Gamaliel Ramírez. ¡Vale!

Desde el pasado 21 de mayo, a tus 68 años, emprendes como nunca el retorno a la polvareda de la Vía Láctea; tú, pionero de la pintura del transtierro boricua en Chicago, activista, maestro, gran amigo, ya no moras como antes entre nosotros. Ni en el ardiente suelo, ni en la fría estación de allende.

Recuerdo cómo te tocó sortear de paso en este mundo los retrillados infortunios de quienes abandonábamos sin querer la tierruca sitiada por la usura del desarrollismo y el progreso. Contra el desarraigo, junto a tu obra infundida por la candidez del trópico, te diste prisa en fundar El Taller, aquel centro comunal de artes gráficas y poesía a través del cual millaradas de jóvenes se expusieron a los rudimentos que median entre la belleza y la verdadera libertad.

Tus guernicas y joies de vivre en clave criolla abanderaron un remanso del sol en las penumbras de la distancia y el desdeño. Sin prescindir de los demás (todos somos inmigrantes, decías), te mantuviste siempre con los pies bien plantados gracias al aleo de tu imaginación.

Una dislexia incomprendida por culpa del prejuicio te había marginado a temprana edad de la escuela. Los reacios siquiera a pronunciar tu nombre de pila insistían sin tu anuencia en llamarte “Bobby”. Claro, el odiador a la usanza de Jim Crow aún se amuralla a fuerza de vocativos que aniñan con el fin de degradar e imponerse. Tú no le bailabas a saltos en el show de minstrel ese. Ni en tu pueblo de origen jamás habrías saltado con reverencia bufa hacia los rollos de papel toalla que ha poco le lanzaba el negrero tapa-muertos a su negrada en crisis.

Tú eras Gamaliel Ramírez, “recompensa de Dios” en hebreo, cuya raíz del patronímico traduce a “sabio consejero”. Profecía congruente en el joven humilde de Nueva York que luego recala en Chicago, el “chi-nuyorican”, y quien se alza solito y agracia el embudo terrible de su West Side. Pronto empedraste de tu propia cantera el sendero que de antaño trazaba en la ciudad Jane Addams, la formidable reformadora, en el corazón curtida de igual suerte que la tuya, por la “fe en las nuevas posibilidades y el coraje para defenderlas”.

El arrojo y vivacidad de tu ternura unía. Sacian en mi memoria aquellos despliegues con tu cuadrilla de niños de todo linaje a la zaga, armados con cubos de pintura, brochas, andamios, ideas que sienten y piensan.

Al final procuraste la vida en el ardiente suelo, y te mató allí una dolencia agravada por el huracán y el frío del desamparo. Los nuestros bajo la fría estación de “la diáspora” caldean no obstante el paraje de tus cenizas, ahora por ley de la naturaleza en rumbo feliz hacia el firmamento.

La última en el juego de ironías ambivalentes que abundan en Don Quijote también te asienta como anillo al dedo. Y así hoy conjuro en seco mi quebranto, admirable compañero, mediante la sola interjección y a su vez despedida clásica de Cervantes al final de su obra maestra:

Gamaliel Ramírez, tú no has de caer del todo, sin duda alguna. ¡Vale!

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