Hay País para siempre

 

Por Manuel de J. González/CLARIDAD

¡Qué bueno que Ricardo Rosselló aún no ha renunciado a la gobernación! Cuando regresó a toda prisa de Europa tras los arrestos de dos integrantes de su gabinete y la divulgación de apenas dos páginas del infame chat, muchos pensaron que renunciaría. En la conferencia de prensa que celebró aquella noche algunos periodistas le preguntaron por primera vez sobre su renuncia, pero con la arrogancia que le caracteriza rechazó de plano tal opción.

Si se hubiese ido, dejando a alguno de sus fieles a cargo del gobierno, ahora mismo estaríamos chapoteando en el fango legislativo en medio de la pelea chiquita de la sucesión. La inmensa mayoría del pueblo seguiría entretenido en su rutina veraniega mirando de reojo hacia el parloteo politiquero con el mismo desgano de siempre. Allá están los políticos otra vez con su bachata, yo sigo en lo mío. Después de todo, el mediocre que tanto ofendió ya se fue, dirían.

Así estaba la mayoría del pueblo, hartos de “los políticos” e inmerso en “lo suyo”. Y así hubiese seguido luego de que le gobernador insensible y corrupto los dejó tranquilos, saliendo del panorama. Poco de Puerto Rico hubiese cambiado y el mundo seguiría sin saber de nosotros, esta isla ambigua donde vive un pueblo que porta la ciudadanía de otro país. 

Pero Rosselló se quedó. Precisamente cuando todo el mundo se había enterado de que no era más que un rufián con corbata, decidió quedarse testarudamente en el cargo al que había ascendido con apenas el 42% de los votos. Cuando los arrestos de varios e sus colaboradores más cercanos retrataron una vez más el tumor supurante de la corrupción, decidió que era “democrático” quedarse porque había ganado una elección. Luego que nos enteramos de que hasta se burlaba de nuestros muertos, que vilipendiaba a las mujeres y que tenía la misma sensibilidad que tiene un alacrán, decidió seguir en el cargo. 

Con la misma mentalidad manipuladora con que ha operado siempre pidió perdón en un servicio religioso encuadrado a la medida y entonces la ira se disparó. Pretendió que un ensayado y mal montado llamado a la “reconciliación” volviera a salvarlo, pero solo consiguió dispersar la indignación con una manguera de presión. Entonces la mayoría dijo “basta y echó a andar”. La “marcha de gigantes” comenzó en cada esquina de forma espontánea, sin que ningún partido organizado la convocara. Es Fuenteovejuna el que convoca. No hay discursos de cierre ni comités de disciplina. La ruta de cada marcha se decide caminando. Unos salen primero y otros más tarde, pero todos marchan hacia el mismo lugar. 

Ya no son solo los estudiantes los que se manifiestan y gritan consignas. Ahora se han unido los jóvenes de los caseríos en sus motoras y hasta en caballos. Salen de noche, cuando otros duermen, y llenan la ciudad de ruidos. Se van derrumbando las barreras sociales mientras se levanta el puño. Y hasta los que casi nunca salen de sus casas han encontrado una buena manera de protestar sonando cacerolas al empezar la noche. Ya ese grito nocturno se está extendiendo por todo el país. En barrios ricos y en barrios pobres la cacerolada se impone poco después del atardecer, mientras en el Viejo San Juan la gente sigue rodeando la guarida del rufián. 

Afortunadamente he vivido para ver este despertar. El pasado 17 de julio, luego de estar cinco horas caminando en San Juan, le escribí este mensaje a Carlos Gallisá, un hermano a quien la vida no le alcanzó para ver y sentir este momento: Galli, puedes dormir tranquilo que hay país para siempre. Porque, dicho con exactitud, eso es lo que ha quedado demostrado en la última semana luego de que Rosselló se negara a renunciar, que a pesar de todos los golpes Puerto Rico está entero y que lo estará hasta el infinito.

Antes de esta semana a muchos les preocupaba el desangre poblacional de la emigración. El país se vacía, decían. Los jóvenes se van y acá nos quedamos los viejos. Pero el miércoles 17 de julio vimos en todo su esplendor a un país joven caminando con la determinación de quien tiene razón para luchar. A las tres de la tarde, sentado en un banco del parque Muñoz Rivera empecé a ver el desfile en medio del sol ardiente. La actividad había sido convocada para las cinco de la tarde, pero atrechando por el parque para guarecerse un poco bajo los flamboyanes, había centenares. Unos, bien jóvenes, adelantaban en patinetas. El resto caminaba. Casi todos ya enarbolaban la bandera boricua o algún cartel hecho y escrito a mano, con el mensaje que le salió del pecho. En las caras había alegría, pero no la que sale de la fiesta, sino la que se mezcla con firmeza. Había gente de todas las edades, aunque la gran mayoría eran jóvenes. Caminé hacia la avenida que bordea el mar para que la brisa aplacara un poco el fuego del sol y por allí el desfile ya parecía un pequeño río dominado por el rojo de las banderas. Luego fue un mar. 

Allí estaba el pueblo que Ricardo Rosselló menospreció. Gracias a su temeridad empezamos a caminar y ya no podrán detenernos. 

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