Gallisá

1.

Desde los 13 o 14 años supe quién era Carlos Gallisá. Despertaba a la política y, sobre todo, nacía en mí la consciencia de que a pesar de lo que dijera mi acta de nacimiento y la historia familiar, mi lugar en el mundo era Puerto Rico. Casi clandestinamente, fui interesándome en algunas figuras independentistas, que aparecían en los periódicos y los noticieros de televisión. Por aquella época el PIP tenía tres legisladores y uno de ellos era Gallisá. Entonces también surgieron las diferencias entre Rubén Berríos y él, que culminaron con su salida del partido y, poco después, con su integración al PSP. A partir de ese momento, en mi consciencia de adolescente, el independentismo poseyó tres cabezas: Rubén Berríos, Juan Mari Bras y Carlos Gallisá. Por varias décadas, éstas serían las que estarían también en el mapa político de los puertorriqueños.

Recuerdo una tarde remota. A eso de las seis y antes de que se sirviera la comida, mi padre veía el noticiero de la tarde. A veces salía de mi cuarto y lo acompañaba sentado tras él en un peldaño de la escalera. En la tele un periodista daba cuenta de una protesta. La memoria conserva dos imágenes: un raquítico piquete en una gran explanada y un hombre dando un discurso sin que se escucharan sus palabras sobre una pequeña tarima. La naturaleza de las imágenes me hace suponer que el evento acontecía frente al Departamento de Hacienda, en una tarde en la que el sol derretía el cemento. Quizá por ello no había gente alrededor del orador. Entonces, escuché decir a mi padre: “Mira, está hablando solo”. No era amigo de políticos. Tres veces había tenido que partir desde cero: en la rebelión de los mineros de Asturias, en la Guerra Civil española y en la Revolución Cubana. No emitió un voto en su vida y a la política, de la que siempre estuvo al tanto, reaccionaba con grandes dosis de escepticismo. Sin embargo, en la frase que profirió ese atardecer, no solamente no había burla ni desprecio, sino que contenía lo que en él estaba más próximo de la admiración y el respeto.

El que hablaba desde la soledad de la tarima era Carlos Gallisá. Ese noticiero fue la primera vez que estuve consciente de verle.

2.

Estoy casi seguro que escuché la primera emisión de Fuego Cruzado. A partir de entonces, y por más de dos décadas, debo haberlo hecho con millares de programas. Según los años, lo seguí a distintas horas y por todo el cuadrante de la radio, según el programa fue cambiando de emisora. Escuchaba a Ignacio Rivera, Carlos Gallisá y diversas figuras hasta la integración definitiva de Néstor Duprey, atendiendo cuidadosamente o como una conversación venida de una mesa vecina mientras dibujaba, pintaba, esculpía, dormitaba o practicaba guitarra. Casi siempre valió la pena y muchas veces alguno del trío de comentaristas provocó mi profundo desacuerdo, pero me parecía importante lo que hacían y lo hacían mejor que nadie. Al día siguiente ya me había olvidado de mi enfado, que casi nunca era con Gallisá.

Él fue el pilar indiscutible del programa. No solamente mostraba rigor intelectual, sino que con frecuencia exhibía una sutil e incisiva ironía capaz de desprenderle las más falsas solemnidades a situaciones y personajes de nuestra política.

Recientemente, a raíz de la publicación de dos libros, los miembros de Fuego Cruzado me invitaron a conversar largamente con ellos. En esa ocasión, Gallisá no estaba. Al día siguiente, acudiría al estudio por última vez y anunciaría, rodeado por sus amigos y admiradores, que se retiraba definitivamente de la discusión pública. Es muy probable que haya escuchado el primer Fuego Cruzado y el azar del destino me llevaba a participar en el penúltimo de una época muy larga. Debo decir que al escuchar la despedida de Gallisá, sentí una profunda emoción, una tristeza tan grande como la que tuve, en la mañana del pasado sábado, cuando en la pantalla de la computadora, leí la noticia de su muerte.

3.

Solamente una vez hablé con Carlos Gallisá. Fue en el Coliseo Roberto Clemente. El día anterior se había anunciado la liberación de Oscar López Rivera. Junto a docenas de personas que habían colaborado en la campaña por su liberación, escuché la conferencia de prensa en la que su hija Clarisa y la alcaldesa de San Juan comunicaban los planes para su recibimiento.

Entonces estaba mudándome. Regresaba a la casa en que en una lejana tarde mi padre y yo habíamos visto a Gallisá hablando solo una tarima bajo un sol despiadado. La AAA intentaba atraparme en una de sus encerronas y unos amigos me recomendaron que hablara con Gallisá.

Al terminar la actividad, me acerqué a él. Le relaté lo que ocurría y enseguida me dio el teléfono de quien podía ayudarme. Luego hablamos de Fuego Cruzado y él se refirió a alguno de mis escritos. Llamé a la persona que me indicó y el asunto comenzó a componerse. No obstante, esa noche recibiría una llamada de Gallisá. Quería saber qué había ocurrido. Su gesto me impresionó. Para él era un desconocido, pero su ayuda era real y consecuente y se negaba a abandonarme a mi suerte.

Quizá ésta sea una de las imágenes más certeras de su vida: un hombre que sin el apoyo de mayorías ni de intereses económicos, fue fiel en su lucha por la gente. Muchas veces estuvo dispuesto a hablar solo en una tarima a favor de trabajadores que casi nadie defendería en la época del carpeteo y la criminalización de toda disidencia. Década a década, en la calle, la prensa y la radio, desmanteló con brillantez las mentiras y las supersticiones del colonialismo. Mientras existan hombres y mujeres que hagan esto, vivirá la esperanza y no estaremos abandonados ni vencidos.

Hay seres que dejan un gran vacío, porque dejaron también un ejemplo enorme. Como mi padre hizo hace tantos años, a la vida y memoria de Carlos Gallisá, mi gran admiración y respeto.

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