino pues muchos no viajaron directamente desde Haití. Según varios reportes de prensa y videos que han aparecido en redes sociales digitales, haitianos que han vivido durante años en otros países de la región como Chile o Brasil están decidiendo hacer el viaje hacia Estados Unidos. Van en busca de mejores oportunidades económicas, en medio de la crisis provocada por la pandemia que afecta sobre todo a los sectores más vulnerables.

La migración de haitianos hacia Estados Unidos no es un fenómeno nuevo. De acuerdo con datos del Censo, ese grupo poblacional pasó de 225 mil en 1990 a 687 mil en 2018. Alrededor de dos tercios están asentados en comunidades en Florida y New York. También hay que considerar la cuota de responsabilidad que comparte Estados Unidos por la situación en Haití, si pasamos revista a su larga historia de injerencia en los asuntos internos de ese país.

Pero más allá de esta crisis actual, el tema migratorio es un desafío permanente para los gobiernos de Estados Unidos. Recordemos, por ejemplo, la caravana de centroamericanos durante la presidencia de Trump, la polémica en torno al muro fronterizo, la política de “tolerancia cero” que separó a miles de niños de sus padres, o las deportaciones masivas durante la administración de Barack Obama que le valieron el calificativo de “deportador en jefe”.

Los retos que suponen la inmigración masiva, el manejo de la frontera y la situación de millones de indocumentados requieren de la aprobación de una reforma migratoria integral. Lo han reconocido los propios políticos estadounidenses. Pero eso no ha encontrado cauce en un Congreso donde cada vez es más difícil aprobar cualquier legislación. No es una cuestión de abrir o cerrar completamente las fronteras; hay todo un espectro de intereses y actores que participan en la formulación de las políticas. Sus motivaciones son desde económicas hasta xenófobas o abiertamente racistas.

 

Daniel J. Tichenor, académico estadounidense experto en migración y política, identificó cuatro corrientes fundamentales que se expresan en los debates sobre el tema. Al primer grupo lo llamó “cosmopolitas liberales”, quienes buscan resolver el estatus legal de los indocumentados. En general se trata de personas que apoyan políticas expansivas de admisión de inmigrantes sobre todo para la reunificación familiar y la ayuda a los refugiados, así como protección legal para los no ciudadanos.

En otro lado del espectro estarían los “proteccionistas económicos”, que se oponen a las fronteras porosas con el argumento de que ponen en peligro los empleos de la clase trabajadora; por eso respaldan las sanciones contra los empleadores que contraten a indocumentados. En una dirección diferente estarían los que Tichenor llama “conservadores pro-empresas y libre mercado”, donde se agrupan quienes apoyan cierto tipo de inmigración con el objetivo de satisfacer intereses económicos.

 

La cuarta corriente, más a la derecha en el espectro conservador, engloba a los “proteccionistas culturales y halcones fronterizos”. Esos reclaman un control muy estricto de la frontera, reducción de las admisiones y límites a los derechos de los extranjeros. Ven la inmigración como un riesgo a la seguridad, la composición étnica y religiosa del país, y favorecen todo tipo de medidas restrictivas.

Esa clasificación no debe ser interpretada como cuatro moldes estrechos sino como una evidencia de lo complicado del asunto. La cuestión migratoria es un componente clave del debate político actual en Estados Unidos y es un tema que levanta pasiones. Las opiniones no son solo diversas sino muy polarizadas y muchas veces marcadas por tradiciones nativistas o racistas, discriminatorias hacia ciertos grupos de inmigrantes. Recordemos cómo Trump decía, en su lenguaje ofensivo y vulgar, que recibiría con los brazos abiertos a noruegos, pero no a haitianos o africanos.

La composición de la migración hacia Estados Unidos ha cambiado a lo largo del tiempo. La expansión económica y territorial durante el siglo XIX aumentó la demanda de fuerza de trabajo, que fue satisfecha en parte gracias a la inmigración. En las primeras etapas predominaron los flujos de europeos septentrionales, con asentamientos de noruegos y alemanes en varias zonas del país. Luego se incorporó una gran masa de irlandeses, y más adelante se incrementaron los grupos provenientes de Italia y Europa del Este. A partir de la segunda mitad del siglo XX la fuente primaria de la inmigración se trasladó hacia América Latina y el Caribe. En paralelo, los asiáticos tuvieron su propia historia y fueron colocados durante décadas en situación de marginalidad.

 

Como consecuencia, Estados Unidos tiene una larga lista de regulaciones en ese ámbito, que han sido también resultado de las polémicas sobre las consecuencias económicas, sociales o culturales y de seguridad nacional de la inmigración. Las legislaciones han reflejado en los distintos momentos las percepciones en torno a los recién llegados, así como los equilibrios de poder entre sectores de las élites y las presiones provenientes de la sociedad.

El siglo XXI trajo consigo modificaciones significativas en el sistema internacional. La inmigración, en ese contexto, fue reinterpretada en Estados Unidos sobre todo a raíz de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, que cambiaron el debate sobre la protección fronteriza puesto que se comenzó a conectar con los discursos sobre terrorismo y seguridad nacional.

Sumado a ello, las presidencias de Barack Obama, el primer afroamericano en ocupar ese cargo, y de Donald Trump, con su racismo y xenofobia, reavivaron sentimientos de nativismo, supremacismo blanco, fundamentalismo religioso, que se expresan también en rechazo hacia los inmigrantes entre importantes sectores de la población. Eso, además de la crisis económica y la pérdida de empleos, de lo cual algunos culpan también a los inmigrantes.

La población estadounidense nacida en el extranjero alcanzó un récord de 44.8 millones en 2018, de acuerdo con datos del Pew Research Center –un tanque pensante con sede en Washington DC. Así, la afirmación inicial es cierta: “Estados Unidos es un país de inmigrantes”. Pero es también un país de rechazo a los inmigrantes. Ambas ideas han ido siempre de la mano en los debates sobre un tema que atraviesa toda la historia, y que hoy tiene su más reciente expresión en la crisis de los migrantes haitianos en la frontera sur.

Reproducido de www.cubadebate.cu

 

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