Fanya Kaplan y la poesía en tiempos de Lenin

 

En Rojo

Fanya entró al hotel y allí esperó al amigo que se hacía llamar Vitaly. La mesa del comedor obrero estaba ocupada por seis hombres y dos mujeres que reían continuamente. Ella veía sus sombras y todo le parecía repulsivo. Se acercó al gran salón que estaba custodiado por los letones en chaquetas de cuero. Se acercó a la entrada y se acomodó en un viejo sillón acojinado. Alcanzó a escuchar el tintineo de copas. De entre las cortinas que servían de separación a veces escapaba una luz amarilla que hacía aún más evidente el humo de los tabacos. Entonces escuchó la voz, ronca y borracha, del poeta ruso. Ella conocía esa voz. Era el poeta más famoso de Rusia. Bardo de los bolcheviques. A Fanny, que le gustaba la poesía de Gorki, le parecía un mal poeta.

Era un día como cualquier otro.

El mismo cielo, la misma calle monótona.

Allí estaba el habitual vendedor de la calle

enojado del policía y sus golpes.

Orgulloso de su lustre de multa multa nueva,

El arcipreste se pavoneaba por la nave;

Y el bar se balanceó con la pelea y la furia,

Donde los escrúpulos tragaban lo que la fortuna daba.

Las mujeres del mercado zumbaban y bromeaban

Como moscas sobre la miel.

Las esposas de los burgueses se movían y chillaban,

Observando los últimos lotes de las blusas.

Un campesino asombrado miraba y tartamudeaba,

Respecto a una puerta oficial

Donde los trapos amarillos de papel revoloteaban:

Un ukase muerto de meses antes.

El bombero hizo escala en su torre,

Los tejados, como los osos encadenados, se ven;

Y los soldados empuñaron los brazos, obedeciendo

Las obscenidades del sargento.

Carros lentos en caravanas fueron sinuosas

Dockward, donde los estibadores harineros moiled;

Y, bajo convoy, en el cegamiento

Polvo de la carretera, un estudiante cansado,

Y ganó alguna compasión, así desamparada,

De la mano borracha que derramó su desprecio

En maldiciones sobre algún amigo y hermano. . . .

Rusia estaba doliendo con la espina

Y llevando su vieja cruz, pobre madre.

Ese día, un día como cualquier otro,

¡Y ni un alma sabía que Lenin había nacido!

Por supuesto que nadie lo supo, habrá pensado Fanny. Nadie es adivino. Lo que sí todo el mundo recordará es el día en el que murió Lenin, se repitió a sí misma.

Fanny amaba a Pasternak. La hermana vida. Despreciaba la voz ronca de Demyan y cómo seguía al comandante del Kremlin como un perrito faldero. Sin duda, sería el más grande poeta de Rusia, porque ningún otro era tan rastrero. Pobre Mayakovsqui, van a olvidarlo. A mí también, pensó. Salió de allí junto a Vitaly – probablemente era el mismísimo Sidney Reilly quien la llevó en su automóvil hasta la fábrica en la que Lenin daría su discurso. Se abrió paso entre los obreros. Reconoció la voz al acercarse. Frunció el ceño. Disparó tres veces.

Artículo anteriorEditorial: Estudiantes de la UPR: un gran ejemplo para el País
Artículo siguienteCrece la deserción escolar en Puerto Rico